Hay una constante en mis conversaciones y debates con socialistas y comunistas: siempre que debatimos las consecuencias prácticas (y trágicas) del comunismo y del socialismo implantados en otros países, la respuesta uniforme es la de que «aquello no representa el comunismo/socialismo verdadero».

  Stalin no era un comunista de verdad. Ni Mao. Pol-Pot, mucho menos. Castro lo intentó, pero se desvió. ¿Tito? No sé quién es. ¿Chávez? Hace tres años, ídolo de once de cada diez socialistas, entonces, se hizo un paria. El griego Alexis Tsipras ni siquiera puede ser considerado socialista.

  Todos ellos tergiversaron a Marx, el comunismo y el socialismo.

  Frases como esa, así como sus variaciones, se pueden escuchar a menudo, tanto en los medios sociales como en los debates públicos. Algunas personas, inclusive, van más allá y dicen que el propio Marx era un «falso comunista» – sin embargo, considerando que Marx, al final de su vida, cuando veía lo que las personas hacían en su nombre, ya no se decía marxista, esta última afirmación hasta tiene algo de verdad.

  El problema es que, si nos tomáramos en serio esas frases, jamás sabríamos lo que realmente es el comunismo y el socialismo. Cuando hago esa pregunta directamente, obtengo respuestas tan esclarecedoras y útiles como un fósforo usado.

  «Socialismo de verdad es estar a favor del pueblo».

  «Socialismo verdadero es estar contra la opresión».

  «Socialismo genuino es estar a favor de la igualdad».

  «Socialismo verídico es estar contra el capitalismo». (Esta última es la más precisa).

  En algunas raras ocasiones, hay menciones a medidas más concretas, como el aumento de los gastos asistenciales, el aumento de impuestos sobre los ricos (sin definir exactamente lo que es un «rico»), aumento del salario mínimo, e incluso la estatalización de los medios de producción, principalmente de los bancos (lo que muestra ignorancia acerca del hecho de que el gobierno no sólo ya controla los bancos por medio del Banco Central, sino que también es responsable del crédito de la economía, y con consecuencias trágicas).

  Sin embargo, lo que es realmente insalvable es el hecho de que los comunistas y socialistas viven en una contradicción continua. Si, por un lado, dicen estar a favor de eliminar la explotación, la opresión y la desigualdad, por otro, proponen que la manera de hacerlo es concediendo poderes absolutos al estado.

  O sea, la manera de acabar con la opresión, la explotación y la desigualdad es atribuyendo aún más poderes exactamente a la institución que explota, oprime y genera todas las desigualdad observables.

  Esa contradicción es tanto más inexplicable cuando se observa que los primeros movimientos comunistas y socialistas se construyeron frecuentemente en oposición al estado. El estado era visto como el instrumento de la burguesía. Era el estado quien mantenía la explotación, quien impedía a los proletarios ser autónomos con sus cooperativas y arreglos de ayuda mutua.

  [N. del E.: Marx defendía el fin del estado y profetizó que el estado desaparecería bajo el comunismo. Pero nunca explicó cómo o por qué sucedería. Su teoría era absurda. Decía que, para abolir el estado, antes era necesario maximizarlo. La idea era que, cuando todo fuera del estado, no habría ya un estado como entidad distinguible de la sociedad; si todo se hiciera propiedad del estado, entonces no habría ya un estado propiamente dicho, pues la sociedad y el estado se habrían convertido en la misma cosa, una sola entidad – y, así, todos estarían libres del estado.

  El razonamiento carece totalmente de sentido. Por esa lógica, si el estado dominara completamente todo lo que pertenece a los individuos, dominando inclusive su cuerpo y sus pensamientos, entonces los individuos serán completamente libres, pues ya no tendrán ninguna noción de libertad – al final, es exactamente la ausencia de cualquier noción de libertad lo que los hará sentirse libres.]

  Dado que los comunistas y socialistas de hoy defienden el estado máximo, en oposición a los comunistas y socialistas de antaño que defendían su abolición, eso significa que se han vuelto estatistas. Son, en el fondo, los nuevos privilegiados. Son los defensores supremos del orden establecido. Han traicionado sus valores.

  Un socialista coherente es una paradoja.

  Por más increíble que parezca, la única forma de hacer una defensa mínimamente coherente del comunismo y del socialismo es recurriendo a presupuestos liberales.

  Por ejemplo, ¿cómo quieren incentivar el reparto de bienes si defienden impuestos que roban mitad de la renta?

  ¿Cómo quieren combatir a los «grandes capitalistas» si ellos mismos defienden todos los tipos de proteccionismos, subsidios y reservas de mercado a la grandes empresas?

  ¿Cómo quieren acabar con la desigualdad de renta si defienden la existencia de un Banco Central que protege y sostiene la expansión del crédito realizada por los grandes bancos, la cual es la principal causa de la desigualdad de la renta?

  ¿Cómo quieren liberar a los pobres de la opresión si crean todos los tipos de dificultades y trabas para que creen empleo y haya aumentos salariales?

  ¿Cómo quieren que los pobres se enriquezcan si no pueden emprender libremente, sin someterse a reglamentaciones onerosas y a burocracias estatales que sólo fomentan la corrupción?

  ¿Cómo convencerán a los trabajadores de liberarse de la «opresión del trabajo asalariado» y de crear cooperativas y esquemas de auxilio mutuo sin defender la libre iniciativa? ¿Sin defender la libertad de asociación? ¿Cómo quieren que suceda si no existe la libertad para que se organicen como entiendan, sin amarras burocráticas, tributarias, regulatorias y sindicales?

¿Cómo quieren convencerlos de embarcarse en esos proyectos por medio de la fuerza?

  Imposible hacer tal defensa sin recurrir a ideas liberales.

  El verdadero problema es este: los socialistas y comunistas se han vuelto estatistas. Si estuvieran verdaderamente preocupados por los pobres y por el fin de la penuria, estarían recurriendo a ideas intrínsecamente liberales.

  Pero no. Como ahora forman parte de la casta privilegiada que vive incrustada en el aparato estatal, prefieren sólo proferir palabras socialmente sensibles, sin, no obstante, ofrecer ninguna solución práctica. Tal actitud no sólo es contradictoria sino que también hiere todo el supuesto espíritu socialista.

  ¿Y cuál sería ese supuesto espíritu socialista? Sería una manera conciliar la vida con las ideas defendidas. Dado que el socialismo supuestamente defiende el reparto, el altruismo y la igualdad material, entonces los socialistas tienen que vivir según esos principios.

  ¿Pero qué es lo que hacen?

  Los políticos miembros de partidos comunistas y socialistas donan parte de su salario para el partido y se quedan con el resto. Los pobres no son tenidos en cuenta. (Pero pagan, por medio de impuestos indirectos, los salarios de esa gente).

  Hay manifestaciones contra «todo que está ahí» y a favor de nada concreto o específico, lo que significa que, en vez de estimular la instrucción del pueblo, prefieren distraerlo e incitarlo al conflicto.

  Todos los partidos comunistas, socialistas y laborales, así como sus miembros, poseen un patrimonio inmobiliario envidiable. Sin embargo, nunca se escuchan historias de mendigos durmiendo en esos edificios o siendo allí acogidos para disfrutar de comidas calientes.

  Hay militantes y sindicalistas que jamás pusieron los pies en una fábrica, jamás tuvieron que trabajar duro y jamás cargaron con un instrumento de trabajo más pesado que un lápiz.

  Hay sindicalistas que se movilizan para manifestaciones en favor de más estado y de más impuestos, totalmente ignorantes en relación con las consecuencias negativas de esas demandas sobre la empresa privada, que es quién puede generar empleos para los pobres y permitir su ascenso social.

  Hay militantes que insultan abiertamente en vez de promover el debate, la compasión y la comprensión.

  Hay militantes agarrados a ideas arcaicas y comprobadamente fallidas en vez de abrazar la modernidad y toda posibilidad de enriquecimiento que ésta ofrece a los más pobres.

  Hay militantes y sindicalistas que se comportan avariciosamente y se enriquecen en la política y en el sindicalismo, todo con el dinero proveniente de los pobres y sin jamás ofrecerles nada a cambio.

  Conclusión.

  El gran desafío hoy es encontrar un socialista coherente, que viva de acuerdo con aquello que dice defender. Tal vez tal imposibilidad proviene del hecho de que ya no existen socialistas; existen sólo interesados y demagogos.