La falacia de la ventana rota, popularizada por Frédéric Bastiat, continúa siendo la metáfora perfecta para mostrar las consecuencias de aquello que se ve y de aquello que no se ve.

  Resumiendo, si un gamberro rompe una ventana de una panadería de una pedrada, obligando a su propietario a incurrir en gastos para intercambiarla, un economista keynesiano diría que tal acto de vandalismo fue bueno para la economía, pues, al obligar a gastar dinero por una ventana nueva, no sólo se estimulará el mercado de vidrios, sino que también se estimulará toda la economía. El vidriero tendrá más dinero para gastar con sus proveedores, y los proveedores tendrán ahora más dinero para gastar en otros sectores de la economía. Toda la economía saldrá ganando. La ventana rota proporcionó dinero y empleo en varias áreas.

  Sin embargo, hay consecuencias que no se ven. El panadero se quedará con menos dinero, haciendo que deje de comprar un traje. Si antes habría tenido la ventana y el traje (o el equivalente en dinero), ahora tendrá sólo la ventana. El sastre dejó de ganar dinero. Los proveedores del sastre dejaron de ganar dinero. Lo que el vidriero ganó, lo perdieron el sastre y todo el sector de tejidos. Éstos no podrán gastar este dinero en otros sectores de la economía. Por tanto, no hubo ninguna creación líquida de empleo.

  El economista que sólo ve las consecuencias inmediatas, y que no es capaz de visualizar las consecuencias que no son inmediatamente perceptibles, no es un economista completo.

  En los últimos años, varias personas – al menos en algunos círculos – se han familiarizado con esa ‘falacia de la ventana rota’, y se han dado cuenta de que la política macroeconómica keynesiana no pasa de ser una ‘falacia de la ventana rota’ a gran escala.

  Pero tal vez aún más importante que la ‘falacia de la ventana rota’ sea aquello que podríamos llamar la falacia de la ‘pierna no quebrada’. Se trata de la presunción que fundamenta todos los tipos de intervención estatal en el mercado, tanto en términos macroeconómicos como microeconómicos: la de que los participantes del mercado son perfectamente capaces de actuar de manera más productiva, sólo que, a causa de varios «fallos de mercado», no lo están haciendo, y eso requiere una intervención estatal para estimular las cosas y hacer más productivos a los empresarios.

  ¿Cuál es la principal falacia de este razonamiento? Ignora completamente las incontables maneras con que las propias intrusiones del estado sobre el sistema económico «quiebran las piernas» de los empresarios privados al distorsionar los precios – por medio de la manipulación de los intereses, del control de precios de las tarifas de electricidad y de los combustibles, de la imposición de tarifas proteccionistas para proteger un determinado sector al tiempo que encarece los bienes de capital importados por otros sectores – y al conceder subsidios a sus empresarios favoritos.

  Esas «políticas gubernamentales» generan incertidumbres, penalizan las acciones productivas y subsidian las acciones destructivas, pues castigan a quienquiera emprender para atender a los genuinos deseos de los consumidores y subsidia a quienquiera emprender para atender a los caprichos de los burócratas del estado.

  Suponga que el gobierno invente una política industrial – tanto por medio de tarifas proteccionistas como por la concesión de subsidios directos – con la intención de estimular la producción industrial. Hay un problema: no es capaz de hacerlo de modo neutral. Tendrá que gastar en sectores específicos. Y, consecuentemente, aquellos primeros en recibir el dinero lo gastarán también de manera más direccionada. Adicionalmente, el gobierno tendrá que «mantener su trayectoria», señalando con claridad cuáles son sus planes durante un determinado periodo de tiempo, el cual tiene que corresponder a los horizontes de planificación de los agentes económicos.

  El propio Keynes reconoció que eso es imposible. Como consecuencia, defendía un consistente y persistente control del gobierno sobre la mayor parte de las inversiones. La idea era que la confianza aumentaría en el transcurso de la certeza creada por el hecho de que los empresarios sabrían cuál sería el nivel de los gastos, en que serían invertidos y con qué duración.

  Pero no vivimos en el mundo que Keynes soñó por dos motivos: (1) no se puede confiar en que el gobierno irá a mantener políticas consistentes de largo plazo y (2) Keynes no aceptaba que durante una expansión económica inducida por el gobierno los recursos son sistemáticamente mal asignados y que los gastos gubernamentales privilegiarán sólo a algunos pocos y perjudicarán al resto.

  En nuestro mundo, los empresarios tienen que lidiar con incontables incertidumbres a la vez:

  1. ¿Cómo asignará el sistema político los recursos del estímulo económico? ¿Y por qué periodo de tiempo?
  2. ¿En qué dirección (en qué área) gastarán aquellos que aumentaron sus rentas en el transcurso de la política de estímulos del gobierno?
  3. ¿Cuál será el patrón sostenible de gastos, ahorro e inversión que surgirá cuando las políticas de estímulo gubernamental disminuyan (y tendrán que disminuir en un momento dado)?

  Los inversores no invierten en abstracto o en el agregado; invierten en áreas específicas. Los estímulos gubernamentales, tal y como son practicados, aumentan las dificultades de coordinación con que las que lidian los empresarios. Ahora, en vez de concentrarse en la satisfacción de las demandas de los consumidores, tienen que adivinar el comportamiento de burócratas y agentes políticos, los cuales no reaccionan a la condiciones de oferta y demanda en el mercado.

  ¿Qué inventará luego el Ministro de Hacienda? ¿Cuáles serán las nuevas condiciones que el presidente o el congreso impondrán a las empresas? Toda esa incertidumbre se mezcla con las tentativas de descubrir nuevos equilibrios de mercado que sean compatibles con las preferencias de los consumidores. En ese escenario, los precios tienden a comportarse de manera errática, transmitiendo informaciones totalmente incorrectas sobre oportunidades de beneficio.

  El resultado es que la economía queda estancada, las inversiones realmente demandadas por los consumidores no ocurren, y sólo las empresas con capital político se sostienen.

  Simplemente, transmitir la certeza de que el gobierno estará estimulando alguna cosa por algún periodo indefinido de tiempo no corregirá el problema fundamental. Hay todo un problema de coordinación, el cual no es percibido por el economista menos entrenado, que sólo consigue analizar aquello que se ve.

  La economía de mercado no es, ni de lejos, tan simple y ordinaria como creen los defensores de políticas intervencionistas. El mercado es una enmarañada red de relaciones económicas, es un proceso caracterizado por varias fuerzas coordinadoras y descoordinadoras. Vivimos en una sociedad acosada por la escasez, y es ese proceso de coordinación del mercado el que auxiliará al individuo a decidir cómo asignar correctamente los recursos necesarios para obtenerse los fines deseados. Por eso es por lo que el crecimiento económico, o la creación de riqueza, no es sólo una función de la inversión inducida por el estado. El vago término «inversión» debe ser incorporado a este mundo de escasez, preferencias y coordinación.

  Cuando las políticas de estímulo del gobierno son integradas a esa realidad más amplia del proceso de mercado, se hace claro que la cuestión toda envuelve variables muy distintas además de la simplista noción de incentivos, subsidios y producción. Todo deja de ser sólo una cuestión que envuelve una relación directa entre inversión y creación de riqueza, y pasa a ser sobre si el gobierno puede o no participar de manera eficaz en el proceso de coordinación del mercado.

  Después de invadir el orden económico como un elefante en una tienda de porcelana y causar estragos tangibles, los burócratas, los políticos y los intelectuales serviles del régimen recurren entonces a la desfachatez de culpar a los «fallos de mercado» por el estropicio que ellos mismos crearon – lo que crea espacio para aún más intervenciones para corregir los efectos nefastos de las intervenciones anteriores.

  Si dependiera exclusivamente de los mecanismos de corrección integrados en un sistema de mercado genuinamente libre, basado en el sistema de precios y en el mecanismo de beneficios y pérdidas, los empresarios y consumidores no errarían de forma sistemática en sus esfuerzos multifacéticos para coordinar sus propias actividades económicas – al menos, está claro, que el estado interviniera desaforadamente, quebrando sus piernas y estropeando el funcionamiento del sistema de precios.

  Análisis económicos y estrategias políticas que no tengan en cuenta esta realidad se asientan sobre cimientos falaces y no deben ser tomadas en serio.