LIBROS Y OTRAS BESTIAS

  Como amante de la lectura (y como alguien que fue sorprendido acariciando sus libros de una forma considerada ligeramente obscena) me molesta una cierta tendencia moderna a resaltar en exclusiva las bondades y virtudes de los libros: programas ministeriales de promoción de la lectura, días del Libro, ferias y exposiciones, declaraciones sobre las cualidades salutíferas y taumatúrgicas de la literatura predicadas por mistagogos entusiasmados…

  Estas declaraciones suelen venir acompañadas sobre la necesidad de la educación pública para promover el bienestar y el progreso de los ciudadanos, y este hecho debería resultar suficiente para que uno se mostrará receloso.

  Así, Alan Daniélou, desconfiaba de las acciones gubernamentales para luchar contra el analfabetismo en sociedades tradicionales como la de la India porque consideraba que eran, fundamentalmente, un instrumento de propaganda y dominación estatales. Según este autor los objetivos reales de tales campañas fueron siempre la erosión de comunidades tradicionales y asociaciones intermedias mediante la creación de una clase de funcionarios que actuarían como representantes del verdadero conocimiento, es decir aquel sancionado y definido como tal por los poderes públicos.
 
  “Las campañas para eliminar el analfabetismo…permiten que escribas mediocres humillen y desmoralicen a pueblos enteros, para devaluar su cultura y su conocimiento, creando un proletariado anónimo donde antes había todo un cuerpo de conocimientos, mitos, creencias, convenciones sociales y una filosofía de vida compartida entre los representantes de las diversas funciones esenciales de la sociedad»
 
  De la misma manera Friedrich Hayek se mostraba muy receloso de los intelectuales porque muchos de ellos tendían a despreciar el conocimiento evolutivo y las instituciones creadas de manera espontánea por la gente común a lo largo de muchas generaciones y pretendían organizar coactivamente la sociedad de manera eficiente y racional empleando sus conocimientos. Hayek definía esta tendencia, que causó grandes catástrofes a lo largo de la historia, como la fatal arrogancia.
 
  Es evidente que la lectura tiene ciertos beneficios y que sirve para muchas cosas, por ejemplo, para convertirse en una persona más culta. Pero esto es como decir que llevar tacones sirve para hacer de mí una persona más alta. Sin duda, llevar tacones es útil para muchas cosas, por ejemplo para mirar desde arriba a quien no los lleva. Pero también puede ser muy útil para hacer que te caigas por las escaleras. De la misma manera leer puede hacer que seas más culto pero también puede hacer que te conviertas en un lunático instruido o en un idiota ilustrado.

  Pero como yo quiero oponerme a esta tendencia voy a realizar un servicio público recordando, a través de las delicadas armas de la difamación y del insulto, que la lectura tiene también sus inconvenientes . Voy a imitar a los cartógrafos medievales alertando sobre algunos de los dragones que aguardan al viajero que se atreva a explorar el vasto continente de los libros.

  Hay libros que edifican su reputación de profundidad y sabiduría sobre la sutil cualidad de estar escritos de tal manera que ni una sola de sus frases resulte inteligible. Había un individuo que decía, en uno de esos libros, que la ironía es “la permanente parábasis de la alegoría de los tropos” y otro que afirmaba que “El Ser de los entes es lo que menos puede ser nunca nada ‘tras lo cual’ esté aún algo que no aparezca”. Frases que me inundaban con el deseo de visitar a sus autores cubierto con un pasamontañas y provisto de un bate de béisbol pero que, paradójicamente, aumentaban mi sabiduría puesto que, en cuanto las leía, arrojaba el libro a la basura y me iba corriendo al burdel más cercano.

  Hay libros que dicen que hay que leer libros porque la ausencia de lectura lleva a la ignorancia y ésta conduce a la violencia y a la barbarie. Lo que, sin duda, explicaría por qué el poeta Rimbaud traficó con esclavos, por qué el dramaturgo Bernard Shaw defendió la eugenesia, por qué el jurista Carl Schmitt apoyó el nazismo y por qué el físico Oppenheimer coordinó la creación de la bomba atómica.

  Hay libros de científicos tullidos cuyos argumentos contra la existencia de Dios son tan obtusos y tan torpes que después de leerlos uno se ve obligado a realizar un extraordinario esfuerzo de fe para poder continuar siendo ateo.

  Hay libros cuya máxima cualidad es su extraordinario poder de provocar el tedio; libros célebres que funcionan como vampiros encuadernados y que, a la vez que congelan la percepción del paso del tiempo, parasitan tu energía y aceleran tu degeneración física. Uno empieza a leer estos libros jovial y sano y en la flor de la vida y los termina, un mes después, senil y arrugado, contando anécdotas sobre su juventud perdida mientras lo llevan al asilo en una silla de ruedas.

  Hay libros que cumplen escrupulosamente lo que prometen, como los libros de autoayuda, que suelen ayudar mucho a su autor cuando es capaz de venderlos.

  Hay libros incongruentes que hablan de la maldad de los seres humanos y del daño que causan a la naturaleza y que, por lo general y contra todo pronóstico, no fueron escritos por marsupiales o por crustáceos sino por seres humanos que no se tomaban lo bastante en serio sus ideas como para librar a la naturaleza de su maldad intrínseca despeñándose por un acantilado.

  Hay libros que animan a descubrir el potencial infinito que late en lo más profundo de tu yo interior, y mi yo interior piensa sobre quien escribe estos libros: “señor, usted me conoce”…mientras le da un mordisco a un bocadillo de calamares y descarga pornografía de internet en calzoncillos.

  Hay libros que son como bálsamos que curan el alma, porque no hay más que dejar de leerlos para sentir un alivio inmediato y apreciar mejor la belleza de la vida.

  Hay libros cuya mezcla de cualidades es tan fabulosa como la del Minotauro, libros que triunfan en una extraña alquimia y que combinan la bravura del ser humano con la astucia del toro.

  Hay libros ambiciosos que pretenden provocar un amplio abanico de respuestas en el lector, desde la redención de la carcajada hasta el éxtasis del orgasmo. Si bien y, en lamentable ironía, suelen conseguir lo primero cuando intentan lo segundo.

  Hay, en fin, libros asesinos como el volumen envenenado del que se habla en Las Mil y Una Noches, que va emponzoñado tu sangre mientras vas pasando las páginas. O como el Necronomicón, que enloquece a quien lo lee y abre portales por donde se cuelan seres blasfemos de eones olvidados para llevar a la perdición al ser humano.

  Porque leer es una aventura y no hubo mayor aventura que la de Ulises. Pero, en su regreso a Itaca, Ulises no sólo encontró playas de arena blanca y hermosas hechiceras sino también monstruos horribles como Caribdis y Escila.

  Leer es tan arriesgado como adentrarse en las minas de Moria: puedes encontrar muchos tesoros pero también son numerosos los peligros. Por eso es conveniente, al abrir un libro, tener presentes las palabras de Gandalf cuando está a punto de ser arrastrado por el Balrog al abismo…“Corred, insensatos”