Se dice que Adam Smith se decidió a escribir La Riqueza de las Naciones después de haber constatado, con la observación de siglos de datos reunidos, que el sistema político en el cual los pobres se ven más favorecidos, de modo que puedan escapar de la penuria, es el libre mercado. La ignorancia de tal hecho lleva a enérgicos gritos contra el libertarianismo, cuando tales gritos no provienen directamente de la vileza, caso que no es raro.
Todas mis disputas me hicieron ver que la mayor preocupación de los socialistas, y en este grupo incluyo a los socialdemócratas moderados, tiene que ver con el bienestar de los más pobres. Así, urge traerles la iluminación con la que podrán contemplar la verdad, según la cual la única mano que puede ayudar a los pobres y elevarlos a la riqueza no es la mano del Estado ni la de Dios, sino la del Libre Mercado.
En un ambiente económico sin obstáculos estatales, no habría leyes de salario mínimo, leyes laborales, impuestos inútiles, regulaciones crediticias, control de intereses, inflación ni privilegios para ciertos empresarios o sectores de la economía; la competencia sería vigorosa, fomentando una constante búsqueda de la excelencia y eficiencia, lo que haría aumentar el nivel general de vida. Daré razones, sucintamente, para que se acepte que tal ambiente favorecería a todos y, especialmente, a los pobres.
Las leyes laborales y de salario mínimo, por lógica, generan desempleo. Un empresario, al certificar la viabilidad de su empresa, calcula sus posibles gastos, los cuales deben ser más pequeños que su perspectiva de beneficio. Para él, es terriblemente desestimulante tener que pagar impuestos sobre todo lo que desea obtener, como bienes de capital y un establecimiento, además de tener que someterse a regulaciones y buscar autorización. Todo eso ya lo hace invertir menos o lo disuade de la empresa. Cuando el empresario consigue superar esos obstáculos, se ve dificultado aún más en sus intentos, pues es obligado a respetar leyes laborales y de salario mínimo. De ese modo, si pretendía contratar a diez operarios y pagarles el salario de mercado, ahora sólo puede contratar a cuatro, para que le sea posible respetar dichas leyes. ¿Qué deja de ganar el pobre en virtud de la dificultad de emprender, no teniéndose en cuenta el hecho mismo de la dificultad de invertir? Como el empresario debe pagar salarios mínimos y acatar leyes laborales, no sólo contratará menos operarios, sino que también sólo contratará a aquellos que valgan el salario mínimo. Así, si este vale seiscientos reales, quedarán desempleados todos aquellos cuya mano de obra sólo valga quinientos.
Imagino que se dirá: “¡pero, si no hubiera salario mínimo, el trabajador será explotado!”. Tal afirmación es hija de la teoría de la explotación de Karl Marx, que Eugen von Böhm-Bawerk ya refutó pero que continúa infectando las academias y las mentes adoctrinadas de los niños. De entrada, nadie puede ofrecer la cuantía que quiera por el servicio que quiera. Si fuera así, yo compraría un iPhone dando por él cinco centavos. De igual modo, el empleador no puede pagar el valor que quiera por el servicio de sus empleados, sino que debe someterse al valor que el mercado establece naturalmente. La idea de la cual se deduce la teoría de la explotación es la idea del valor-trabajo, según la cual un bien tiene su valor de acuerdo con la cantidad de trabajo que contiene. En esa visión, un coche vale más que una televisión porque su fabricación requiere más trabajo. Pero esa teoría está errada, pues las cosas no tienen valor intrínseco adquirido por acumulación de trabajo; son los individuos los que valoran subjetivamente cada objeto. El valor es subjetivo. A través del concepto de preferencia temporal, un concepto verdadero a priori, Böhm-Bawerk mostró por qué no existe explotación.
Aquí podría finalizar mi texto, toda vez que el argumento de la explotación es prácticamente el único que los socialistas usan. Pero quiero proseguir y explicar por qué otras formas de intervención estatal perjudican más a los pobres que al resto.
De manera muy breve y simple, mencioné algunos de los males sobre los pobres, como la tributación y las leyes laborales, incluyendo el salario mínimo. También mencioné la regulación crediticia y de intereses, por lo tanto debo decir algo acerca de eso. En una economía de mercado, hay un natural aumento de crédito y bajada de los intereses cuando hay aumento de ahorro. Quién presta dinero lo hace con cautela, dando crédito solamente a pagadores confiables, que tienen ahorro. Al expandir el crédito, el Banco Central no tiene el mismo cuidado que los acreedores privados. Así lo dijo Henry Hazlitt:
Hay, sin embargo, una decisiva diferencia entre los préstamos suministrados por particulares y los suministrados por un órgano gubernamental. Todo prestamista particular arriesga sus propios fondos. (Es verdad que el banquero arriesga los fondos de otros que le fueron confiados; pero, si pierde el dinero, tendrá que compensar la pérdida con sus propios fondos o, entonces, será obligado a abandonar el negocio.) Cuando alguien pone en riesgo sus propios recursos, normalmente es cuidadoso en sus investigaciones, para determinar la adecuación del activo empeñado, la perspicacia comercial y la honestidad del tomador del préstamo.
Cuando el Estado expande el crédito de manera artificial, y esto viene acompañado de una bajada también artificial de los intereses, crea señales ilusorias en el mercado, e inversiones que antes parecían inviables se hacen atractivas. Son como espejismos. El empresario seducido por el espejismo gasta dinero donde la economía no lo demandaba, como si estuviera enviando recursos a tierras despobladas. Hasta que llega el momento de la percepción del error, el capital ya se perdió, de modo que ya no es posible pagar debidamente el préstamo. A gran escala, ese proceso puede llevar a una recesión económica, como aconteció en 1929. El más perjudicado siempre será el pobre, que tiene poco dinero para mantener un nivel de vida digno en una crisis.
Otra acción estatal que crea miseria es la impresión de papel moneda sin respaldo – o, más precisamente, la falsificación de dinero -, que resulta en la inflación. Esta ocurre en un proceso gradual, y no como si todas las personas ganaran la misma cuantía de dinero a la vez. Los primeros en recibir el nuevo papel coloreado son los más favorecidos, entonces pasan a gastar más, transfiriendo el dinero a los recibidores secundarios, que también se ven muy favorecidos y, por haber comenzado a vender más, aumentan los precios. Los que reciben en segundo lugar, por su turno, se sienten en condición también de gastar más, y así el nuevo papel pasa a terceras manos, las cuales, sin embargo, se ven menos beneficiadas que las primeras y las segundas, y naturalmente aumentan el precio de sus bienes y servicios. De tal modo que, mientras más distante en esa cadena un individuo está de los primeros que han recibido el nuevo dinero, menos favorecido se ve, hasta llegar al punto en que algunos agentes económicos pasan a verse desfavorecidos, pues los precios habrán aumentado sin que ningún dinero les haya llegado a los bolsillos. En el extremo de esa cadena se encuentran justamente los pobres, que no ven dinero alguno, sino precios inflados. Por tanto, se empobrecen aún más.
Además, también he hablado de los privilegios concedidos por el Estado a ciertos empresarios y sectores de la economía. Eso comprende, entre otras desgracias, el proteccionismo, el rescate de empresas y la concesión de monopolios. Proteger industrias a través de tarifas proteccionistas y rescatar empresas que, no existiendo las tarifas, irían a la suspensión de pagos son medidas de consecuencias semejantes. El proteccionismo favorece ciertas industrias nacionales en la medida en que impone tarifas sobre productos importados. Así, los consumidores se ven obligados a comprar productos de baja calidad porque éstos se presentan más baratos, una vez que los productos mejores se volvieron más caros debido a las tarifas. Esa intervención beneficia solamente a aquellas industrias que compiten con las importaciones, en detrimento de las otras industrias y, principalmente, de los consumidores, a los cuales se priva de obtener bienes de mayor calidad a precios más bajos; tal medida, además, hace que sobrevivan en el mercado industrias ineficientes, que gastan recursos escasos de manera improductiva. Las empresas deben sucumbir a la competencia y dejar la fabricación de los bienes y servicios a los fabricantes que asignan mejor sus recursos, suministrando productos buenos a precios más bajos. Los ricos, bajo ese sistema, preservan su elevado nivel de vida, mientras los pobres lo ven rebajado, incapaces de comprar bienes de calidad. El rescate de industrias por el Estado también hace que se mantengan en el mercado empresarios incompetentes – y con eso sus productos caros -, en vez de que cedan su lugar a aquellos que podrían asignar más eficientemente los medios productivos, beneficiando a la economía y a los consumidores, sobre todo a los pobres.
En defensa de dichos rescates y del proteccionismo, se dice que, sin esas medidas, muchas empresas fracasarían y sus empleados serían echados a la calle. Al oír tal argumento, debemos recordar la valiosa lección de Frédéric Bastiat, que nos dice que estemos atentos no sólo a lo que está muy claro y frente a nuestros ojos, sino también a aquello que sólo observamos cuando forzamos la vista. Bajo el peso de la competencia y del mal uso de los medios productivos, se observa que algunas empresas sucumben, y con ellas sus operarios; el Estado interviene a veces y los rescata a todos. Esto es lo que se ve. Pero no vemos que, al hacer eso, el Estado está perjudicando empresas ascendentes, manteniendo vivos a sus competidores que asignan recursos escasos improductivamente; y el Estado debe necesariamente tomar a la fuerza el dinero del rescate de otros individuos, por medio de impuestos, lo que desestimula nuevas inversiones, así como el perfeccionamiento de servicios ya existentes. Siempre que el Estado ayuda a una industria o a un empresario, en realidad está expoliando a otra u otro, como si le estuviera quitando la comida de la boca a caballos bellos, rápidos y fuertes para dársela a caballos débiles: aquellos se enflaquecen y éstos no se hacen más viriles que antes.
Fijémonos ahora en el último vástago del intervencionismo al que me he referido: el monopolio. Éste consiste en que el Estado garantiza a una única empresa, por medio de regulaciones, tarifas exorbitantes y burocracia, la prestación de determinado servicio. Cuando implica a más de una empresa, se trata de un oligopolio, como en la telefonía. Al crearse un monopolio, se elimina la competencia en el sector; el único agente de éste, entonces, no tendrá incentivo para mejorar sus servicios, los cuales serán siempre caros y malos, con un eventual encarecimiento de éstos debido a la inflación creada por el Estado, como se vio en el reciente caso de los transportes colectivos, que gozan de un oligopolio. El nivel de vida del pobre empeora. Contrariamente, en un ambiente de economía no intervenida y, por tanto, de competencia vigorosa, los servicios y bienes aparecen en creciente calidad a precios cada vez más bajos. Bajo ese modelo, el pobre eleva su bienestar cada vez más, pudiendo hasta dejar de ser considerado como tal con facilidad.
Es malo todo tipo de monopolio. Inclúyanse ahí los de los suministros de bienes tales como el agua tratada, la energía eléctrica y el transporte. Hay quien predica la existencia de algo llamado “monopolio natural”, diciendo que algunos servicios son prestados mucho mejor por parte de monopolistas. Sin embargo la experiencia mostró lo contrario, es decir, mostró que el monopolio natural es un mito. En efecto, es posible que haya competencia en todos los sectores, y, aunque no haya competencia de hecho, habrá competencia en potencia, que por sí sola ejerce temor.
Habiendo visto sus ideas destruidas, normalmente los socialistas apelan a la falacia del polilogismo, diciendo que exalto el libre mercado por el beneficio de mi clase social. Apelar a eso es señal de confusión mental y alienación. El polilogismo es un artificio tan vil y estúpido que me sorprende que Ludwig von Mises haya empleado tanto tiempo y papel en su refutación, en la sublime La Acción Humana. ¿Qué debería decir acerca de esa acusación insensata? No soy rico: decirlo tal vez sea necesario como prevención contra marxistas fanáticos.
Delante de esta exposición brevísima, el lector prudente sabrá que debe defender el libre mercado si quiere bien a los pobres. Sin embargo, ni todo el conocimiento económico correcto del mundo será suficiente para disuadir a los bellacos de la defensa de ideas socialistas, porque a ellos no les importa el bienestar del prójimo, sino que tienen envidia del rico y odian a cualquier hombre de éxito, anhelando con ardor poder robarles la fortuna y las tierras legítimas. Saben qué sistema es mejor para los pobres, pero lo ocultan; quieren el Poder, son autoritarios por naturaleza y su envidia patológica les hace gritar con insistencia sus ideas inmorales y catastróficas. Defender una filosofía política moral y hermana de la prosperidad es ejercicio para espíritus elevados, no para locos ni canallas.