Varios argumentos se han utilizado para persuadirnos de que el comercio debe priorizar lo colectivo y lo nacional frente al interés individual. Muchos de ellos se enfocaron en pronosticar cómo el libre comercio generaría pobreza, dependencia y una baja en la calidad de vida en el país que lo practicara.

  Pero los pronósticos fallaron dejando a los argumentos económicos sin ningún tipo de sustento en la realidad. Entonces los colectivistas echaron mano al argumento “moral” que continúa comandando las políticas comerciales de la mayor parte de los países. Políticas comerciales que nos obligan a comerciar con nuestro grupo y nos castigan cuando pretendemos comerciar con los “otros”.

  La excusa –más que argumento– colectivista utilizada para limitar el comercio se basa en la idea de que, obligadas a competir con industrias extranjeras, las industrias nacionales terminarían cerrando sus puertas y despidiendo a miles de empleados que dependen económicamente de las mismas, quedando ahora en la calle sin posibilidad de alimentar a sus familias. Por esta razón, es deber del Estado prohibir, limitar o castigar con aranceles, el comercio con individuos y empresas extranjeras.

  Más allá de que lo expresado arriba es solo un análisis parcial y cortoplacista de la situación, centrémonos en el mensaje de carácter moral que este argumento presenta entre líneas. Básicamente nos dice algo así: “Si eres libre, elegirás a aquellos que te ofrecen un beneficio. Pondrás tu interés personal por sobre el interés del grupo (que son aquellos que producen algo que no te interesa obtener). Pero ellos necesitan tu dinero. Y eso te genera una deuda moral (y económica). Así que podemos obligarte a entregar tu dinero a tus compatriotas, y prohibirte ejercer tu libertad de elegir. Si te permitimos elegir, ellos sufrirán las consecuencias. Por tu culpa.”

  Quienes aceptan este argumento, también están aceptando los siguientes principios filosóficos:

– El grupo está por encima del individuo.

– La necesidad genera derechos.

– Somos responsables de la vida ajena (y culpables de sus desgracias).

– La libertad y la propiedad no son derechos y por lo tanto pueden ser violados de acuerdo al interés del grupo.

  Ahora apliquemos el argumento que los colectivistas utilizan para proteger las industrias nacionales en otros aspectos de nuestras vidas. Tomemos el aspecto romántico como ejemplo. El argumento se leería parecido a lo siguiente: “No debemos permitir que nuestras mujeres y nuestros hombres formen pareja o contraigan matrimonio con extranjeros, porque dejarían a un sector de compatriotas con una oferta amorosa más limitada para satisfacer sus deseos y necesidades. Por este motivo, castigaremos a los desobedientes que pongan su interés personal por sobre la necesidad del grupo y elijan a un extranjero o extranjera por sobre un hombre o una mujer nacionales”.

  ¿Aceptaríamos los principios filosóficos mencionados arriba en este aspecto de nuestra vida? Aceptaríamos que nos hicieran responsables de la soltería de un/una compatriota porque decidimos formar pareja con un extranjero? ¿Apoyaríamos el argumento de que la necesidad del español José por el amor de la española Ana, le genera el derecho de obtenerlo y de excluir de la competencia al australiano Peter? ¿Estaríamos de acuerdo con prohibirle a Ana elegir a Peter y obligarla a “consumir” a José?

  Nadie, en su sano juicio, aceptaría el argumento colectivista en este y otros aspectos de la vida. En ellos, sostenemos nuestra libertad individual como un valor intransigible. Sin embargo, pareciera que la libertad individual de comerciar con quien juzguemos conveniente, no entrará en la misma categoría, como si fuera una clase diferente e inferior de actividad a la cual no le debemos el mismo respeto.

  Pero el comercio es una de las actividades más nobles que lleva a cabo el ser humano. Comerciar significa intercambiar el producto de mi habilidad, de mi inteligencia y de mi esfuerzo, por el producto de la habilidad, de la inteligencia y del esfuerzo ajenos. Comerciar libremente significa que llevo a cabo ese intercambio de manera voluntaria, con quien yo juzgo que vale la pena hacerlo, con quien me ofrece una recompensa —monetaria o espiritual— que considero justa, a cambio de mi producto o de mi servicio.

  Del mismo modo que la libertad de expresión es la libertad ejercida al momento de manifestar una idea u opinión, la libertad de culto es la libertad de adherir a la religión cuyos valores uno comparte —o de no adherir a ninguna—, la libertad de asociación es la libertad de formar un grupo, de permanecer o retirarnos de él, el libre comercio es la libertad de intercambiar el fruto de nuestro esfuerzo por el fruto del esfuerzo ajeno. Y así como cualquier violación a la libertad de expresión, de culto, de asociación se vería como tal, no pasa a ser “protección” por tratarse de comercio.

  Defender nuestro derecho a comprar sin ninguna interferencia ni restricción el café a un colombiano, la campera de cuero a un argentino, una computadora a un norteamericano y un auto a un japonés, es tan moralmente correcto como defender nuestro derecho a no comerciar con quien no deseamos o a vender nuestro producto a quien queramos.

  Es tan moralmente correcto como sostener una idea filosófica desarrollada por un griego, leer una novela escrita por un ruso, ir al concierto de un pianista francés, visitar Machu Picchu en Perú, elegir a un escocés como novio y a una cubana como amiga.

  Tenemos derecho a decidir qué queremos para nuestras vidas y con quién lo queremos. Que el “qué” o el “quién” estén del otro lado de la frontera es solamente un accidente geográfico. No permitamos que un colectivista o un grupo con influencias políticas lo use de excusa, bajo un falso manto moral, para limitar nuestras posibilidades y dirigir nuestra vida.