POR QUÉ EL ESTADO SUPONE UN PERJUICIO PARA LA SOCIEDAD

 

    – Óscar Rodríguez Carreiro –   

 

  La acción humana implica la utilización de medios para la obtención de fines. De esto se deduce que los medios son escasos pues, si no lo fueran, no serían objetos de la acción, es decir, no necesitarían ser tenidos en cuenta para la obtención de fines. Ya que los medios son escasos es necesario economizarlos, es decir, hay que asignarlos de manera que sirvan para la obtención de los objetivos más deseados. De esto se deduce que, cuanto mayor sea la oferta de bienes, mayor número de objetivos podrán ser satisfechos.

  Ya que los medios son escasos, no se pueden alcanzar todos los fines. La acción tiene lugar escogiendo qué fines serán satisfechos a través de la utilización de los medios. El actor debe ordenar jerárquicamente sus fines en una escala de valores y la acción demuestra esta jerarquía: esto es lo que se conoce como “preferencia demostrada”.

El concepto de la preferencia demostrada es simplemente este: que las elecciones reales demuestran las preferencias de un hombre; es decir, que sus preferencias se pueden deducir de lo que ha escogido en la acción. Así, si un hombre escoge pasar una hora en un concierto en lugar de viendo una película, deducimos que prefería lo primero, o que ocupaba un puesto más alto en su escala de valores. Igualmente, si un hombre gasta cinco dólares en una camisa deducimos que prefería comprar la camisa a cualquier otro uso que podía haber dado a ese dinero.[i]

 

  Es imposible conocer la escala de valores de un individuo excepto a través de la preferencia demostrada y ésta sólo se manifiesta cuando un individuo se enfrenta a una elección concreta. Cada acción implica una elección y cada elección implica una preferencia definida. Una acción en un momento determinado revela la escala de preferencias de una persona en un momento determinado. Pero no hay base alguna para asumir que esa escala de preferencias va a permanecer constante.

  Además, la utilidad es una magnitud ordinal no cardinal, únicamente expresa un orden y no puede someterse a operaciones aritméticas: no se puede sumar o restar. Por ello, como ha explicado Jeffrey Herbener, las comparaciones interpersonales de utilidad son imposibles.

Siendo subjetiva, la utilidad no tiene un índice cardinal y, por tanto, no pueden existir unidades cardinales comunes que sirvan al propósito de la comparación de la utilidad de distintos individuos.[ii]           

  Las magnitudes psíquicas, como la utilidad, no pueden medirse ya que carecen de una unidad objetivamente extensiva, lo que es un requisito necesario para la medida. Además, la elección real no puede demostrar ninguna forma de utilidad medible, sólo demuestra que se prefiere una alternativa a otra.

  En términos de la preferencia demostrada, los actos de elección sólo revelan el ranking, pero no las diferencias de rango. Eso sólo puede ocurrir cuando existen bienes que pueden ser intercambiados por dinero. El dinero sirve como un denominador común en el que se pueden expresar las preferencias ordinales a través de intercambios de propiedad privada por dinero, lo que resulta en el establecimiento de números cardinales (precios) que están expresados en las mismas unidades para todos los bienes y servicios intercambiados. El precio del stock existente de cada bien de consumo refleja, pero no es igual a, el valor subjetivo de su unidad marginal, es decir, la unidad con el menor valor subjetivo.[iii] El precio de cada factor es imputado de la demanda empresarial por tal factor, de acuerdo con el valor de la cantidad del bien de consumo que el factor de producción ayuda a producir. Este precio también refleja el coste de oportunidad subjetivo que los propietarios de los factores de producción adjudican a la unidad marginal del factor, lo que incluye el alquiler del factor de producción a otros procesos de producción. Al transformar los rankings ordinales de preferencia de los individuos, que son por sí mismos imposibles de comparar, en una cantidad de unidades cardinales comunes, el sistema de mercado, gracias a la propiedad privada y a la existencia de un medio general de intercambio, permite el cálculo económico. Los empresarios utilizan los precios monetarios para hacer cálculos de beneficio y pérdida y pueden comparar los distintos factores de producción o conjuntos de factores de producción a la hora de organizar la producción. Es decir, en el mercado libre los empresarios disponen de una herramienta para establecer el apropiado uso de los medios para alcanzar los fines. Los cálculos de beneficio y pérdida permiten las comparaciones cardinales del valor social de los bienes producidos con el valor social de los factores utilizados.[iv] Como ha señalado Rothbard, la productividad del sector privado “consiste en el hecho de que se están utilizando los recursos para satisfacer las necesidades y los deseos de los consumidores. Los empresarios y otros productores dirigen sus energías en el mercado libre a la producción de aquellos productos que tendrán mayor recompensa, y la venta de esos productos sirve para ‘medir’ de manera aproximada la importancia que los consumidores le conceden”.[v]

  Desde la perspectiva estatista, se cree que los funcionarios gubernamentales pueden recurrir al mismo sistema: utilizar los precios como base para el cálculo de coste-beneficio de las intervenciones gubernamentales. Sin embargo, el error de este enfoque consiste en equiparar el cálculo que hacen los empresarios con el que hacen los funcionarios del gobierno. La estimación genuina de las valoraciones sociales requiere que se ponga en juego la propia riqueza en el proceso de producción e intercambio. Sin ello, no hay una conexión entre los precios existentes y las expectativas de precios futuros sobre la que se efectúa el beneficio o la pérdida. Ya que la provisión gubernamental de bienes opera fuera del sistema de beneficio-pérdida, no puede recurrir a los precios para estimar la satisfacción de los consumidores. Como dice Herbener, “los funcionarios del gobierno sólo pueden ‘jugar’ al mercado y, de esta forma, no pueden realizar evaluaciones genuinas”.[vi]

  Desde la perspectiva estatista, se justifica la intervención estatal por la capacidad del sector público para conocer las preferencias individuales y realizar un cálculo de coste-beneficio que permita elegir la alternativa que genere un mayor beneficio social. Desde un punto de vista epistemológico, ya hemos visto que esta afirmación es incorrecta. Pero, además, supone la utilización de una justificación ética en un análisis que se pretende libre de valores. El problema es que la economía no puede establecer juicios éticos ni determinar elecciones políticas. Lo único que puede hacer es presentar la verdad sobre las consecuencias de cada alternativa política, es decir, señalar qué es lo que ocurrirá si se realiza esta o aquella intervención.

  Como apuntó Rothbard, el único criterio científico que puede permitir determinar de manera éticamente neutra si la utilidad social ha aumentado, y por tanto determinar que la sociedad está mejor debido a un cierto cambio, es la Regla de Unanimidad de Pareto.[vii] Esta regla establece que sólo podemos decir que la utilidad social ha aumentado si, debido a un cambio, al menos un individuo está mejor que antes sin que ningún individuo esté peor. Es decir, para incrementar la riqueza social, una interacción social debe beneficiar al menos a una persona sin causar daño a nadie. Si eso ocurre, a la situación posterior a la interacción se la denomina Pareto Superior en relación con la situación anterior a la interacción. El óptimo de Pareto se alcanzaría cuando se han agotado todos los posibles cambios Pareto superiores. Debido a la imposibilidad de agregar o restar utilidades y de hacer comparaciones interpersonales de utilidad, cualquier afirmación sobre la utilidad social de una interacción en ausencia de unanimidad implicaría un juicio ético interpersonal entre aquellos que salen ganando por el cambio y aquellos que salen perdiendo.

  En el libre mercado los intercambios se realizan de manera voluntaria. El propio hecho del intercambio demuestra que ambas partes se benefician (o, más estrictamente hablando, que esperan beneficiarse), de otra forma, no realizarían el intercambio. Debido a que a que el libre mercado constituye el conjunto de los intercambios voluntarios y a que cada intercambio voluntario demuestra una unanimidad de beneficio para las partes incluidas se puede concluir que el libre mercado resulta beneficioso para todos los participantes. Es decir, se puede decir que el libre mercado siempre conduce a un aumento de la utilidad social y esta afirmación no supone un juicio ético, puesto que respeta la regla de la Unanimidad de Pareto y no depende de comparaciones interpersonales de utilidad.

  El Estado se diferencia de otras instituciones en que interfiere a través del uso de la violencia (o de la amenaza del uso de la violencia) con los intercambios voluntarios. Si el gobierno prohíbe que dos personas realicen un intercambio (o las obliga a realizar un intercambio), las utilidades de ambas personas se habrán reducido, pues se les ha obligado a renunciar a un intercambio que estaban interesadas en hacer (o se les ha obligado a realizar un intercambio en el que no estaban interesadas). Ha habido una ganancia de utilidad por parte de los políticos y funcionarios que han impuesto la restricción, pues, de no ser así, no la habrían llevado a cabo. Como resultado de la acción gubernamental, unos individuos han ganado y otros han perdido.

  No existe ningún caso posible en el que la interferencia gubernamental con los intercambios conduzca a un aumento de la utilidad social, por lo que, sin entrar en ningún juicio ético y siguiendo los principios científicos de la preferencia demostrada y la regla de la unanimidad, se puede afirmar que el libre mercado siempre conduce a un aumento de la utilidad social mientras que dicho aumento no se puede lograr a través de ningún tipo de intervención estatal. Por ello, como dice Herberner

Sólo un sistema social de consentimiento unánime puede generar el mayor beneficio para la sociedad; el libre mercado es el componente ‘económico’ de tal sistema social.[viii]

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  Lo que el ideal estatista de toma de decisiones implica, en realidad, es la sustitución de las valoraciones de la mayoría de los individuos por las valoraciones de una minoría, aquellos encargados de tomar las decisiones. Así lo expuso Mises.

Los planificadores creen que sus planes son científicos y que no puede haber desacuerdo en relación a ellos entre la gente decente y bien intencionada. Sin embargo, no hay tal cosa como un debe ser científico. La ciencia es competente para establecer lo que es. Nunca puede dictar lo que debería ser y qué fines debería buscar la gente. Es un hecho que los hombres están en desacuerdo en sus juicios de valor. Es insolente arrogarse uno mismo el derecho a anular los planes de otra gente y forzarlos a someterse al plan del planificador.[ix]

 

[i] Murray N. Rothbard, Toward a Reconstruction of Utility and Welfare Economics, pp. 224-262 en Mary Sennholz, ed., On Freedom and Free Enterprise (Toronto: D. Van Nostrand, 1956), p. 225.

[ii] Jeffrey M. Herbener, “The Pareto Rule and Welfare Economics”, Review of Austrian Economics, 10, 1 (1997): 79.

[iii] Para el concepto de la utilidad marginal ver https://xoandelugo.org/el-metodo-de-la-escuela-austriaca-la-praxeologia-oscar-r-c/

[iv] Herbener, “The Pareto Rule and Welfare Economics”, pp. 81-82.

[v] Murray N. Rothbard, Economic Controversies (Auburn: Mises Institute, 2011), p. 420.

[vi] Herbener, “The Pareto Rule and Welfare Economics”, p. 83.

[vii] Ver Rothbard, Toward a Reconstruction of Utility and Welfare Economics.

[viii] Herbener, “The Pareto Rule and Welfare Economics”, p. 85.

[ix] Ludwig von Mises, Socialism. An Economic and Sociological Analysis (New Haven: Yale University Press, 1951), p. 539.