En la primera parte de esta biografía repasamos las contribuciones más importantes de John Locke en diversas áreas: filosofía, economía, etc., centrándonos en su filosofía política y, particularmente, en las ideas al respecto expuestas en su obra Carta sobre la tolerancia y en la primera parte de Dos tratados sobre el gobierno civil, donde critica las ideas de Robert Filmer. En esta reseña analizaremos las aportaciones a la filosofía política que plasmó en la segunda parte de dicha obra, titulada “Un ensayo acerca del verdadero origen, alcance y fin del gobierno civil”. En estas reflexiones, Locke critica el absolutismo dominante en la época, defendido por autores como el citado Robert Filmer o Thomas Hobbes. De este modo, propone que un gobierno solo puede considerarse legítimo si nace de un acto voluntario, y establece muchos límites para ese poder, de tal manera que, si son rebasados, es legítima la resistencia al mismo. También defiende la inviolabilidad de la propiedad privada y la libertad individual frente a los abusos de poder del estado constituyéndose en fundador de la tradición liberal.
En el primer capítulo de la citada obra hace un breve repaso de las conclusiones a las que llegó en la primera parte del libro. El segundo capítulo lo dedica a abordar el estado de naturaleza, esto es, cómo se comportaría el ser humano en ausencia total de gobierno. En el mismo nos ofrece una visión contrapuesta a la de Hobbes. Recordemos que este autor describe el estado de naturaleza como una guerra de todos contra todos donde la vida era pobre, brutal y breve. En contraposición a esta visión, Locke nos dibuja un panorama totalmente distinto. En tal estado no habría caos, puesto que existe una ley natural que lo rige, y esta ley puede ser aprendida mediante la razón.
Más aunque éste sea un estado de libertad, no es, sin embargo, un estado de licencia. Pues aunque, en un estado así, el hombre tiene una incontrolable libertad de disponer de su propio persona o de sus posesiones, no tiene, sin embargo, la libertad de destruirse a sí mismo, ni tampoco a ninguna criatura de su posición, excepto en el caso de que ello sea requerido por un fin más noble que el de su simple preservación. El estado de naturaleza tiene una ley de naturaleza que lo gobierna y que obliga a todos; y la razón que es esa ley, enseña a toda la humanidad que quiera consultarla que siendo todos los hombres iguales e independientes, ninguno debe dañar a otro en lo que atañe a su vida, salud, libertad o posesiones.[i]
Es notable que sea capaz de imaginar una situación en la que no existe ningún ente centralizado dirigiendo la vida de las personas, y que un pueblo puede permanecer en dicho estado, aunque no sea lo más habitual, es decir, no tiene por qué ser necesariamente algo transitorio, ofreciéndonos un enfoque totalmente descentralizado y legítimo de la ley.
Y para que todos los hombres se abstengan de invadir los derechos de los otros y de dañarse mutuamente, y sea observada esa ley de naturaleza que mira por la paz y la preservación de toda la humanidad, los medios para poner en práctica esa ley les han sido dados a todos los hombres, de tal modo que cada uno tiene el derecho de castigar a los transgresores de dicha ley en la medida en que ésta sea violada.[ii]
Además, se establece una relación de proporcionalidad entre el delito o falta cometido y el castigo correspondiente.
Pero no se trata de un poder absoluto o arbitrario que permita a un hombre, cuando un criminal ha caído en sus manos, hacer con él lo que venga dictado por el acalorado apasionamiento o la ilimitada extravagancia de su propia voluntad, sino únicamente castigarlo según los dictados de la serena razón y de la conciencia, asignándole penas que sean proporcionales a la transgresión y que sirvan para que el criminal repare el daño que ha hecho y se abstenga de recaer en su ofensa.[iii]
Locke también responde a las posibles críticas de sus ideas, al señalar la incoherencia de definir, por un lado, a todos los hombres como bestias egoístas y, al mismo tiempo, utilizar esto como justificante para imponer un gobierno, sin caer en la cuenta de que los gobernantes tendrán también todas esas características negativas.
Concedo sin reservas que el Gobierno Civil ha de ser el remedio contra las inconveniencias que lleva consigo el estado de naturaleza, las cuales deben ser, ciertamente, muchas cuando a los hombres se les deja ser jueces de su propia causa. Pues no es fácil imaginar que quién fue tan injusto como para cometer una injuria contra su prójimo sea al mismo tiempo tan justo como para castigarse a sí mismo por ello. Pero quiero que quienes me hagan esta objeción recuerden que los monarcas absolutos son también simples hombres; y si el Gobierno ha de ser el remedio de esos males que se siguen necesariamente del que los hombres sean jueces de su propia causa, siendo, pues, el estado de naturaleza algo insoportable, desearía saber qué clase de gobierno será, y si resultará mejor que el estado de naturaleza, aquel en el que un hombre, con mando sobre la multitud, tiene la libertad de juzgar su propia causa y de hacer con sus súbditos lo que le parezca.[iv]
Y añade que
Aquel que piense que el poder absoluto purifica la sangre de los hombres y corrige la bajeza de la naturaleza humana sólo necesita leer la historia de nuestro tiempo, o de cualquier otra época, para convencerse de lo contrario. Un hombre que en las selvas de América se comporta de manera insolente y ofensiva, probablemente no se comportará mejor sentado en un trono.[v]
Igualmente, señala de forma correcta que, al vivir bajo un régimen absolutista, los súbditos carecerían de una tercera parte neutral a la que acudir en caso de conflicto con el gobierno.
Pues al suponerse que este príncipe absoluto es el único que tiene en sí mismo el poder legislativo y el ejecutivo, no existe juez ni recurso de apelación alguna a alguien que justa e imparcialmente y con autoridad pueda decidir, y de cuya decisión pueda esperarse consuelo y compensación por algún daño o inconveniencia sufridos por causa del príncipe o por lo que él ordene.[vi]
De este modo todo el tratado constituye una lucha en contra del absolutismo. Lo que queda reflejado de la siguiente manera:
Ese estar libres de un poder absoluto y arbitrario es tan necesario, y está tan íntimamente vinculado a la conservación de un hombre, que nadie puede renunciar a ello sin estar renunciando al mismo tiempo a lo que permite su autoconservación y su vida.[vii]
Para Locke un gobierno legítimo surgiría cuando en ese estado natural, las personas decidiesen de forma voluntaria entregar el poder de proteger sus bienes, su vida y su libertad, y también el de juzgar y castigar las infracciones de la ley de las otras personas a la comunidad.
Única y exclusivamente podrá haber sociedad política allí donde cada uno de sus miembros haya renunciado a su poder natural y lo haya entregado en manos de la comunidad… Y así, al haber sido excluido todo juicio privado de cada hombre en particular, la comunidad viene a ser un árbitro que decide según normas y reglas establecidas, imparciales y aplicables a todos por igual, y administradas por hombres a quienes la comunidad ha dado autoridad para ejecutarlas.[viii]
Para Locke, “lo que origina y de hecho constituye una sociedad política cualquiera no es otra cosa que el consentimiento de una pluralidad de hombres libres que acepta la regla de la mayoría y que acuerdan unirse e incorporarse a dicha sociedad”.[ix] La única forma legítima de que se forme ese gobierno es una especie de acuerdo voluntario de toda la sociedad para ceder el poder que les corresponde. Así, Locke adelantó la idea del pacto social. Podría decirse que peca de candidez al creer que los gobiernos existentes en su época surgieron de ese modo. Sin embargo, es destacable su defensa de que esa es la única manera legítima en la que podría formarse un gobierno y que así es como deberían surgir.
Una vez establecido el gobierno, éste no será más que el resultado de una cesión voluntaria de ciertas funciones, no pudiendo volverse despótico. Describe el gobierno, más que como un ente que está por encima del pueblo, como uno que le sirve. Así, el poder legislativo
No puede ser ejercido absoluta y arbitrariamente sobre las fortunas y las vidas del pueblo; pues al tratarse de un poder compartido por cada miembro de la sociedad, y entregado a la persona o asamblea legisladora, no puede llegar a ser mayor que el que esas personas tenían en el estado de naturaleza, es decir, antes de entrar en sociedad y antes de que concedieran dicho poder a la comunidad. Porque nadie puede transferir a otro más poder del que tiene, y nadie tiene un absoluto y arbitrario poder sobre sí mismo, ni un poder de destruir su propia vida ni el de quitar la vida o las propiedades a otro.[x]
De esta manera, el gobierno velaría por que se cumpliese la ley, siendo todo el mundo igual ante la misma.
Tienen que gobernar guiándose por las leyes promulgadas y establecidas, que no han de variarse en casos particulares, sino que han de aplicarse igualmente al rico y al pobre, al favorito en la corte y al campesino que empuña el arado.[xi]
En la misma línea argumentativa de establecer que ese pacto de ningún modo podría dar lugar a un poder arbitrario sostiene, por ejemplo, que
El poder supremo no puede apoderarse de parte alguna de la propiedad de un hombre, sin el consentimiento de éste; pues como el fin del gobierno es la preservación de la propiedad, y esa es la razón por la que los hombres entran en sociedad, ello implica necesariamente que al pueblo ha de permitírsele tener propiedades […] Si bien tienen el poder de hacer leyes para regular la propiedad entre los súbditos, nunca pueden tener el poder de tomar para sí mismos, ni total ni parcialmente, la propiedad de los súbditos sin el consentimiento de éstos.[xii]
De esta defensa de la propiedad privada se deriva una restricción a la hora de cobrar impuestos, puesto que los ingresos monetarios de los súbditos son de su propiedad.
No podrán los gobernantes aumentar los impuestos sobre la propiedad del pueblo sin el consentimiento de éste, ya venga dado por el pueblo mismo o por sus diputados.[xiii]
Locke establece de esta manera unos límites al poder absoluto que no se pueden transgredir y afirma que, en caso de que algún monarca lo hiciese, sería legítimo que el pueblo se opusiera, justificando así un derecho de resistencia.
Allí donde termina la ley empieza la tiranía, si la ley es transgredida para daño de alguien. Y cualquiera que, en una posición de autoridad, excede el poder que le ha dado la ley y hace uso de la fuerza que tiene bajo su mando para imponer sobre los súbditos cosas que la ley no permita, cesa en ese momento de ser un magistrado, y, al estar actuando sin autoridad, puede hacérsele frente igual que a cualquier hombre que por la fuerza invade los derechos de otro.[xiv]
Es decir que, si el gobernante deja de cumplir lo acordado, su autoridad queda deslegitimada.
Cuando un rey se ha destronado a sí mismo y se ha puesto en un estado de guerra con su pueblo, ¿qué le impedirá al pueblo perseguirlo? Pues ya no será rey; y así, habrá que tratarlo como a un hombre más en estado de guerra.[xv]
Locke también establece una división de poderes a fin de evitar que los gobernantes se aprovechen de su posición. Así, divide el gobierno en tres partes. Por un lado, estaría la más importante, que se correspondería con el poder legislativo, puesto en manos de diversas personas y encargado de elaborar las leyes. Este no tendría que ser permanente, pudiendo reunirse sus integrantes cuando la situación así lo requiriese. Por otro lado, estaría el poder ejecutivo, encargado de ejecutar las leyes, que sí sería permanente. Finalmente, tendríamos el poder federativo, que se encargaría de las relaciones con los otros estados.
Una de las partes más originales del tratado es la dedicada a la propiedad privada. Locke dedica todo el capítulo quinto a fundamentar dicha idea, elaborando unos argumentos que, todavía hoy, mantienen su vigencia. Para ello se basa en el principio de primera apropiación. Según sus propias palabras
Cada hombre tiene, sin embargo, una propiedad que pertenece a su propia persona; y a esa propiedad nadie tiene derecho, excepto él mismo. El trabajo de su cuerpo y la labor producida por sus manos podemos decir que son suyos. Cualquier cosa que él saca del estado en que la naturaleza la produjo y la dejó, y la modifica con su labor y añade a ella algo que es de sí mismo, es, por consiguiente, propiedad suya. Pues al sacarla del estado común en el que la naturaleza la había puesto, agrega a ella algo con su trabajo, y ello hace que no tengan ya derecho a ella los demás hombres. Porque ese trabajo, al ser indudablemente propiedad del trabajador, da como resultado el que ningún hombre excepto él tenga derecho a lo que ha sido añadido a la cosa en cuestión, al menos cuando queden todavía suficientes bienes comunes para los demás.[xvi]
Sin embargo, establece un límite para este medio de adquirir propiedad. Así, explica que “todo lo que uno pueda usar para ventaja de su vida antes de que se eche a perder será aquello de lo que le esté permitido apropiarse mediante su trabajo. Mas todo aquello que excede lo utilizable será de otros. Dios no creó ninguna cosa para que el hombre la dejara echarse a perder o para destruirla”.[xvii]
Estas reflexiones de Locke estarán presentes en los subsiguientes desarrollos de la materia y serán fundamentales en la consolidación de la tradición liberal; así, en palabras de Frederick Copleston
Es verdad, sin ningún género de dudas, que Locke dio expresión sistemática a un movimiento de pensamiento ya existente; pero esta expresión sistemática ejerció a su vez una poderosa influencia en la consolidación y expansión de la corriente de pensamiento político a la que servía de expresión.[xviii]
En suma, la obra de John Locke ejerció una influencia notable en el desarrollo del pensamiento político; de este modo, según Murray N. Rothbard
El célebre Second Treatise on Government de Locke ha sido, sin duda, una de las primeras elaboraciones sistemáticas de la teoría libertaria e individualista de los derechos naturales […] De hecho, la teoría libertaria de los derechos naturales se siguió desarrollando y purificando después de Locke, hasta alcanzar su culminación en las obras decimonónicas de Herbert Spencer y Lysander Spooner.[xix]
Dicha influencia perdura hasta nuestros días y ha servido de fundamento para las teorías de diversos autores, como el minarquista Robert Nozick o el anarcocapitalista Murray N. Rothbard. Pero dicha influencia no se restringe solo al plano teórico. Según señala el propio Rothbard, la Revolución Americana por la que los Estados Unidos se independizaron del Imperio Británico:
Constituye un notable ejemplo de utilización revolucionaria de los derechos naturales […] basada en una explicación revolucionaria radical […] de la teoría de Locke.[xx]
[i] John Locke, Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil (Madrid: Alianza editorial, 2017), p. 44. Parágrafo 6.
[ii] Locke, Segundo Tratado sobre el gobierno civil, p. 45. Parágrafo 7.
[iii] Locke, Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, p. 46. Parágrafo 8.
[iv] Locke, Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, p. 51. Parágrafo 13.
[v] Locke, Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, p. 126. Parágrafo 92.
[vi] Locke, Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, p. 124-125. Parágrafo 91.
[vii] Locke, Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, p. 62. Parágrafo 23.
[viii] Locke, Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, p. 121. Parágrafo 87.
[ix] Locke, Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, p. 134. Parágrafo 99.
[x] Locke, Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, p. 168. Parágrafo 135.
[xi] Locke, Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, p. 176. Parágrafo 142.
[xii] Locke, Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, pp.172-173, parágrafo 138, y p. 174, parágrafo 139.
[xiii] Locke, Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, p. 177. Parágrafo 142.
[xiv] Locke, Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, p. 235. Parágrafo 202.
[xv] Locke, Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, p. 272. Parágrafo 239.
[xvi] Locke, Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, p. 66. Parágrafo 27.
[xvii] Locke, Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, p. 69. Parágrafo 31.
[xviii] Frederick Copleston, Historia de la Filosofía vol.2 tomo V (Barcelona: Editorial Planeta, 2016), p.113.
[xix] Murray N. Rothbard, La ética de la libertad (Madrid: Unión Editorial, 2009), pp. 50-51.
[xx] Rothbard, La ética de la libertad, p. 52.