Actualmente, a este lado del Krelim nadie parece estar en desacuerdo con que el comunismo europeo estaba destinado al fracaso.
Sin embargo, hace ya más de 25 años, la velocidad con que las revoluciones comenzaron a redefinir el este europeo cogió a los especialistas occidentales por sorpresa. Fueron incapaces de atisbar que, detrás de la cortina de hierro, los colapsos comunistas ya duraban décadas.
- El colapso moral de la ideología.
Vaclav Havel describió la experiencia detrás de la cortina de hierro como una vida dentro de la mentira. Muchas veces repetida, tal vez la mentira se vuelva verdad, pero en la repetición infinita el eco se vacía de cualquier significado.
Cuando un comerciante, decía Havel, colgaba en el escaparate de su tienda una placa diciendo: «¡trabajadores del mundo, uníos!», su acto no estaba movido por la convicción y el proselitismo. Era un acto de costumbre, de obediencia, de coerción. Para Havel, sería más honesto que la placa dijera: «tengo miedo y por lo tanto soy incuestionablemente obediente».
Los himnos y las piezas socialistas predicaban una sociedad fraterna, pero los vecinos se veían unos a otros como competidores por alimentos y ropas en un régimen de escasez material. La desconfianza se generaliza cuando toda persona con quien se interacciona es un potencial agente secreto.
Bajo la promesa de prosperidad igualitaria, los polacos habitantes de las montañas Bieszczady fueron expropiados para que 60 mil hectáreas pudieran ser utilizadas como terreno de caza de la élite del partido.
Mientras el ciudadano rumano no tenía acceso a bienes básicos, el cachorro de Nicolae Ceaucescu comía bizcochos importados de Inglaterra y su familia disfrutaba de 15 palacios distribuidos a lo largo del país.
Incluso para el trabajador de Berlín Oriental, el país con las mejores condiciones de vida dentro del bloque comunista, resultaba difícil creer en la ideología de la igualdad cuando al norte se veía a la élite gobernante viviendo en Waldsiedlung, con derecho a restaurantes, cine, academia y complejo deportivo dentro de su condominio cerrado. Y al oeste se veía a sus primos con salarios 5 veces mayores.
En la Checoslováquia de Havel y en los países vecinos, la historia de la revolución se repetía en los oídos como una farsa.
- El colapso tecnológico de la censura.
En 1948, el gobierno soviético permitió que los cines exhibieran Las uvas de la ira. Basada en la novela homónima de John Steinbeck, la película retrataba el sufrimiento de la clase trabajadora americana durante la Gran Depresión. En muy poco tiempo, el partido decidió suspender la exhibición de la película. Los soviéticos salían del cine impresionados con el hecho de que, en Estados Unidos, hasta los pobres trabajadores poseían automóviles.
Cuarenta años más tarde, cuando las películas pasaron de las salas de proyección a las cintas VHS, el control social se hizo más difícil. Con la personalización tecnológica de los años 1970 y 1980, los videocasetes y los walkman permitían que la abundancia occidental fuera atestiguada por un mayor número de personas. Imagine asistir a las lamentaciones de los personajes de Cheers cuando tiene que levantarse de madrugada para ponerse en la fila de la leche.
Como escribió el científico político Tom Palmer, que en los años 1980 hizo contrabando de aparatos electrónicos hacia la Unión Soviética, «tal vez los héroes silenciosos de las revoluciones de 1989 hayan sido Sony y Mitsubishi».
- El colapso económico del imperio.
Los economistas occidentales pasaron décadas bajo la ilusión de que la economía soviética crecía a alta velocidad comparada con las economías occidentales. El manual de economía más leído del siglo XX, de Paul Samuelson, proyectaba la posibilidad de que la economía soviética sobrepasara a la americana a finales del siglo.
Pero en vez de crear riqueza, los soviéticos gastaban en producción inútil: producían por producir, para mover indicadores económicos en vez de para satisfacer demandas de los consumidores.
El colapso económico soviético sirvió para legitimar el trabajo de los economistas Ludwig von Mises y Friedrich Hayek. Sin un sistema de precios, alertaban, una economía planificada centralmente no poseía el conocimiento y los incentivos para la organización económica racional.
El mantenimiento de un imperio también tiene un alto coste. Durante el expansionismo británico, por ejemplo, el dinero que salía del tesoro para el mantenimiento de las colonias era mayor que el retorno en tributos. También para los soviéticos, el coste de mantenimiento de un este europeo ocupado incluía un creciente gasto con la represión de disidentes, incluyendo gastos militares con armas, soldados y espías. La Perestroika, lanzada como un salvavidas para el hundimiento de la economía soviética, acabó como su lápida.
- El colapso ambiental de la industria.
En 1990, los ambientalistas occidentales comenzaron a informar del tamaño de la tragedia de los comunes sobre la población rusa:
Cerca de 40% de los ciudadanos vivían en áreas donde la polución del aire excedía de tres a cuatro veces el límite máximo permitido. El saneamiento era primitivo. Y donde existía, por ejemplo en Moscú, no funcionaba adecuadamente. No se trataba la mitad de toda la basura sanitaria de la capital.
En Leningrado, casi la mitad de los niños tenían enfermedades intestinales debido a beber agua contaminada en aquello que un día había sido el abastecimiento más puro de Europa.
La candidatura al premio de lugar más contaminado del mundo es uno de los trágicos legados de la Unión Soviética. Hoy bañado de hormigón, el lago Karachai en los montes Urales se convirtió en el vertedero radioactivo de una de las mayores fábricas soviéticas de armamento nuclear. De 1951 a 1968, el abandono de residuos nucleares redujo el lago a un tercio de su tamaño original. Al ser dispersado por el viento, el polvo radioactivo del Lago Karachai contaminó los alrededores envenenando a cerca de medio millón de personas. Por eso se decidió cubrir el lago con 10 mil bloques de hormigón.
Cuando Boris Yeltsin permitió la presencia de científicos occidentales en el lugar, a inicios de la década de 1990, se informó que el nivel radioactivo en los márgenes del lago aún era de 600 röntgens por hora, lo suficiente para matar a un turista despistado en treinta minutos.
Su profesor de geografía le debe haber enseñado que el capitalismo moderno deja un rastro de polución y devastación ambiental por donde pasa. Tal vez haya dejado de mencionar que la existencia de propiedad privada es el mejor mecanismo para responsabilizar la degradación ambiental. Como el industrialismo soviético operaba fuera de un régimen de propiedad privada, no había mecanismos de responsabilización ambiental.
Los costes de contaminar y destruir no eran internalizados. Para alcanzar las metas anuales de producción, por ejemplo, los colectivos usaban de cualquier medio disponible. La Unión Soviética fue la mayor responsable por la caza de ballenas el siglo pasado, superando a Japón y Noruega, aunque su aprovechamiento fuera menor que el de los otros países. Mientras en Japón se aprovechaba el 90% del cuerpo de una ballena, en la URSS, se aprovechaba sólo el 30%. Pero lo importante es que se cumplían los objetivos.
Conclusión.
Nadie, a ninguno de los lados de Berlín, se despertó el día 9 de noviembre de 1989 planeando la apertura del muro, recuerda Mary Elise Sarotte en The Collapse: The Accidental Opening of the Berlin Wall.
Diez días antes de la caída del muro de Berlín, aún había gente muriendo intentando alcanzar el otro lado de la ciudad. Fue un mal entendido del presentador de televisión Günter Schabowski, miembro del Politburó, lo que llevó los alemanes a creer en la apertura del muro.
Durante décadas, sin embargo, los graduales colapsos del socialismo ya venían minando lo que sería el súbito colapso de ladrillos y regímenes.