¿VALE UNA IMAGEN MÁS QUE MIL PALABRAS?

 

  Algún farsante fue el primero en decir que “una imagen vale más que mil palabras”: un farsante con talento para los eslóganes pero con serias deficiencias en lógica y matemáticas. Porque si fuera cierto lo que esa frase absurda proclama resultaría que una imagen vale más que mil palabras pero menos que siete, que son las palabras que ese miserable necesitó para contradecirse. Si fuera cierto lo que afirma esta célebre tontería la versión suprema del Quijote consistiría en 380 dibujos y podrían resumirse diez sonetos de Shakespeare con un emoticono.

  Cualquiera que emplea esa frase lo hace a sus expensas y sabe que miente. Son palabras lo que buscamos en las circunstancias esenciales que definen la existencia de un individuo: los padres se entusiasman con las primeras palabras de sus hijos y a los condenados a muerte se les pregunta sus últimas palabras. Y si algún día decido convertirme en suicida espero tener la decencia de escribir una nota explicando porque me lanzo desde un puente en lugar de sacarme un selfie desde la barandilla

  Con mil palabras puedo hacer una declaración de guerra, resumir la vida de Buda, explicar cómo funciona una lavadora o describir la fotosíntesis. Con mil palabras puedo confesar mis crímenes, repartir mis bienes o escribir los versos más tristes esta noche… ¿Cómo podría hacer todas estas cosas con una imagen? Sólo durante el tiempo que dura la masturbación puede uno llegar a creer que una imagen vale más que mil palabras.

  Debo reconocer que el motivo por el que no creo en esta frase es muy poco original: no creo en ella porque es falsa. Por lo demás me parece tentadora la idea de pasar mis días comparando cosas heterogéneas con afirmaciones categóricas que carecen por completo de sentido: “un sabor sufre más que siete canciones” o “tres sinfonías corren menos que quince batidoras”, por ejemplo.

  Por otro lado, si soy generoso, puedo convertir esta frase en algo que no sea completamente absurdo. Si estoy intentando demostrar en el aeropuerto que no viajo a Washington para matar al presidente, posiblemente valga más la imagen de mi cara en un documento oficial que las mil palabras con que puedo explicarle al señor policía los motivos por los que me olvidé el pasaporte. Pero esto tiene la misma profundidad filosófica que afirmar que un pico y una pala son más útiles que un piano cuando quiero cavar un agujero. Quizá sería igualmente inapropiado resumir esta idea diciendo que “un pico y una pala valen más que mil pianos”

  Es cierto que las imágenes pueden provocar reacciones emocionales muy intensas en lapsos de tiempo muy concentrados, pero eso también lo hace el alcohol. E igual que el alcohol una imagen te dejará más confuso y aturdido de lo que estabas… a menos que tengas mil palabras que te ayuden a entenderla. Una foto de una niña desnuda gritando por el dolor de terribles quemaduras puede hacerme estremecer por los horrores de la guerra de Vietnam, pero difícilmente podrá explicarme donde queda Vietnam y por qué demonios había allí una guerra.

  Por otra parte, enfatizar demasiado el valor de las palabras también tiene sus riesgos. Supongamos que alguien me declara su amor de una forma muy hermosa. Sólo si soy un petimetre superficial y hueco le daré más importancia a su vocabulario antes que al amor que me profesa. Lo que es natural porque el amor es más bien escaso mientras que las palabras abundan. Esta es la razón principal de su bajo valor: su excesiva oferta. Siempre tendremos palabras colgando de los labios, esperando ansiosas a salir de nuestras bocas como las balas de una ametralladora disparada al cielo por un lunático. El hombre posee lenguaje articulado lo que lo faculta para convertirse en un manantial inagotable de excusas, un pozo sin fondo de naderías, un torbellino de insultos y un manual de confusiones.

  Un oso puede comerme vivo pero no me aburrirá hasta la muerte contándome lo pesadas que son sus digestiones. Un tiburón puede despedazarme pero no me insultará con justificaciones sobre la violencia de la naturaleza. Sin embargo un conocido me asaltará por la calle con una retahíla de nimiedades o un filósofo pondrá sitio a mi dicha contándome insensateces y ambos me dejarán deseando que un oso me coma vivo o que un tiburón me despedace.

  De la misma forma también las imágenes tienen sus ventajas. Así, por ejemplo, es bastante razonable pensar que la forma de arte más cercana a ciertas enseñanzas cruciales de la Escuela Austriaca es el cine. La representación de la acción humana es la esencia del cine, no en vano lo primero que grita un director al rodar una escena es ¡acción!

  Las mejores obras cinematográficas destacan por ser capaces de representar en imágenes las decisiones que toman los personajes de una película. El carácter de los personajes se demuestra, así, en el desarrollo de la trama, no a través de las declaraciones que efectúan sino mediante las acciones que realizan. Y esta es una ilustración de un principio esencial de la Escuela Austriaca de Economía: el principio de la preferencia demostrada. La preferencia se demuestra a través de la acción no mediante declaraciones. Si yo afirmo que me gustan la vida sana y los placeres sencillos, mientras consumo mis días en fumaderos de opio y peleas de gallos es evidente que mis acciones revelan mis preferencias mejor que mis discursos.

  Por lo tanto, y en definitiva, aunque no estoy de acuerdo en que una imagen vale más que mil palabras sí creo que es razonable presentar una cierta desconfianza ante aquellos que intentan convencerme con argumentos. Los conozco demasiado bien: esos miserables son como yo.