LA FALSA PANACEA DE LAS “SOLUCIONES POLÍTICAS”

 

-Ubiratan Jorge Iorio- 

  Paul Johnson demostró magistralmente en su extraordinario libro Tiempos Modernos, ya en el primer capítulo titulado «Un mundo relativista», que el mayor mal de nuestros tiempos, que comenzó a desarrollarse a fines del siglo XIX, ganó fuerza el siglo pasado y persiste hasta nuestros días, es la creencia en las llamadas «soluciones políticas». Johnson argumenta con buena fundamentación que esa plaga tiene como causa la «muerte de Dios», decretada como «medida provisional» emitida por Nietzsche (que, paradójicamente, fue un defensor del libre mercado) y que dejó Occidente al descubierto, con un vacío de poder que acabó siendo llenado por el mito de la «voluntad política». En dicho capítulo muestra que la relativización del mundo fue incorporada por intelectuales que siguieron a Nietzsche: en 1915 casi nadie entendió lo que Einstein- que nunca fue un relativista moral- quería decir con su teoría de la relatividad y, de manera equivocada, llevaron la cosa para el lado moral. De esta forma pasaba a no existir más lo correcto y lo equivocado, porque, finalmente, «todo es relativo». Johnson cita el psicoanálisis de Freud y la economía de Keynes como resultados de esa relativización moral.

  No pretendo aquí discutir religión, sino tan solo resaltar que fue a partir de esa génesis relativista que los valores morales hasta entonces incuestionables y aceptados voluntariamente durante siglos en nuestras sociedades pasaron a ser «relativizados»: así, valores fundamentales como la propiedad privada y las libertades individuales comenzaron no sólo a ser cuestionados bajo el punto de vista moral o jurídico, sino atacados bajo el pretexto de que cabría a los estados (es decir, a personas exactamente iguales a la demás) tomar las decisiones más importantes en todos los campos de la existencia humana, ya que los iluminados del gobierno sabrían lo que era mejor para todos, para el colectivo, para el hormiguero humano, para lo «social».

  ¿Se ha parado a pensar en el mal que eso representó y continúa representando para la humanidad? Si aún no lo hizo, convénzase de que las mayores barbaridades del siglo XX- a saber, el comunismo y el nazismo- fueron consecuencias directas de ese vacío de poder, del que se aprovecharon verdaderos monstruos como Hitler, Lenin y decenas de otros. Ya que no existía más una verdad absoluta, tradicional y consagrada hace siglos y que forjó toda la civilización occidental, entonces todo, prácticamente todo, podía ser relativizado. Muchos millones de asesinados pagaron el precio de esa locura, o porque se oponían a la ideas de los dictadores o porque pertenecían a las «clases» o «razas» tenidas por ellos como lesivas o perjudiciales a los intereses de los mandatarios. Fue la fase- y, por increíble que parezca, aún no hemos salido de ella, basta con fijarse en algunos de los actuales gobiernos de América del Sur- del poder por el poder.

  En otro soberbio libro, Los intelectuales, Paul Johnson muestra como muchos de ellos, sin ni siquiera haber agarrado jamás un martillo para clavar un cuadro en una pared, pasaron a dictar, sentados en mesas de bares, lo que era bueno y lo que era malo, siempre de acuerdo con su punto de vista, considerado obviamente como superior al del hombre común, que es aquel que hace funcionar el mundo real. Goebbels y Antonio Gramsci (especialmente el segundo), Sartre y otros- todos celebrados como «mentes brillantes»- dieron el toque final a ese proceso de imbecilización colectiva con fantasías de buenas intenciones, y ¡ay de quienes se oponían- o aún se oponen- a esa horda de barbarismo revestida de «modernidad»! La última manifestación de esa endemia que se transformó en epidemia y después en pandemia es la llamada «dictadura de lo políticamente correcto».

  Así, si Fulano robó a alguien, la culpa no fue de él, sino de la «sociedad»; si Mengano violó a una mujer, la culpa fue del «sistema»; si alguien fuma un cigarrillo en un estadio de fútbol se le ve como a un paria; si un zaguero comete una falta violenta contra un adversario e inmediatamente levanta los brazos para hacer ver al árbitro que no hizo nada, es visto como natural, pues todos hacen así; si un diputado desvió recursos públicos para su cuenta personal, el culpable es el «capitalismo» que endiosa el dinero; si los magistrados colocan a parientes en empleos públicos ganando altísimos salarios, está claro que no debe haber ninguna culpa, pues, finalmente, todo ello es natural; lo que vale es el momento, es el placer, el hedonismo, las ganancias fáciles, la vida de la cigarra, ya que las hormigas son tremendamente «conservadoras» porque valoran el trabajo arduo y el ahorro.

  ¿Quién aún no oyó algún comentario del tipo «no se meta en eso, porque fue una «decisión política» de la dirección de la empresa»? ¿O, en la universidad, «no cuestione esa decisión, porque fue apoyada por el rector», o, aún, «tal medida fue una decisión política del ministro»? ¿Se han parado a pensar en esos absurdos aceptados como verdades incuestionables o como meras órdenes a ser cumplidas? ¿Se han dado cuenta que eso va minando la capacidad de raciocinio de las personas, o sea, va deshumanizando al hombre?

  He ahí la verdad, amigos míos, clara como el agua más cristalina, pero que la inmensa mayoría no consigue entender, porque fue habituada, enseñada, adoctrinada, bombardeada para actuar como bueyes a la llamada del boyero: estamos viviendo en una sociedad que cada día se deshumaniza más, en que la dignidad de la persona humana de poco o nada vale. Esa creencia ciega en las pretendidas «soluciones políticas» fue inoculándose en las personas paso a paso, lenta y calculadamente y se propagó por los cuerpos de las sociedades como un veneno mortal.

  Es urgente combatir el relativismo moral y sus «soluciones políticas», comenzando por el rescate de la familia y sus valores, de la importancia de la formación moral de los niños por parte de los padres (y no de los profesores de Historia enteramente embriagados de marxismo) y de lo imprescindible de la libertad responsable, que es aquella libertad de escoger sabiendo lo que es correcto y lo que no es correcto.

  En la economía, desde que Keynes, en otra «medida provisional», estableció la máxima, tenida por casi todos los economistas como incuestionable, de que ahorrar hace daño a la salud de la economía y gastar hace bien (un tremendo y gigantesco giro en los fundamentos morales de la ciencia económica) las «soluciones políticas» pasaron a sustituir las decisiones individuales voluntarias, los mercados pasaron a ser vistos como un peligro para los pobres y los ministros de la Hacienda y los presidentes de los bancos centrales como grandes iluminados salvadores de sus patrias. El resultado de esa inmoralidad representada por el keynesianismo puede ser visto fácilmente, como un relámpago en una noche oscura: déficits presupuestarios crecientes, endeudamiento público mayor que el «tamaño de la economía», inflación, desempleo, crisis encima de crisis y generaciones de jóvenes que no encuentran empleos, como viene sucediendo en Europa, antes celebrada como un paraíso de la socialdemocracia.

  James Buchanan y Gordon Tullock, los dos principales autores de la Public Choice School, mostraron claramente que Keynes, un inmoral reconocido, había politizado la teoría económica y su trabajo fue justamente hacer lo opuesto: llevaron los principios básicos de la teoría económica al análisis del proceso político y concluyeron que los llamados «hombres públicos», al igual que los mortales comunes, actúan de acuerdo con sus propios intereses y no con miras al llamado bien común. O sea, los políticos actúan- para usar el argot económico convencional- con la intención de «maximizar su utilidad» y no la de sus electores.

  Y, desde sus comienzos con los escolásticos tardíos, pasando por su fundador Menger y por Mises, Hayek, Rothbard, Kirzner y prácticamente todos sus economistas, la Escuela Austríaca de Economía siempre se posicionó contra la falsa panacea de las «soluciones políticas», porque siempre entendió con gran claridad- y con una metodología bastante superior a la de las escuelas rivales- que los mercados son procesos de intercambio voluntario que jamás pudieron, pueden o podrán ser sustituidos por pretendidas «soluciones», que de soluciones nada tienen. Hayek, en especial, mostró, especialmente en su famoso artículo “El uso del conocimiento en la sociedad”, que el conocimiento, en términos de asuntos sociales, es siempre insuficiente y se presenta de forma dispersa. Y que los planificadores de los gobiernos no son superhombres que se sitúen por encima de ese hecho elemental.

  Por lo tanto, nada mejor que los propios implicados en las situaciones concretas para resolver sus problemas concretos. Las «soluciones políticas» ya nacen condenadas al fracaso. En verdad, son, por sí mismas, sinónimo de fracasos. La Escuela Austríaca de Economía es moralmente superior a la demás porque respeta los principios, valores e instituciones de una sociedad libre y virtuosa. El texto de Hayek, claramente, es una defensa del conocido Principio de la Subsidiariedad, que se basa en la idea de que es moralmente errado retirar la autoridad y la responsabilidad inherentes a la persona humana para entregarla a un grupo, porque nada puede ser hecho mejor por una organización mayor y más compleja de lo que puede ser conseguido por las organizaciones o individuos implicados directamente con los problemas. La subsidiariedad parte de tres importantes aspectos de la propia existencia humana: la dignidad de la persona humana, la limitación del conocimiento enfatizada por Hayek y la solidaridad.

  Por todo eso, y como estoy harto de decir y escribir, tenemos una tarea gigantesca por delante, que es la de hacer que las personas vuelvan a tener noción de que hay actos moralmente correctos y actos moralmente errados, tanto en el campo de la economía, como en el de las relaciones personales, en el de la actividad política, en la práctica de los deportes, finalmente, en todas nuestras acciones. Obviamente, hay acciones que pueden ser consideradas moralmente neutras, pero la mayoría de nuestras elecciones refleja los valores morales que recibimos desde muy temprano y que desarrollamos con el pasar de los años.

  Esa tarea enorme y hercúlea que tenemos por delante, a mí ver, transciende etiquetas de cualquier naturaleza. No me agradan esas etiquetas. Nunca me agradaron, porque son superficiales. En términos de filosofía moral, soy un «conservador», pero en términos de teoría económica, soy un «libertario». De forma semejante, alguien puede ser un «progresista» en términos morales, pero un «conservador» en términos políticos.

  Por encima de las etiquetas, tenemos que luchar contra la panacea de las «soluciones políticas», que sobrevuelan como buitres sobre la carroña. Si mostráramos que estamos vivos, meneándonos, luchando, ahuyentaríamos a los buitres. Y si queremos saber cuál es el nido de los cuervos, veremos que es el relativismo moral.

*Artículo cedido por el Instituto Mises Brasil (versión Portugués).