LOS POLÍTICOS CAMBIAN Y LOS DICTADORES CAEN, PERO EL ESTAMENTO BUROCRÁTICO SE MANTIENE
– Carmen Elena Dorobat –
La caída del dictador de Zimbabue, Robert Mugabe, llenó los titulares de los periódicos del mundo entero, y fue recibida con gran alivio y esperanza tanto por los comentaristas internacionales como por los zimbabuenses.
A grandes rasgos, la sensación general era la de un nuevo comienzo, algo extremadamente necesario y deseado para un país hundido durante cuatro décadas en hiperinflación, corrupción y gobierno opresivo. Teniendo en cuenta la manera en cómo se contó la noticia, parecía haber pocas dudas de que se trataba de una transformación crucial, definitiva y decisiva para esta nación africana.
Y, sin embargo, si miramos más atentamente, hay señales de que, a pesar de toda la sensación de esperanza en Zimbabue, la sustitución de Mugabe no traerá el gran cambio esperado. Mugabe «se jubiló» con inmunidad, se embolsó una indemnización de 10 millones de dólares, y recibirá un salario durante el resto de su vida.
Le ha sucedido su vicepresidente, Emmerson Mnangagwa, que lideró el supuesto «golpe de estado» y se aprovechó de las protestas públicas que ya venían ocurriendo hace más de un año contra Mugabe. Con el nuevo presidente, el dominio del partido Unión Nacional Africana de Zimbabue – Frente Patriótico continuará intocado, así como su ideología marxista-leninista y su politburó.
¿Cómo es posible saber que las cosas no cambiarán?
Sólo hay que fijarse en los patrones.
Hay muchas similitudes entre la reciente historia de Zimbabue y la no tan distante historia de las repúblicas socialistas, como la de mi tierra natal, Rumanía: de décadas de opresión y pobreza a la enorme esperanza de un nuevo comienzo después de la revolución que derrumbó el comunismo.
Un importante aspecto en común entre los dos regímenes – el de Ceausescu y el de Mugabe – es que ninguno de los dos era una genuina autocracia, es decir, un estado «personalista». Un régimen totalitario que dura cuarenta años no es una hazaña realizada por un hombre sólo; se trata de algo necesariamente apoyado y protegido por todo un enorme aparato estatal, del cual el propio dictador normalmente no es más que un mero portavoz.
Este aparato estatal normalmente acaba degenerando en varios conflictos internos y en pequeños grupos de interés compitiendo entre sí por la captura del poder. En algunas ocasiones, eso se alcanza por medio de mecanismos internos de «purgas y purificaciones»; en otras, una revolución popular es necesaria para cambiar la figura del jefe de gobierno. Acto seguido, después de la «revolución popular», el aparato estatal se reinventa e incluso intercambia su rótulo y su apariencia externa, normalmente adoptando una postura más democrática y más tolerante que antes. Sin embargo, su composición interna no cambia en casi nada.
Para los ciudadanos oprimidos, la caída del dictador puede parecer el fin de la dictadura a la cual siempre estuvo asociado. Sin embargo, aunque los dictadores caen, el estado siempre permanece. La corrupta y opresiva red de intereses políticos, extremadamente habilidosa en el arte del pillaje, mantiene sus tentáculos firmemente agarrados en la economía, en el sistema jurídico y, está claro, en la propia máquina pública.
Así, en la práctica, el aparato estatal es como una hidra a la que, cuando se le cae una cabeza, simplemente le crece otra en su lugar.
En Rumanía, a la sangrienta revolución de 1989 le siguieron años de transición y reformas económicas que simplemente culminaron en el partido socialdemócrata – mayoritariamente formado por ex-comunistas – capturando el poder y sirviendo a sus propios intereses. En sí, la muerte del autócrata sólo trajo sólo pequeñas alteraciones para el pueblo en el frente político y económico. Aunque haya sido un cambio, no fue ningún cambio profundo. No alteró el sistema, el cual continuó – con la misma ideología y con los mismos políticos de antes – afectando y destruyendo la economía, y restringiendo las libertades de la población.
Como siempre alertó Mises en ese contexto, «todo socialista es un dictador disfrazado».
También en las democracias.
Es importante resaltar que ese mecanismo de auto-protección del estado no ocurre sólo en las dictaduras. Ocurre igualmente en las democracias. Sólo que, en estas, hay todo un aspecto de legitimidad.
Frecuentemente, las personas rechazan a la élite política – también llamada «el establishment» – que las está espoliando. Acto seguido, exigen su caída. Sin embargo, aunque esta élite política se retire de la línea del frente, el poder estatal y la máquina pública continúan intactos. Lo que normalmente acontece es que sólo la línea de frente (la cara visible) de la élite política se altera; el resto continúa impávido. Toda la gigantesca máquina de explotación legalizada, toda la burocracia, todas las leyes creadas por los políticos, todas las reglamentaciones, todos los juegos de bastidores y todos los demás poderes estatales continúan intactos.
Al final, simplemente hubo un cambio de la línea de frente de la élite gobernante.
Ese nuevo establishment puede ser igual, peor o ligeramente mejor que aquel del cual las personas se creen haber librado. Por eso, en la práctica, tanto en una dictadura como en una democracia, lo máximo a lo que usted puede aspirar es a intercambiar una élite política mala por otra que sea más aceptable. Sólo eso. La esencia del problema continúa intacta: el aparato estatal.
Como ejemplos, el Este Europeo derrumbó sus establishments en 1989, pero mantuvo sus estados, dando origen a economías mixtas y socialdemócratas. Rusia se libró de los bolcheviques en 1990 y colocó en su lugar una oligarquía autoritaria. En ambos casos, los regímenes subsecuentes eran mejores que los anteriores. Por otro lado, en la primera mitad del siglo XX, México, Rusia, España, Alemania, Italia y Argentina, y en la segunda mitad, Cuba y Venezuela derrumbaron sus establishments y los sustituyeron por otros aún peores.
Por tanto, el simple cambio (o caída) de un establishment malo no es garantía de nada.
Conclusión.
Quién de hecho comanda el estado, quien estipula las leyes y las impone, no son los políticos, sino el estamento burocrático: es decir, la permanente estructura burocrática formada por personas inmunes a elecciones o el cambio de regímenes. Son éstos los que componen el verdadero aparato controlador del gobierno.
El estamento burocrático es una máquina estable que siempre busca que el sistema funcione en beneficio propio. Se resiste a cualquier cambio (revolucionario o reaccionario) que les pueda causar alguna incomodidad.
Considerando las perspectivas actuales, Zimbabue puede hasta auto-denominarse ahora como un país libre o incluso como una democracia; sin embargo, sus problemas – inflación, corrupción, pobreza y falta de libertad – continuarán. Por encima de todo, la misma élite política continúa en el poder. La diferencia entre el pasado y el futuro de Zimbabue será visible, tal vez, sólo en el grado de la opresión efectuada por sus gobernantes.
Una genuina libertad política y económica requiere aires completamente diferentes. Nunca será posible respirar mientras los políticos estén determinando cómo y cuándo se pueden abrir las ventanas. Es el acto de hacer circular el aire, y no el acto de cambiar el rostro de los opresores, lo que hace que las revoluciones populares puedan tener un papel decisivo. La Revolución Americana continúa siendo el mejor ejemplo.