1. Expanda el funcionariado público.

  Comience elevando sistemáticamente los gastos del gobierno, aumentando el número de empleados en el sector público y dando a esos funcionarios públicos toda suerte de derechos sin cualesquier obligaciones relevantes.

  Cuánto menores sean la experiencia en el sector privado y el grado de conocimiento práctico de estos funcionarios mejor: de esa forma, las posibilidades de empleo fuera del sector público están drásticamente limitadas o serán incluso inexistentes.

  1. Imposibilite la reversión de la estatización de la sociedad.

  La mejor manera de garantizar la irreversibilidad de la estatización de la sociedad es por la vía constitucional, por medio de la consagración de una serie de derechos programáticos y totalitarios, contra los cuales cualquier reforma liberalizadora chocará inevitablemente.

  En particular, es crucial garantizar la imposibilidad práctica de despedir a los funcionarios públicos. Más aún: es esencial incluir la noción del «derecho adquirido», para que ellos jamás, bajo ninguna hipótesis, acepten cualquier reducción salarial, o incluso no-aumentos salariales.

  Este es el ejército silencioso que constituirá siempre la primera y principal barrera a cualquier tentativa de reforma que suponga la reversión de la expansión del estado.

  Todas las reformas liberalizadoras encontrarán feroz oposición por parte de los funcionarios y de los respectivos agregados familiares: es su subsistencia la que está en juego.

  La libertad genera responsabilidades que pueden causar angustia y recelo; la dependencia trae la tranquilidad de las certezas.

  1. Dificulte al máximo las revisiones constitucionales.

  Las oportunidades de una revisión constitucional con la profundidad necesaria para revertir el totalitarismo son nulas dentro de un sistema representativo que exige que 2/3 de los representantes electos concuerden con esa revisión.

  A partir del momento en que se alcanza el número necesario y suficiente de electores directamente dependientes del estado (tanto vía funcionalismo público como vía asistencialismo), los políticos a sueldo del interés de estas personas siempre saldrán electos.

  Consecuentemente, con cada vez más representantes electos por esa gente para defender sus intereses, la simple reforma liberalizadora del estado se hace democráticamente imposible.

  Con elecciones basadas en el principio del sufragio universal igualitario, siempre que algunas medidas de recorte de gastos hieran la «constitucionalidad», los políticos defensores del interés de los dependientes del estado entrarán en escena para detener tales medidas. Su reelección está en juego.

  En la peor de las hipótesis, cualquier medida que implique costes inmediatos para la mayoría de la población dependiente del estado será democráticamente revertida en el próximo ciclo electoral.

  1. El mercado de trabajo precario debe ser estimulado.

  Se debe permitir e incluso estimular el desarrollo y la expansión de un mercado de trabajo precario paralelo al sector público y completamente desregulado. Este mercado es muy útil a la estatización de la sociedad.

  La ausencia absoluta de cualquier garantía laboral para ese segmento de la mano de obra es la mejor forma de mantener la presión sobre los reformistas, enfatizando la «deshumanización del capitalismo salvaje».

  Los reformistas liberales no tendrán ninguna oportunidad de convencer al resto de la población de que el trabajo «precario» está generado, no por el capitalismo, sino por el «estatismo salvaje», cuya carga tributaria necesaria para sostenerlo inviabiliza cualquier formación de la mano de obra.

  Adicionalmente, el mayor anhelo de quien vive en condiciones de extrema incertidumbre será el de alcanzar el «puerto seguro» de la estabilidad y los privilegios del sector público, aumentando así la presión para el crecimiento del estado.

  Periódicamente, deben ser integrados al estado amplios contingentes de esta parte de la población, en nombre de la «justicia social». Ese era, finalmente, el objetivo estratégico a alcanzar.

  1. La importancia de la enseñanza pública.

  El mantenimiento de un sistema de enseñanza esencialmente pública permite controlar la calidad ideológica de la formación intelectual.

  Es esencial hacer que los niños, lo más pronto posible, sean adoctrinados acerca de las glorias del estado. Es también esencial evitar, a todo coste, que los niños sean educados libremente por sus padres. De ahí la importancia de amenazarles con prisión si no mandan a sus hijos a la escuela para oír lo que el estado tiene que decirles.

  La analogía entre el modo ideal de funcionamiento de la sociedad y el sistema centralizado y planificado de la escuela es muy útil para el rechazo futuro de estados sociales que no correspondan a un patrón general de distribución.

  1. En última instancia, recurra a los referéndums.

  En la remota hipótesis de que el esquema precedente no aniquile por completo cualquier deseo de libertad y autonomía, y surjan algunos grupos sociales que se opongan a la absorción de la sociedad por el estado, siempre se puede convocar un referéndum legitimador.

  La victoria está garantizada desde el inicio, y sólo un pequeñísimo número de elementos de la sociedad recordará que hubo una época en que la «democracia» se entendía como un régimen político que incluía, más allá de elecciones regulares, la garantía de la primacía de la ley, de la separación de poderes y la protección de las libertades básicas, especialmente las libertades políticas, religiosas y económicas.

  Conclusión.

  Friedrich Engels no dudaba que las elecciones y el voto eran los instrumentos más eficaces para a triunfo de la «lucha de clases». Lo dejó muy claro en el prefacio que escribe en 1895 para la nueva edición del ensayo de Karl Marx, Die Klassenkämpfe in Frankreich [Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850], originalmente publicado en 1848:

  Si esto continua así, conquistaremos para fin del siglo a la mayor parte de las capas medias de la sociedad, tanto los pequeños burgueses como los pequeños campesinos, y nos transformaremos en la fuerza decisiva del país ante la cual el resto de las fuerzas, quieran o no, tendrán que inclinarse.

  Mantener ininterrumpidamente este crecimiento hasta que se haga más fuerte que el sistema de gobierno actual, no desgastar en luchas de vanguardia a esta fuerza de choque que día a día se refuerza, sino mantenerla intacta hasta al día decisivo – esta es nuestra principal tarea.

  La ironía de la historia universal pone todo cabeza abajo. Nosotros, los «revolucionarios», los «subversivos», prosperamos mucho mejor con los medios legales que con los ilegales y con la subversión. Los partidos de orden, como ellos se denominan, se hunden con la legalidad que ellos mismos crearon.

  La democracia – entendida como la garantía de la igualdad intrínseca a los derechos de participación política y de la máxima inclusión en los procesos de decisión colectiva de la población adulta – no produce ni preserva, necesariamente, la libertad. Para Tocqueville, la tensión entre democracia y libertad era perfectamente evidente, así como los peligros potenciales que la primera suponía para la segunda.

  Engels también lo sabía, aunque hiciera un juicio de valor obviamente diferente del de Tocqueville en cuanto a las potenciales consecuencias «iliberales» de la democracia.

  Algunas lecciones antiguas pueden, a veces, revelarse muy apropiadas.