COMO EL FEMINISMO SE EQUIVOCA EN RELACIÓN AL CAPITALISMO
– Iván Carrino –
He terminado de leer el libro Economía Feminista – Cómo construir una sociedad igualitaria (sin perder el glamour), escrito por la doctora en economía Mercedes D’Alessandro, una de los principales iconos del feminismo mundial.
En el libro, la economista- que posee formación marxista y se declara feminista- propone un análisis centrado en la desigualdad. Pero no en la desigualdad de riqueza o de patrimonios, sino en la desigualdad de género. O sea, en la desigualdad entre hombres y mujeres.
Según D’Alessandro, la sociedad actual presenta una gran disparidad entre los géneros, evidenciada en las diferencias de salarios y en el peso que las tareas del hogar ejercen sobre la mujer. Esas disparidades de género, sentencia la autora, son culpa del capitalismo.
La solución propuesta, aunque nunca sea explícitamente declarada en el libro, pasa por una mayor regulación estatal.
La obra es un buen resumen de los puntos de vista económicos del movimiento feminista. No obstante, adolece de contradicciones y de problemas de argumentación. Por encima de todo presenta un diagnóstico errado sobre la situación actual.
La primera gran inconsistencia surge inmediatamente en su propuesta. Según D’Alessandro, su libro «se propone pensar una forma de organización social en la que las mujeres tengan una función diferente de la que tienen hoy».
La pregunta que inmediatamente surge es: exactamente, ¿a qué función se refiere? ¿A la de una profesional independiente de 40 años de edad? ¿A la de una profesora de escuela primaria? ¿A La de una CEO de una gran empresa? ¿A La de Christine Lagarde, directora mundial del FMI?
¿No sería un tanto pretensioso por parte de la doctora D’Alessandro el auto-arrogarse la representación de todas las mujeres del planeta y presuponer entonces que ejercen hoy un papel que no desean?
El segundo punto controvertido es que la doctora D’Alessandro sostiene que el trabajo doméstico (según sus estadísticas, 9 de cada 10 mujeres realizan ese tipo de trabajo independientemente de tener o no un empleo fuera de casa) es un empleo no-remunerado, y eso equivale a una explotación.
Esta idea es falsa.
Imagine una pareja cualquiera. Los dos miembros voluntariamente llegan a la decisión de que uno de ellos permanecerá cuidando del hogar. De mutuo acuerdo, «A» organiza la vida del hogar mientras «B» sale al mercado para trabajar diariamente en pago de un salario. En muchas familias, este es exactamente el arreglo vigente.
Siendo así, es un hecho que A realiza un trabajo dentro del hogar, de la misma manera que B lo realiza fuera del hogar. Sin embargo, no es correcto decir que A no sea remunerado por lo que hace.
En definitivo, la renta de B se transforma en la renta familiar, y sirve para proveer a todo el grupo. En este caso, la familia, o la pareja, funciona como un equipo que divide las tareas. Sin embargo, ambas tareas son remuneradas. B trabaja en el mercado en pago de un salario, el cual también será usufructuado por A.
Por tanto, A también recibe una remuneración, la cual se da en la forma de un techo bajo el cual vivir, en la capacidad de consumir lo que ambos decidan comprar (o en la capacidad de consumir todo aquello que A quiera, siempre que quepa en la renta mensual de B), en poder usufructuar un viaje de turismo, etc.
Esa idea de que el trabajo doméstico no es remunerado sería la más infeliz del libro si no fuera por la incoherente crítica que la autora hace al capitalismo. D’Alessandro afirma que «en una sociedad configurada por relaciones monetarias, la falta de salario transformó una forma de explotación [las tareas domésticas] en una actividad normal».
Pero el hecho es que, gracias al capitalismo, la mujer tiene un papel cada vez más importante en el mercado de trabajo. De acuerdo con Steven Horwitz:
Dos fenómenos comenzaron a ocurrir el siglo XX, los cuales, al final, alteraron aquello que hasta entonces era visto como un arreglo familiar estable. Primero, la innovación tecnológica lentamente comenzó a producir máquinas (como la lavadora y el aspirador) que redujeron el tiempo de trabajo utilizado en las tareas domésticas. Segundo, el crecimiento económico impulsado por la economía de mercado aumentó la demanda por mano de obra (inclusive femenina) y continuó elevando el poder de compraventa de los salarios.
O sea, gracias al crecimiento de la economía de mercado, es cada vez menos necesaria la presencia permanente de una persona en el hogar para las tareas domésticas, de modo que la idea básica de «un hombre trabajando y una mujer dentro de casa» va perdiendo sustentación.
De hecho, es exactamente en economías poco capitalistas (“atrasadas”) en las que hay una más pequeña oferta de herramientas y máquinas que hacen las tareas domésticas. Las lavadoras, los lavavajillas, las aspiradoras y los secadores- instrumentos que reducen la carga de las tareas domésticas- son bienes caros y de oferta limitada en los países poco capitalistas, exactamente el arreglo defendido por la doctora D’Alessandro.
Lo más curioso es que la propia doctora D’Alessandro reconoce que el capitalismo generó un avance-desde el punto de vista feminista- en la participación de la mujer en el mercado de trabajo. Según su libro:
En los años 1960, solamente 2 de cada 10 mujeres trabajaban fuera de casa. Hoy, son casi 7 en cada 10.
Adicionalmente, el libro afirma que, en los EUA, por cada dólar pagado a un hombre, una mujer recibe, de media, 79 centavos de dólar. Sin embargo, la propia autora reconoce que, hace 50 años, ese valor era de 59 centavos de dólar, lo que significa que creció nada menos que 20 puntos.
Finalmente, la autora también reconoce la mejora ocurrida dentro del mundo corporativo:
En las últimas décadas, las mujeres mejoraron su acceso a altos cargos. Según el censo de Estados Unidos, en 1980, solamente el 7% de las mujeres poseía un empleo administrativo o presidencial, siendo que tal cifra era del 17% para los hombres. En 2010, esta diferencia ya había prácticamente desaparecido.
A pesar de reconocer esas tendencias favorables, la doctora D’Alessandro no deja de afirmar que «las diferencias salariales entre hombres y mujeres ya duran más de doscientos años y no hay señales de que irán a cambiar sustantivamente».
Sólo que esa afirmación de la doctora está en total contradicción con las cifras que ella misma mencionó sólo algunos párrafos antes.
La verdad es que la economía feminista parte de una premisa totalmente equivocada: considera que todas las mujeres forman un grupo único y homogéneo, sin atender a todos los matices y diferencias que existen entre los miembros de ese grupo. O sea, en vez de partir de un análisis individual, el feminismo recurre directamente a la agregación colectivista, suponiendo de esta forma que todas las mujeres son iguales y quieren exactamente los mismos objetivos.
Algo que comienza con presuposiciones equivocadas difícilmente va a llegar a conclusiones correctas y lógicas.
En segundo lugar, la economía feminista asume erróneamente que toda actividad que no tenga un salario monetario como contrapartida equivale a explotación.
Por último, acusa incoherentemente al capitalismo por las desigualdades, cuando fue exactamente este sistema el que más hizo para mejorar las condiciones de vida tanto de los hombres como de las mujeres. Principalmente, fue el sistema que liberó a las mujeres de la necesidad de casarse sólo para obtener un sostén económico.
El feminismo se equivoca en relación al capitalismo. Y, al condenarlo, está jugando contra sus propios intereses: el mayor bienestar económico de las mujeres alrededor del mundo.
En un mercado de trabajo con libertad de contratación y despido, es imposible que haya divergencias salariales entre hombres y mujeres en como causa únicamente de discriminación.
Y esto por un motivo puramente económico: si hubiera tal discriminación, cualquier empleador iría a obtener beneficios fáciles contratando mujeres y despidiendo hombres, ya que las mujeres podrían recibir un salario más pequeño para hacer exactamente el mismo trabajo. La competencia entre los empleadores tendería, entonces, a elevar los salarios de las mujeres y, así, a abolir cualquier diferencia salarial que posiblemente exista.
Por tanto, siempre y en cualquier ocasión que haya cualquier tipo de discriminación salarial- y esto vale no sólo para géneros, sino también para color de piel, religiones, etnias etc.-, el capitalismo abolirá tal situación. Y el motivo esencial es que un empleador que permita que sus prejuicios nublen su juicio estará así creando una oportunidad de beneficio para sus competidores.
Una mujer que produce 75.000 $ por año en ingresos para su patrono, pero que recibe, digamos, 20.000 $ menos que un empleado masculino igualmente productivo, podrá ser contratada por un competidor por, digamos, 10.000 $ más de lo que recibe hoy y aun así permitir que este nuevo empleador se embolse los 10.000 $ de diferencia.
A medida que este proceso de competencia se profundice se producirá la elevación de los salarios femeninos al punto de paridad con los salarios masculinos si la competencia salarial es lo suficientemente vigorosa.
Pero hay otros factores en esa cuestión de la divergencia salarial entre hombres y mujeres. Por ejemplo, en términos generales, la probabilidad de las mujeres salgan de la fuerza de trabajo por un periodo de tiempo- a causa de embarazo, crianza y educación de hijos y otras tareas (de las cuales la mayoría de los hombres esquiva)- es mayor que la de los hombres. Las mujeres son mucho más propensas que los hombres a ausentarse del mercado de trabajo por un periodo de tiempo (años) para dedicarse a la familia. Y aunque no hagan eso, tienden a gastar mucho más tiempo que los hombres cuidando de los niños y de las tareas domésticas. Consecuentemente, se quedan atrás de sus compañeros hombres en términos de acumulación de capital, productividad y salarios.
Sin embargo, explicaciones mucho más explosivas sobre las diferencias salariales se pueden encontrar en el libro del profesor James T. Bennett, del departamento de economía de George Mason University, titulado The Politics of American Feminism: Gender Conflict in Contemporary Society.
En este libro, el profesor Bennett enumera más de veinte motivos por los que los hombres ganan más que las mujeres. Acumulativamente, tales motivos explican por completo la existencia de cualquier «disparidad salarial», aunque el propio Bennett crea que la discriminación salarial por género no sea algo inexistente.
Los motivos, basados en generalizaciones respaldadas por voluminosas estadísticas, son:
Los hombres tienen más interés por la tecnología y las ciencias naturales que las mujeres.
-Los hombres son más propensos a aceptar trabajos peligrosos, y en tales empleos se paga más que en empleos más confortables y seguros.
-Los hombres son están más dispuestos a exponerse a climas inclementes en su trabajo, y son compensados por eso («diferencias compensatorias» en el lenguaje económico).
-Los hombres tienden a aceptar empleos más estresantes que no sigan la típica rutina de ocho horas de trabajo en horarios convencionales.
-Muchas mujeres prefieren la satisfacción personal en el empleo (profesiones dedicadas a la asistencia a niños y ancianos, por ejemplo) a salarios más altos.
-A los hombres, en general, les gusta correr más riesgos que las mujeres. Mayores riesgos llevan a recompensas más altas.
-Los horarios de trabajo más atípicos pagan más, y los hombres son más propensos que las mujeres a aceptar trabajar en tales horarios.
-Los hombres tienden a «actualizar» sus cualificaciones de trabajo más frecuentemente que las mujeres.
-Los hombres son más propensos a trabajar en jornadas más largas, lo que aumenta la divergencia salarial.
-Las mujeres tienden a tener más «interrupciones» en sus carreras, principalmente a causa del embarazo, de la crianza y de la educación de sus hijos. Y menos experiencia significa salarios más pequeños.
-Las mujeres presentan una probabilidad nueve veces mayor que los hombres de salir del trabajo por «razones familiares». Menos tiempo de servicio lleva a salarios más pequeños.
-Los hombres trabajan más semanas por año que las mujeres.
-Los hombres presentan la mitad de la tasa de absentismo que las mujeres.
-Los hombres están más dispuestos a soportar largos viajes diarios a la localización del trabajo.
-Los hombres son más propensos a transferirse a localizaciones indeseables a cambio de empleos en los que se paga más.
-Los hombres son más propensos a aceptar empleos que exigen viajes constantes.
-En el mundo corporativo, los hombres son más propensos a escoger áreas de salarios más altos, como finanzas y ventas, mientras que las mujeres son más predominantes en áreas que pagan menos, como recursos humanos y relaciones públicas.
-Cuando hombres y mujeres poseen el mismo cargo, las responsabilidades masculinas tienden a ser mayores.
-Los hombres son más propensos a trabajar por comisión; las mujeres son más propensas a buscar empleos que den más estabilidad. El primero presenta mayores potenciales de ganancia.
-Las mujeres atribuyen mayor valor a la flexibilidad, a un ambiente de trabajo más humano y a tener más tiempo para los hijos y para la familia.
Por lo tanto, si las mujeres quieren salarios mayores, deberían prestar más atención a estos determinantes y concentrarse menos en cruzadas quijotescas como legislaciones sobre «diversidad e igualdad» que demonizan a empleados y empleadores varones.
Sin embargo, la lógica económica es normalmente suprimida por grupos políticamente correctos que juzgan mucho más fácil y productivo simplemente difamar a aquellos que intentan explicar que hay motivos económicamente racionales para la existencia de eventuales divergencias salariales entre hombres y mujeres.