POR QUÉ DEJÉ DE PERDER EL TIEMPO CON LA POLÍTICA
– Paul Rosenberg –
Varios de mis amigos votan. Personas que me agradan y a las que respeto mucho votan. Sin embargo, yo he desistido.
Esa decisión aún horroriza a varias personas, pero seamos sinceros: se sienten incomodadas porque mi postura, en la práctica, menosprecia y de cierta forma desmoraliza sus elecciones.
Yo entiendo por qué esas personas votan. Y realmente no las juzgo ni las desprecio por eso. Yo voté varias veces en mi vida. Sólo me gustaría que dejaran de sufrir a causa de política; sólo me gustaría que, en vez de irritarse y pelearse a causa de discusiones político-partidistas y de resultados electorales, fueran más felices.
La política es un tipo de tormento a cámara lenta. Y yo sinceramente no quiero ver a las personas – más específicamente a mis amigos – sufriendo e irritándose con eso.
Sí, conozco perfectamente que mi opinión parece insensata para el común de la gente, pero eso sólo ocurre porque mi opinión difiere enormemente de la suya. Por otro lado, si mi opinión es la correcta, entonces eso significa que esas personas están simplemente perdiendo tiempo y energía con algo inútil – y prácticamente a nadie le gusta ni siquiera imaginar esa hipótesis desagradable; hipótesis como esas son automáticamente negadas por nuestra mente.
Por lo tanto, si a usted le gusta debatir y sufrir con la política, continúe. No intentaré de ninguna manera acabar con ese su placer. Sólo estoy diciendo que me gustaría que las personas buenas y productivas no malgastasen buena parte de su tiempo y de su energía con esa actividad mentalmente agotadora e improductiva – no creo que tal actitud les traiga ningún beneficio.
Ahora bien, ya que a muchas personas les parecerá reprobable, voy a explicar por qué pienso así.
«¡Si no votáramos, los malos vencerían! ¡Y así las cosas empeorarían aún más!».
Ese es el argumento que en más ocasiones escucho. Y a él siempre respondo: «Las cosas ya están mal, sólo están empeorando, y ninguna de las elecciones anteriores trajo cambios para mejor.»
Como réplica a eso, siempre escucho el tradicional «sí, pero…».
La verdad factual es que los regímenes represivos siempre se legitiman y oprimen al pueblo por medio de la política. Había incontables políticos e innumerables elecciones en las repúblicas soviéticas. De hecho, la Constitución de la URSS tenía algunos artículos bien atractivos. Por ejemplo:
Artículo 47: los derechos de autores, inventores e innovadores son protegidos por el estado.
Artículo 55: los ciudadanos de la URSS han garantizada la inviolabilidad de sus casas. Nadie puede, sin bases legales, entrar en una casa contra el consentimiento de aquellos que en ella residen.
Artículo 56: la privacidad de los ciudadanos, de su correspondencia, de sus conversaciones telefónicas y de sus comunicaciones telegráficas está protegida por ley. (Sólo que no.)
Artículo 57: el respeto por los derechos individuales y la protección de los derechos y libertades de los ciudadanos son el deber de todos los órganos del estado, de todas las organizaciones públicas y de todos los funcionarios del estado.
Obviamente, los políticos y los documentos escritos por los políticos no ayudaron mucho al pueblo de la URSS.
Sin embargo, la historia también mostró que los regímenes represivos no son capaces de oprimir a todas las personas que rechacen cumplir sus órdenes. Si esas personas se rechacen a obedecer, el régimen se deshace, y rápidamente.
Por lo tanto, en la vida real, un régimen represivo no está restringido por los políticos que están a su mando (eso, de hecho, sería paradójico); está restringido por la desobediencia civil.
Al fin y al cabo, el poder real de los gobernantes tendrá exactamente el tamaño que la aquiescencia de sus súbditos le permita. Si los gobernantes exageran, o si sus súbditos dejan de obedecer (en lo que ayuda bastante que la población no esté desarmada), el régimen se desmorona.
El poder – inclusive el poder político – siempre corrompe, y siempre irá a expandirse hasta el límite de la tolerancia y de la obediencia de sus súbditos. Está claro que usted sabe que no fui yo quien descubrió eso. El ex-esclavo Frederick Douglass ya lo había dicho hace mucho tiempo: “Descubra aquello que volverá sumisas a las personas, y habrá descubierto la exacta cuantía de injusticia y ofensa que les podrá ser impuesta. … Los límites de los tiranos están determinados por la tolerancia de los oprimidos”.
El peor problema de la política es que estimula la obediencia y la sumisión de las masas. Mientras los políticos del partido azul fingen culpar a los políticos del partido rojo, y los políticos rojos fingen rivalidad con los políticos azules, las masas se comportan bovinamente como forofos, conteniendo la respiración con cada embate público entre esos dos equipos, y siempre manteniéndose sumisas a ambos.
Finalmente, si su equipo vence en las próximas elecciones, ¡ahí sí las cosas podrán finalmente mejorar!
O sea, la política no sólo extrae la energía de nuestras vidas, sino que también hace a las personas mucho más propensas a la sumisión y a seguir órdenes de manera automática. «No me gusta el partido A que está en el poder; preferiría que el partido B estuviera en el control, así sí estaría satisfecho». Eso es realmente peligroso.
No importa a quien vote, el gobierno siempre vencerá.
Cuando las personas piensan en el gobierno, normalmente se imaginan a un grupo de 600 personas en la capital federal tomando algunas decisiones racionales. La verdad, sin embargo, es que el gobierno está compuesto por millones de empleados, siendo imposible que dimita la aplastante mayoría. Para empeorarlo todo, océanos de dinero pasan por las manos de esas personas diariamente. Ese arreglo es totalmente propicio al abuso de poder, y siempre lo será. Se trata de un problema estructural, el cual no puede resolverse «votando a las personas correctas».
Fue Jeffrey Tucker quién mejor resumió la situación:
No es la clase política quien manda. […] Los políticos vienen y van. La clase política es sólo el barniz del estado; es sólo su cara pública. No es el estado propiamente dicho. Quién de hecho comanda el estado, quien estipula las leyes y las impone, es la permanente estructura burocrática que comanda el estado, estructura que está formada por personas inmunes a las elecciones. Son estos, los burócratas y los reguladores, los que componen el verdadero aparato controlador del gobierno.
O sea, la estructura del gobierno es, por naturaleza, corrupta y abusiva, y continuará siéndolo hasta que la propia estructura sea cambiada. Las simples elecciones, aunque «las personas correctas sean elegidas», no alterarán esa estructura.
La política está siempre esforzándose para hacernos creer que las cosas mejorarán… tan pronto como derrotemos al partido enemigo, claro. Sólo que, independientemente de nuestras esperanzas, siempre vamos a acabar lidiando con algo llamado «gobernanza efectiva». En otras palabras, nada cambiará, aunque las caras que aparecen en la televisión cambien de cuatro en cuatro años.
La política se basa en la superstición.
Arraigada en la práctica de la política está una superstición: si protestamos lo suficiente, y de la manera correcta, conseguiremos lo que queremos, y sin correr ningún riesgo.
En otras palabras, queremos creer que la política nos suministra una solución fácil, y que nuestras reclamaciones tienen poderes mágicos.
Si queremos que las cosas sean diferentes, entonces tenemos que actuar para hacerlas diferentes. Sólo que la política aniquila esa posibilidad al hacer las personas más pasivas y al hacerlas creer que las meras manifestaciones verbales tienen poderes mágicos, y que la pasividad es una virtud.
O sea: hay millones de personas decentes y capaces que pueden perfectamente resolver sus propios problemas, sin tener que recurrir a los políticos; sin embargo, esas mismas personas fueron condicionadas para jamás actuar por cuenta propia y para creer que pueden conseguir lo que quieren – sin correr ningún riesgo – sólo manifestándose y utilizando las palabras correctas.
La política, por lo tanto, creó una mentira atractiva y demasiado irresistible para ser ignorada: cambie el mundo sin dolor, sin esfuerzo, sin riesgos.
No sólo esa promesa es una lamentable superstición, si no que también desestimula a las personas a esforzarse realmente para cambiar el mundo. ¿Por qué gastar sangre, sudor y lágrimas si puede sólo reclamarse y obtener los mismos – o hasta mejores – resultados?
La política es prehistórica.
Dediqué buena parte de mi vida a estudiar nuestro pasado, y aprendí que el sistema de hombres gobernando hombres fecha del año 6.400 a.C. El tipo de gobernanza que más se asemeja a la nuestra comenzó alrededor de 5.000 a.C. Asambleas bicamerales (como Senado y Cámara de los Diputados) ya existían en 2.500 a.C.
O sea, son cosas que ya existían en aquel periodo de tiempo que convencionalmente denominamos «prehistoria».
Luego, he aquí mi pregunta: ¿por casualidad hay algo más que ya existiera antes que las pirámides de Egipto y que aún siga gobernando nuestras vidas hoy?
El hombre ya no tiene que labrar la tierra manualmente. Ya no tiene que utilizar rocas para hacer fuego. Ya no tiene que utilizar carros. Ya no depende de la tracción animal. Aprendimos a escribir, a inventar, a navegar, a recorrer en pocas horas enormes distancias en el globo, a conducir, a volar, a llegar a la luna etc.
Y, aun así, esa reliquia de nuestro pasado más primitivo aún permanece. Si hay un área de la vida en que los humanos han fracasado y en nada han evolucionado, es la política.
Por lo tanto…
Ya he expresado mi punto de vista. Y usted tiene toda la libertad para interpretarlo como quiera. Puedo sólo confiarle que, desde que me alejé de la política, me volví un individuo más feliz, más productivo, menos amargado y menos rencoroso. Y me gustaría que eso también le pasara a usted.