Tachar al oponente de manera peyorativa se ha vuelto una práctica bastante común. Es mucho más fácil estereotipar al interlocutor, atribuyéndole etiquetas despreciativas, que entrar en una discusión significativa y racionalmente honesta.

  Por ejemplo, si, en medio de un debate económico sobre pobreza, salud, educación, infraestructura o incluso comercio exterior, usted sugiere una solución de mercado, diciendo algo del tipo «dejen que el mercado cuide de eso», usted será, en la más benevolente de las hipótesis, tachado de «fundamentalista» o incluso «reaccionario».

  Aparentemente, defender soluciones de mercado hace de alguien un «fundamentalista» porque tal persona estaría comportándose de manera ingenua y con una devoción religiosa.

  Sólo que la posición del «dejen que el mercado cuide de eso», lejos de ser ingenua, es la más realista que existe. Ella refleja la comprensión de que cualquier problema que se pueda imaginar – reconstruir una tierra arrasada por un terremoto, suministrar educación y salud de excelente calidad para niños y adultos, reducir los atascos, suministrar una moneda de calidad, construir puentes y carreteras, suministrar agua tratada – será mejor resuelto, con mucha más eficiencia, presteza y bajo coste, por individuos interactuando libremente en la arena de los intercambios voluntarios y pacíficos (mercado) que por burócratas del gobierno.

  Recomendar el mercado (la libre interacción entre personas) en lugar del gobierno (la intervención de burócratas) significa la humildad de reconocer que nadie posee información y conocimiento suficientes para determinar, o aún prever, qué métodos específicos son los mejores para lidiar con el problema. Significa recomendar que se permita que millones de personas creativas, cada una con perspectivas distintas y con sus propios conocimientos y percepciones, voluntariamente contribuyan con sus propias ideas y esfuerzos para lidiar con el problema.

  Eso es exactamente lo opuesto a la ingenuidad y el fundamentalismo.

  Ahora, en contraste a eso, si usted analiza las principales posiciones de los estatistas e intervencionistas en las más diversas áreas – impuestos, subsidios, agencias reguladoras, tarifas proteccionistas y leyes laborales – inmediatamente percibirá que son ellos los verdaderos ingenuos y fundamentalistas de mercado.

  ¿Quién es el fundamentalista?

  Impuestos.

  Comencemos por la cuestión de los impuestos. Aquellos que defienden los aumentos de impuestos creen sinceramente que no sólo no afectarán la economía, sino que también aumentarán el bienestar de todos.

  La teoría económica enseña que los aumentos de impuestos disminuirán la cantidad de capital disponible para financiar inversiones, expandir la capacidad productiva y contratar mano de obra. Con más impuestos, hay más dinero en las manos de burócratas y menos en las manos de empresarios y de consumidores. Eso, por sí sólo, no puede aumentar el bienestar de todos ni hacer la economía más rica.

  Sin embargo, para los defensores de los aumentos de impuestos, no generan problema ninguno. De alguna manera, las empresas, aun pagando más impuestos, encontrarán una forma de llevar esta carga y aun así contratar a más personas, invertir más, producir más y, con eso, mantener altas tasas de crecimiento económico.

  Igualmente, los consumidores, aun teniendo ahora una renta disponible más pequeña, de alguna manera consumirán más, generarán más beneficios para las empresas y, con eso, aumentarán los empleos e inversiones en toda la economía.

  Para los intervencionistas, por lo tanto, tanto empresarios como consumidores se adaptarán a los mayores impuestos, de modo que las potenciales consecuencias negativas – menor creación de riqueza y menores niveles de producción – pueden ser perfectamente evitadas.

  Sinceramente, eso sí representa una extraordinaria creencia en la capacidad del mercado. Tratar la economía como a prueba de impuestos significa colocar una enorme e ingenua fe en el mecanismo de mercado. Infelizmente, el mercado no es tan poderoso, no obstante esa profunda fe de los estatistas. Los impuestos, en efecto, generan consecuencias económicas y significativos efectos adversos.

  Subsidios.

  Los subsidios funcionan de la misma manera.

  Los intervencionistas creen que si el gobierno toma el dinero de unos y se lo pasa a otros puede traer enriquecimiento para todos.

  Ignoran que los subsidios empobrecen a aquellos a quienes se les confiscó el dinero y benefician a aquellos que lo reciben, los cuales irán a ser contemplados de acuerdo con sus conexiones políticas. Igualmente, ignoran que los subsidios aumentan la ineficiencia de la economía como un todo, pues quién recibe los subsidios ya no necesita preocuparse por agradar a los consumidores para obtener ingresos, sino sólo conchabarse con los políticos que están en el poder. La empresa beneficiada por subsidios tiene que agradar a los políticos (para continuar recibiendo el botín) y no a los consumidores.

  Al final, los subsidios distorsionan toda la economía y generan innumerables ineficiencias. Se tributa a las empresas eficientes para financiar las ineficientes. Las ineficientes se expanden (gracias al apoyo del gobierno), adquieren mayores cuotas de mercado (pues sus costes operacionales efectivos son más pequeños gracias al dinero que reciben del gobierno) y con eso expulsan a las más eficientes. Al final, las empresas que tenían potencial son excluidas por aquellos que poseen conexiones políticas.

  Sin embargo, para los intervencionistas, no sucederá nada de eso y el mercado sabrá tratar con esta intervención distorsionadora de manera sublime, sin sufrir ningún inconveniente. Y todos se enriquecerán.

  Eso sí es tener una creencia fundamentalista en la capacidad del mercado.

  Agencias reguladoras.

  Para la izquierda intervencionista, que las agencias reguladoras creen reservas de mercado – imponiendo incontables reglas y costes para estipular quién puede operar en determinados mercados – es algo que traerá más bienestar y mayor calidad de servicios para los consumidores.

  Los intervencionistas creen que las agencias reguladoras no sólo protegen a los consumidores contra carteles, sino que también hacen que esas empresas se vuelvan más eficientes y más preocupadas por agradar los consumidores.

  La izquierda intervencionista ignora que las agencias reguladoras no son nada más que un aparato burocrático que tiene la misión de garantizar un oligopolio para las empresas favoritas del gobierno, protegiendo a esas empresas contra el surgimiento de nuevos competidores, principalmente venidos de otros países.

  La izquierda intervencionista genuinamente cree que situar al gobierno para regular precios y especificar los servicios que las empresas operando dentro de una reserva de mercado deben ofertar es algo que traerá un bienestar mucho mayor a los consumidores que simplemente abrir el mercado para la venida de empresas de todos los rincones del mundo, las cuales disputarían consumidores vía reducción de precios y aumento de la calidad de los servicios.

  La izquierda, en suma, cree que crear reservas de mercado en los sectores de telecomunicaciones, de planes de salud, bancario, aéreo, eléctrico, petrolífero y de transportes no sólo no afectará a la calidad de los servicios ofertados en el mercado, sino que incluso aumentará el bienestar de todos.

  ¿Eso es o no es una creencia fundamentalista en la capacidad del mercado de tolerar distorsiones?

  Tarifas de importación.

  La izquierda proteccionista cree que prohibir a los ciudadanos comprar productos baratos y de mayor calidad del exterior, forzándolos a comprar los productos más caros y de calidad inferior fabricados nacionalmente, es algo que aumentará la riqueza de todos.

  Genuinamente creen que crear una reserva de mercado para la gran industrial nacional no sólo no afectará en nada la eficiencia económica, sino que aumentará el bienestar de todos, principalmente de los más pobres, ahora obligados a pagar más por productos de calidad inferior.

  Para la izquierda, establecer ese monopolio de las grandes industrias nacionales no creará ninguna ineficiencia económica, no creará privilegios, no aumentará la desigualdad de renta (industriales y sindicatos más ricos, y pobres más empobrecidos) y no afectará el crecimiento económico.

  La izquierda, en suma, ignora que cuando se obliga a la población a comprar productos nacionales artificialmente más caros, sobra menos dinero para invertir o gastar en otros sectores de la economía, como ocio, alimentación, educación, etc., lo que acaba reduciendo el empleo y la renta en estas áreas.

  ¿Eso es o no es una creencia fundamentalista en la capacidad del mercado de absorber tamaño privilegio garantizado por el gobierno?

  Leyes laborales.

  De acuerdo con sus defensores, estipular un salario mínimo e imponer varios gravámenes sociales y laborales que encarecen la hoja de pago de las empresas no traerá ninguna consecuencia negativa al mercado de trabajo.

  Para la izquierda, que el gobierno estipule un precio mínimo para que se pueda contratar legalmente mano de obra, y por encima de este precio mínimo añada gravámenes que simplemente doblan el coste legal de esta mano de obra, no representa ningún obstáculo al empleo y no empuja a la mano de obra menos cualificada para el mercado informal.

  Milagrosamente, imponer cargas adicionales a los empleadores no afectará su disposición de emplear más personas. Un precio artificialmente más alto para la contratación de mano de obra no afectará en nada la demanda por mano de obra, principalmente de la menos cualificada.

  Así, para la izquierda, las empresas continuarán operando normalmente, ignorando por completo este aumento de costes. Finalmente, ¿a quién le importan los costes operacionales más altos? El mercado es tan fuerte y resistente que puede sobrevivir a tamaño obstáculo. Siendo así, nada en esta área debe ser alterado.

  Creer que los costes laborales artificiales no tienen impacto en la rentabilidad de las empresas y, consecuentemente, no afectan a la disposición de las empresas para contratar mano de obra, representa una formidable creencia (fundamentalista) en la capacidad del mercado de absorber costes artificialmente impuestos.

  Conclusión.

  ¿Quiénes, por lo tanto, son los verdaderos fundamentalistas que creen que el mercado es inmune al fallo? ¿Quiénes creen que las intervenciones estatales – no importa lo amplias que sean – no tienen el poder de afectar la eficiencia del proceso de mercado?

  Paradójicamente, son los estatistas e intervencionistas de izquierda los verdaderos fundamentalistas y apologistas del mercado.