¿QUÉ SERÍA DE NOSOTROS SIN EL CAPITALISMO?
– João Luiz Mauad –
Aproveché el sábado para salir y hacer un programa poco usual, por lo menos para mí. Necesitaba comprar un par de tenis, además de deberle a mi mujer una visita al cine. Era la hora, por lo tanto, de enfrentarse a las penurias de un centro comercial.
A quién es averso a los tumultos, un centro comercial abarrotado el sábado por la tarde puede resultarle un martirio de los grandes. Por eso, aquel fin de semana parecía el momento ideal, ya que la ciudad estaría vacía y debería haber mucha menos gente de lo normal.
La primera parada fue en el cine. Un enorme complejo, con casi veinte salas, modernas y comodísimas, sonido e imagen perfectos. La entrada fue cara, ya que estamos entre aquellos que financian la beneficencia de los políticos con ancianos y estudiantes, además de las contumaces malas artes de los falsificadores. Ese, de hecho, es uno de los motivos que me alejó de los cines, ya que, como todo el mundo, no me gusta hacer el papel de pardillo.
Sin embargo, como muy bien me recordó mi mujer, yo no estaba allí para enfadarme, sino para divertirme.
Tras la película, una parada para una cerveza. El bar quedaba en frente a la salida del cine, en un punto estratégico, cuyo alquiler debe costar una fortuna. El sujeto sale del cine, con sed, y es casi imposible resistir la visión de ese letrero luminoso.
El servicio, sin embargo, era muy malo. El camarero tardó una eternidad para atendernos y la cerveza no era buena. De esta forma, pensé, estos tipos no durarán mucho tiempo en este local. Salimos de allí corriendo, ya que un poco más adelante había otro bar.
Esta vez, no hubo error y degustamos una deliciosa cerveza helada, cremosa, con espuma al punto correcto, sin hablar de la atención cordial y eficiente.
He ahí una de las grandes ventajas del régimen de competencia. Si no me gusta un producto o servicio, el consumidor es libre para buscar otro proveedor. La fuga de los clientes – y la consecuente pérdida de ingresos – es, de hecho, el mayor castigo que los empresarios ineficientes pueden recibir, mucho más efectivo y doloroso que cualquier multa prevista en los famosos códigos de defensa del consumidor.
La tercera parada fue en la zapatería. Confieso que, actualmente, las opciones son tantas que se hace difícil la elección. Había centenares de pares allí expuestos, en los colores y modelos más variados posibles. Los precios, nuevamente, eran elevados, sin embargo, si recordamos que cerca del 50% del precio son impuestos, no debemos crucificar al comerciante.
Escogí, inicialmente, tres modelos para experimentar. No me gustó ninguno de ellos y pedí al dependiente ver otros dos. Él sonrió y corrió a buscarlos. Mientras esperaba, le comenté a mi mujer el hecho de que el empleado hubiera permanecido cordial y solícito, aunque yo fuera un cliente molesto e indeciso. Ya iba a comenzar uno más de aquellos discursos sobre la soberanía del consumidor en el capitalismo, o de como los intereses individuales de aquel vendedor están condicionados a mi satisfacción, cuando (para suerte de mi mujer) el muchacho regresó.
Mientras esperaba en la fila del cajero, mi vena de administrador razonaba sobre el destino del dinero que yo dejaría allí. Una parcela sería destinada a pagar los salarios del dependiente, de los empleados, de los operarios administrativos. Otra parte serviría para el alquiler de las instalaciones, para los impuestos, tasas, emolumentos y comisiones. Un buen pedazo proporcionaría la reposición del stock, que supone costes de transporte, almacenaje, más impuestos etc. La última porción, probablemente la más pequeña de todas, sería contabilizada como beneficio y, aun así, sólo tras pagar todos los demás costes y gastos inherentes al negocio.
He ahí un lado de la moneda que mucha gente ignora o en el que ni siquiera piensa al respecto. La mayoría entra en una tienda de esas, examina las mercancías expuestas, pregunta a los empleados y, al final, se va sin comprar nada. Forma parte del negocio. Cabe a nosotros, y solamente a nosotros, los consumidores, decidir, voluntaria y espontáneamente, si intercambiaremos nuestro dinero por algún producto o no. Nadie puede forzarnos a nada. Si yo, por ejemplo, tras haber experimentado todos aquellos pares de tenis, resolviera finalmente que ninguno de ellos me agradó, no tendría que hacer frente a penalización alguna.
Un pensamiento lleva a otro y comencé a imaginar cuánto habrían invertido en instalaciones, stocks, entrenamiento, etc., los dueños de aquella tienda sin que tuvieran ninguna garantía de que yo, un día, entraría allí dispuesto a intercambiar mi dinero por uno de los productos del escaparate. O, yendo un poco más adelante, de que otros miles de consumidores fueran a entrar, mensualmente, en aquel establecimiento para comprar sus mercancías, en la cantidad y velocidad necesarias para que el negocio fuera lucrativo.
Concluí que fueron necesarios algunos centenares de miles de reales – invertidos, repito, sin ninguna garantía de retorno.
Y entonces, pensé, ¿qué hace la tienda con los eventuales beneficios, tras pagar todos los gastos? Probablemente, reinvierte la mayor parte de ellos en el propio negocio. Sin embargo, ¿por qué deberían los dueños de aquella empresa reponer aquel par de tenis que yo había acabado de comprar o invertir en la ampliación del negocio? Competición. Si quieren permanecer en el negocio, tienen que ofertar siempre lo que haya de más moderno en el mercado, a un precio siempre más barato, bajo el riesgo de ser tragados por la competencia. Todo eso sin ninguna garantía de que mañana las ventas no caerán o que los clientes no irán a descubrir un competidor mejor.
Pensándolo bien, no es nada fácil la vida de los capitalistas. Y, sin embargo, esas personas son, frecuentemente, las más calumniadas. Nadie piensa en cuántos empresarios se «rompen la cara» todo el santo día, por los más variados motivos, y que solamente una minoría consigue sobreponerse a los percances y establecerse. O que los grandes y odiados magnates son personas cuya renta proviene, en la mayoría de las veces, del empeño para satisfacer al consumidor y de los riesgos inherentes a su actividad.
Casi nadie se para y piensa en que el ahorro de generaciones puede volverse polvo, de la noche a la mañana, bastando para eso la despreocupación o la interferencia nociva de la pesada mano de los gobiernos. La mayoría sólo acostumbra a mirar, con gran envidia, la riqueza de unos pocos «privilegiados».
Pagué por los tenis que compré y me despedí del solícito vendedor con un «muchas gracias». La respuesta de él fue: «muchas gracias, señor». Se han dado cuenta como esa suele ser la despedida tipo, siempre que compramos alguna cosa. Y, pensándolo bien, el doble «gracias» tiene todo el sentido. Se concluía allí una transacción que fue benéfica para todos los implicados. Yo dije «gracias» porque adquirí algo que valía, para mí, más que el dinero que di a cambio. El vendedor agradeció sí mismo, ya que ciertamente se había acabado de embolsar una comisión, y por los dueños de la tienda, que hicieron un cambio también lucrativo. Al final, todos salieron ganando.
Esta es la esencia de los cambios comerciales y la clave de la magia que ocurre millones, billones, trillones de veces todos los días alrededor del mundo. Ocurre en toda transacción económica voluntaria que se emprende en virtud de la elección humana. Ambas partes – compradores y vendedores – se benefician.
(Está claro que un individuo puede cambiar de idea más tarde y arrepentirse de la transacción. El futuro es incierto y los seres humanos son volubles. Sin embargo, al menos en el momento del cambio, mi creencia era la de que yo había mejorado mi situación, de lo contrario ni siquiera la habría emprendido).
Así, cada parte es una benefactora de la otra parte. Este sistema de bienestar mutuo, incesante y universal, lleva a la mejoría de todos. Aumenta la sensación de bienestar individual, que es lo permite decir que eleva el bienestar social cuando todo el mundo está envuelto en la actividad.
Y el estado se hace visible.
Ya era noche cuando salimos del centro comercial en búsqueda de un buen lugar para cenar. Sin embargo, nos encontramos con un enorme atasco, causado por un semáforo estropeado. Perdimos allí casi una hora, gracias a la incompetencia y a la negligencia del servicio público, pues, además del problema eléctrico – probablemente causado por un fallo de mantenimiento -, no había ni un guardia de tráfico para poner orden en aquel tumulto.
«Es notable cómo los servicios públicos, los únicos que pagamos no por opción, sino por la más absoluta coacción, son exactamente aquellos que más dejan que desear» – me quejé, ya de mal humor, tras conseguir pasar el semáforo apagado. «¡Simplemente echa una ojeada al asfalto, lleno de baches y agujeros. Así no hay suspensión que aguante! En compensación, mira cuántos radares para multar el exceso de velocidad. Cuando es para multar, los tipos no economizan. Menos mal que no dependo del estado para conseguir mis zapatos, pues sino andaría descalzo…».
Mi mujer, que conoce hace bastante tiempo el marido irascible que tiene, especialmente cuando es víctima de la ineptitud de los gobiernos, esperó a que acabara aquel largo discurso anárquico para proponer que, en vez de cenar fuera, pidiéramos algo para comer en casa, con lo que estuve de acuerdo de inmediato.
Y el mercado vuelve para salvarnos.
Pedimos, entonces, comida japonesa por el «delivery» habitual. Media hora después, aunque ya estuviera lloviendo en aquel momento, un motorista llamaba a nuestra puerta, trayendo nuestros sushis y sashimis, que, además de deliciosos, trajeron mi buen humor de vuelta.
Mientras pagaba la cuenta al solícito y eficiente repartidor, no por casualidad me acordé de la famosa sentencia de Adam Smith:
No es de la benevolencia del panadero, del carnicero o del cervecero de la que debemos esperar nuestra cena, sino de su empeño en promover sus propios [y legítimos] intereses.
Sabias palabras.
Conclusión.
El hecho de que varias personas no aprecien como deberían las transacciones de mercado proviene de la arraigada idea de que el acto de comprar y vender cosas no posee absolutamente nada de fantástico. Para ellas, tal acto no genera nada de positivo. Por tanto, la sociedad podría perfectamente abolir tal práctica y no empeorar en nada su situación.
Es difícil intentar entender lo que hay en la cabeza de personas que piensan así.
Si es verdad, como argumenté, que un cambio económico equivale a un acto benéfico bilateral, que es un ejemplo de benevolencia mutua difundido por toda la sociedad, entonces se hace claro que la sociedad perdería completamente si no hubiera el máximo posible de oportunidades para la ocurrencia de transacciones económicas.
Cualquiera que defienda el bienestar de la sociedad debería celebrar de manera especial los centros comerciales, las bolsas de valores, el comercio internacional, y todo y cualquier sector en el cual el dinero cambia de manos en pago de activos o bienes. Tal acto significa sólo que las personas están descubriendo maneras de ayudarse las unas a las otras a sobrevivir y a prosperar.
Como escribió el teólogo español del siglo XVI Bartolomé de Albornoz, conocido principalmente por su oposición a la esclavitud,
El acto de comprar y vender es el nervio de la vida humana que sostiene el universo. En el transcurso de este acto, el mundo se unifica, las distancias entre tierras y naciones se acortan enormemente y personas de diferentes idiomas, leyes, culturas y modo de vida se aproximan. Si no fuera por estos contratos, algunos pueblos sufrirían escasez de bienes que otros pueblos poseen en abundancia, y no podrían tampoco compartir los bienes que poseen en exceso con aquellos países que sufren de su escasez.
Si no somos capaces de ver la lógica por detrás de todo acto de cambio y entender cómo nos ayuda a todos, se hace fácil no valorar lo que el mercado y el comercio significan para la sociedad.
Raramente se da al mercado el crédito que merece por ayudar a la humanidad a mejorar su situación económica. En efecto, el mercado no es más que la interacción voluntaria de la humanidad con la intención de mejorar el bienestar público.