Uno de los elementos que ha facilitado el aumento del poder estatal y la reducción de las resistencias a su intervención ha sido la utilización de distintas disciplinas científicas para materializar al Estado como una entidad real que podía ser representada de manera inequívoca. Los Estados nacionales intentaron representarse a sí mismos de manera que su existencia adquiriera rasgos objetivos expresados de manera inequívoca. De esta forma, la propia existencia de los Estados parecería inevitable, objetiva, la expresión natural de un pueblo que habitaba un territorio demarcado con fronteras reconocibles.  

  Michael J. Shapiro afirma que el mantenimiento simbólico del Estado-nación requería un manejo tanto de las narrativas históricas como del espacio territorial. El Estado realizó sus aspiraciones a la existencia como Estado-nación por medio de varias modalidades de autobiografía colectiva. La nación-estado se inscribió en documentos oficiales, en documentos históricos y en comentarios periodísticos de una manera que imponía coherencia sobre una serie de sucesos históricos fragmentarios y arbitrarios.[i]

  Para ello, se utilizó, entre otros medios, la cartografía, cuyos mapas, como ha señalado Ana María Alonso, ayudaron a crear y naturalizar una identidad entre el pueblo, el territorio y el Estado, por medio de la cual el espacio se convirtió en propiedad nacional.[ii] La cartografía ayudó a la inscripción cultural de la idea de Estado, permitiendo lo que Alonso denomina la “espacialización del tiempo”. Para poder capturar a su “pueblo”, el Estado debía capturar también el tiempo: debía monopolizar la trayectoria temporal por medio de la cual su existencia se hacía coherente y natural.

  La disciplina de la historia será utilizada también para “capturar el tiempo” y constituirá otro de los medios que los Estados utilizarán para presentarse como entidades naturales con una existencia objetiva que se puede expresar de manera inequívoca.

  El nacionalismo del siglo XIX se basaba en la idea de que los Estados contenían una nación coherente, un “pueblo”, que proveía la base de su autoridad.[iii] Según Bermejo Barrera y Piedras Monroy, un síntoma filosófico de la construcción histórica de los Estados-nación son los Discursos a la nación alemana de Fitche.[iv] Para Fitche, el núcleo de referencia ya no es la humanidad sino el pueblo alemán, que es perfectamente identificable porque posee una historia y una lengua propias. Según Fitche, cada pueblo posee un “espíritu” que le otorga una visión del mundo y debe gobernarse a sí mismo en una forma política que coincida exactamente con sus límites geográficos e históricos: es decir, un Estado-nación. El pueblo alemán se encarna de forma simbólica en una figura que es la depositaria de su ser, el campesino alemán, que ha conservado su lengua pura y sin contaminaciones y que es depositario de un saber y de unas formas de vida que se transmiten de generación en generación. Ese saber, del que la lengua es todo un símbolo, merece ser estudiado. En dicha época los hermanos Grimm analizarán y sistematizarán la gramática alemana y recogerán por escrito el folklore de los campesinos alemanes.

  El campesino encarna la identidad alemana, pero no tiene conciencia de sí. Las elites, depositarias de la cultura, tienen tal conciencia, pero carecen de identidad. Según Fitche, es necesaria una simbiosis por medio de una educación nacional que cimente el Estado nacional.

  El pueblo posee un territorio con el que se identifica y que es algo así como el cuerpo de la nación. Además, vive y se desarrolla en el tiempo, la expresión de su vida es la historia. Fitche veía en el primitivo germano que se resistía a la dominación romana el origen de la esencia nacional alemana.[v] En él se encontraban las raíces de su lengua, de su espíritu y de su carácter. El estudio de la historia alemana, debido a su poder formativo, pasará a ser del máximo interés nacional. La historia pasará a desempeñar un papel privilegiado como el único modo de obtener conocimiento sobre la vida colectiva de la nación.

 Pero, como señalan Barrera y Monroy, si se pretende fundamentar el poder del pueblo cuya forma política es el Estado-nación, habrá que contar con un saber inapelable, ya que de él depende el ejercicio del poder y la administración de la economía. Por tanto, es preciso institucionalizar el saber histórico y otorgarle una validez universal científica. Ya que al ciudadano del Estado-nación se le exige tanto pagar impuestos como realizar servicios personales, especialmente arriesgar su vida en la guerra, es evidente que tendrá que hacerlo por una causa justificada. Por ello, la historia tiene que ser inapelable.

  La forma en la que la historia buscará una base sólida que la convierta en inapelable será por medio de la “revolución documental”, el uso por parte de la Escuela Histórica Prusiana de técnicas que venían desarrollándose desde el siglo XVII como la filología, la paleografía y la diplomática.

El instrumento formal básico del historiador no va a ser ahora el lenguaje matemático, sino la cita documental y bibliográfica. La cita o nota de pie posee una importancia fundamental porque permite ofrecer un referente objetivo de los enunciados que el historiador hace.[vi]

 El historiador se convierte en un investigador que recopila objetos: documentos y monumentos, que son los que poseen la credibilidad, una credibilidad que estará garantizada gracias al uso de todas las técnicas de la crítica externa del documento. Lo que el historiador dice se basa en una determinada fuente, y como esta fuente está registrada y catalogada, cualquier otro historiador podrá acceder a ella siguiendo las claves contenidas en la nota respectiva. Se supone entonces que, una vez leída la fuente, el enunciado del segundo historiador tiene que ser igual al del primero. El documento histórico es, así, concebido como un espejo nítido que recoge el reflejo de un acontecimiento pasado y se concibe como inapelable y digno de estudio y conservación.

  De la misma forma que sucedió con la cartografía, se produjo la institucionalización del saber histórico, que se consagró primero en las universidades, creándose cada vez más cátedras de esta materia. En Alemania había, en 1804, una cátedra de Historia. En 1810 había cuatro. En 1830, catorce. En 1850, veintiocho. En 1874, treinta y siete. Estas cátedras pasarán a ser ocupadas por historiadores profesionales que se dedicarán exclusivamente a esa labor. Se crearán, además, archivos que guarden y recojan la documentación y museos, que custodien y expongan las “antigüedades nacionales”. Se utilizarán fondos públicos y privados para poner las fuentes al servicio de los historiadores.

  Todo esto forma parte de un proceso institucional por el que los historiadores se constituyen como comunidad científica. Comunidad que, dado el patrocinio público de la enseñanza de la historia y de la importancia ideológica que se le atribuye como fundamento ideal del Estado, mostrará un grado de identificación muy elevado con las ideologías políticas dominantes y con los grupos sociales que administran el poder. De hecho, la Escuela Histórica Prusiana se declaró a sí misma “la guardia de corps intelectual de la Casa de Hohenzollern”.[vii]

  Así pues, los Estados utilizarán el ideal de la inequivocación para expresar su existencia como la de una entidad natural, objetiva, clara y precisa, tanto en el tiempo como en el espacio. En cuanto al espacio, recurrirán a la cartografía para presentarse de manera inequívoca como la expresión de una nación con un territorio identificable, homogéneo y continuo. En cuanto al tiempo, utilizarán la disciplina de la historia para ofrecer un conocimiento inapelable, presentado en términos inequívocos, que demuestra su existencia como la forma política perfecta que adopta el pueblo a lo largo del tiempo.

[i] Michael J. Shapiro, “Nation-states”, en A Companion to Political Geography, ed. John Agnew, Katharyne Mitchell y Gerard Toal (Malden: Blackwell Publishing, 2003), p. 278.

[ii] Ana María Alonso, “The Politics of Space, Time and Substance: State Formation, Nationalism and Ethnicity”, Annual Review of Anthropology, 23 (1994): 381-382

[iii] Shapiro, “Nation-states”, p. 280.

[iv] Ver José Carlos Bermejo Barrera y Pedro Andrés Piedras Monroy, Genealogía de la Historia. Ensayos de Historia Teórica III (Madrid: Akal, 1999), pp. 73-78.

[v] Por ejemplo, los nacionalistas alemanes del siglo XIX consideraron a Arminio, el lider de la confederación de tribus de los queruscos que aniquiló dos legiones romanas en el bosque de Teotoburgo en el 9 d.C., como el modelo arquetípico del héroe alemán. Germanizaron su nombre, transformándolo en Hermann y levantaron un gigantesco monumento en su honor. Ver Philip Matyszak, Los enemigos de Roma (Madrid: Oberon, 2005), pp. 168-171.

[vi] Bermejo y Piedras, Genealogía de la Historia, p. 78.

[vii] “The intellectual bodyguard of the House of Hohenzollern”. Ludwig von Mises, The Historical Setting of the Austrian School of Economics (Auburn: Ludwig von Mises Institute, 2003), p. 10.