«POR LO MENOS NO HUBO SUPERVIVIENTES» 

    – Daniel R. Carreiro –  

 

  La gente normal tiende a considerar que el hecho de que un avión se estrelle o un tren descarrile causando numerosas víctimas mortales es una desgracia que debe ser lamentada. La gente normal también tiende a considerar que, en este tipo de situaciones, es algo bueno que haya supervivientes. Además, cuando se produce una situación como la descrita y aparecen individuos que, despreciando el riesgo para su propia vida, se lanzan a ayudar a las víctimas e intentan rescatar al mayor número de personas posible, la gente normal también tiende a considerar tales acciones como un acto de heroísmo. Quizá, por todos esos motivos podemos considerar como algo muy afortunado el hecho de que la mayoría de la gente normal no se dedique a la filosofía política. Y esto es así porque, en esta disciplina intelectual podemos encontrar a individuos muy inteligentes, cultos y sofisticados que defienden ideas cuyas conclusiones resultan notablemente absurdas. Vamos a intentar justificar esta afirmación haciendo referencia a la obra de uno de los más destacados filósofos igualitaristas de la teoría política contemporánea: Thomas Nagel.

  Según Nagel (i) a la hora de encontrar justificaciones para la legitimidad de un sistema político debemos encontrar razones que atiendan a dos tipos de principios diferentes, la justificación debe ser doble: por un lado las personas son capaces de pensar sobre el mundo haciendo abstracción de su posición particular en él, esto es lo que Nagel llama la perspectiva imparcial. Desde este punto de vista debemos adjudicar la misma importancia a la vida de todas las personas, incluida la nuestra. La otra perspectiva es el punto de vista personal, la forma en que las diferentes circunstancias nos afectan personalmente. Desde este punto de vista nuestros intereses tienen una importancia mayor que los intereses de los demás. Un ideal social aceptable sería aquel que especifique un conjunto de instituciones que satisfagan simultáneamente ambos puntos de vista.

  La conclusión de Nagel es que este importante problema de la filosofía política sigue sin solución, es decir, que no existe un sistema político que sea capaz de satisfacer tanto el punto de vista imparcial como el punto de vista personal.

  A pesar de eso la opinión de Nagel es que un sistema legítimo implicaría un igualitarismo mucho más profundo que el que se da en las sociedades capitalistas contemporáneas, incluso si estas incluyen un mínimo social garantizado para todos. Esto es así porque, según este autor, este sistema demanda de los menos favorecidos un sacrificio de sus intereses demasiado grande en comparación con otras posibles alternativas. 

  Un sistema que garantizase la igualdad de recursos (permitiendo únicamente aquellas diferencias derivadas exclusivamente del esfuerzo personal) a través de una transferencia de recursos desde los más favorecidos a los menos favorecidos, implicaría un menor sacrificio de los intereses de aquellos que el que éstos tienen que realizar en el presente sistema. Dado que la alternativa que supone un menor sacrificio de intereses debe ser considerada, imparcialmente, más adecuada, el hecho de que no se establezca un sistema igualitarista hace que los menos favorecidos tengan razones legítimas para la protesta.

  Un problema muy serio que padece esta perspectiva es que, aunque aceptásemos el punto de vista de Nagel sobre la imparcialidad, no se seguirían las consecuencias igualitaristas que él destaca, como ha puesto de manifiesto David Conway (ii). Si un sistema capitalista no es legítimo entonces, presumiblemente, no debería haberse permitido que llegase a existir. Sin embargo, si no hubiese llegado a existir es improbable que se hubiese creado la riqueza de la que disponen los más favorecidos (debido a los desincentivos a la formación de capital derivados de la prohibición de acumular riqueza proveniente de características no merecidas, tales como la clase social o el talento). Pero entonces resulta absurdo declarar ilegítimo un sistema social por privar a algunos de sus miembros de beneficios que no hubieran existido de haber estado vigente otro sistema social supuestamente más legítimo. Los menos favorecidos no pueden alegar estar sufriendo un sacrificio de sus intereses por no disfrutar de una distribución igualitaria de unos recursos que ni siquiera hubiera llegado a existien un régimen más igualitario.

  Pero, además de esas inconsistencias, las demandas de igualitarismo que se desprenden, según Nagel, de la perspectiva imparcial presentan problemas todavía más profundos. El punto de vista de Nagel implica una consideración de la igualdad como algo que tiene valor intrínseco, algo que es valioso por sí mismo. Derek Parfit ha presentado una objeción muy seria a este tipo de consideraciones, que denomina la Objeción de la Nivelación hacia Abajo (Levelling Down Objection)

  Según esta objeción, el hecho de adjudicar un valor intrínseco a la igualdad lleva a consecuencias absurdas. Si por un accidente o catástrofe, aquellos que están mejor pierden sus ventajas, de tal forma que quedan igualados con los que estaban peor, a pesar del hecho de que estos últimos no experimentan ningún tipo de mejora, un defensor del igualitarismo debería considerar esta situación como algo positivo puesto que se consiguió una mayor igualdad. Es decir, alguien que adjudica un valor intrínseco a la igualdad debe considerar como positiva una situación como la descrita, en la que nadie mejora y algunos empeoran. Como dice Parfit:

«Si la desigualdad es mala, su desaparición debe ser en cierto modo un cambio para mejor, independientemente de cómo ocurre este cambio. Supongamos que aquellos que están mejor sufren alguna desgracia, por lo que se ponen tan mal como todos los demás. Como estos eventos eliminarían la desigualdad, deben ser bienvenidos… aunque serían peores para algunas personas, y mejor para nadie. Esta implicación parece ser bastante absurda para muchos.” (iii)

  Una de esas personas a quien le parece absurda semejante implicación es David Gordon (iv) quién se imagina a uno de esos filósofos igualitaristas contemplando la devastación y el sufrimiento provocados por una catástrofe aérea en la que fallecieron cientos de personas. Mientras pasea, aturdido y triste, entre los restos del fuselaje del avión ese noble igualitarista se consuela pensando «bueno, por lo menos no hubo supervivientes…»

Q  uizás, precisamente porque llegamos a resultados absurdos y perversos cuando este tipo de ideas igualitaristas se llevan a sus conclusiones naturales, podemos considerarnos afortunados de que la gente normal, generalmente, no se dedique a la filosofía política.

 

 (i) Thomas Nagel, Igualdad y parcialidad. Bases éticas de la teoría política (Barcelona: editorial Paidós, 2006)
 
(ii) David Conway, Classical Liberalism. The Unvanquished Ideal (Londres: MacMillan Press, 1995)
 
(iii) Mathew Clayton & Andrew Williams (eds.) The Ideal of Equality (Londres y Nueva York: MacMillan y St. Martin’s Press, 2000) p. 98
 
(iv) David Gordon, An Austro-Libertarian View, vol. II (Auburn, AL: Mises Institute, 2017) p. 149