LIBERTAD Y COSTE DE OPORTUNIDAD

 

– Fabio Barbieri –   

  He ahí uno de los mayores y menos reconocidos enemigos de la libertad: el carácter subjetivo y abstracto de la noción de coste. La tesis que pretendemos explorar, en una frase, puede expresarse de la siguiente manera: mientras más profundizamos en el camino intervencionista, más difícil es concebir alternativas liberales.

  Empecemos con la noción de coste: se trata de la importancia que una persona atribuye a aquello a lo que renuncia cuando hace una elección. Por eso utilizamos a veces la expresión «coste de oportunidad»: el coste de leer este artículo es igual al valor que usted atribuye a la otra cosa que haría con esos minutos empleados en la lectura. Simple, ¿no? De hecho, la Economía está basada en unos pocos principios simples como ese.

  Pero, existe una trágica ironía: aunque el común de la gente considere tales principios bastante obvios, cuando examinamos las consecuencias lógicas de esos principios y los aplicamos a las cuestiones económicas, las mismas personas no perciben o no aceptan esas conclusiones. Veamos algunos ejemplos que giran en torno a la idea de costes.

  En primer lugar, siempre que haya escasez de algún recurso, existirán usos alternativos de los mismos. El error más popular del análisis económico- la falacia del almuerzo gratis- niega ese principio. ¿Cuántas veces hemos oído hablar de las obras que van a llevar a cabo los políticos, sin que se profiera una sola palabra sobre los costes de los proyectos implementados? Pero, si algo se hace, siempre será a costa de otra cosa útil que deja de hacerse.

  A pesar de eso, ¿cuantas veces en las aulas de Economía Brasileña oímos la historia de que si el gobierno brasileño no hubiera adoptado medidas proteccionistas, Brasil no se habría industrializado? Parece que las personas se habrían quedado inertes, plantando bananas.

  La falta de imaginación sobre caminos alternativos se relaciona con otro aspecto de la noción de coste: su naturaleza subjetiva. Eso significa que el coste de oportunidad de una elección depende de quién hace esa elección. Siendo así, el coste de la lectura de estas páginas será, para cierto individuo, dejar de leer otros textos, para otro, dejar de flirtear con una vecina, o no asaltar la nevera en esos minutos, para un tercero.

  ¿Podríamos concluir entonces que el coste de oportunidad de la política proteccionista depende de quién la analiza? Para el intervencionista, tal coste sería plantar bananas. Para el liberal, una economía aún más industrializada. De hecho, como el concepto de coste está relacionado con la noción de elección, las decisiones políticas tomadas por el intervencionista o por el liberal reflejan sus opiniones sobre el valor de las alternativas disponibles.

  Eso nos lleva a otro aspecto de los costes, relacionado con su carácter subjetivo: su naturaleza conjetural. Si hacemos una elección, el coste de esa elección será, estrictamente hablando, desconocido para siempre. Si alguien escoge profesionalmente la academia, renuncia a dedicarse al mercado financiero. Esa elección implica que la primera alternativa es preferida, pero, ¿quién garantiza que, al dedicarse al mercado, esa persona no habría descubierto su «verdadera vocación» o aún una nueva teoría, con base en su experiencia? Siendo así, no hay manera de medir los costes de una decisión a menos que tengamos una máquina del tiempo que nos lleve de vuelta al pasado, posibilitando que exploráramos, en un universo paralelo, lo que ocurriría si la decisión fuera otra.

  Pero, si los costes son subjetivos y conjeturales, ¿no se puede decir nada sobre su contenido? En verdad, si nos alejamos de la «pura lógica de la elección» utilizada para estudiar una decisión de un único individuo y pasamos a estudiar las decisiones en los mercados, el grado de subjetivismo del concepto es más pequeño y los agentes pueden de hecho discordar sobre el valor de los bienes. Los agentes pueden, por ejemplo, engañarse sobre el valor que otros atribuirían a un producto. En el mercado, el coste monetario del alquiler de un inmueble, por ejemplo, refleja su coste de oportunidad, ya que la disposición a pagar por ese servicio por parte de los demás empresarios refleja la opinión que éstos tienen sobre la capacidad de que inmuebles semejantes generen riqueza en otros mercados, que operan a la vez.

  Mientras más usos alternativos son posibles simultáneamente, más concreto será el coste de oportunidad. Bajo la libre competencia, existen incentivos para que la actividad empresarial se dirija a la evaluación de los usos alternativos y una mala evaluación tiende a resultar en perjuicio, corrigiendo así la opinión equivocada sobre el valor de los bienes. Bajo monopolio, por otro lado, esos incentivos son menores- los costes de oportunidad comienzan a sufrir de falta de imaginación.

  Una decisión de qué carrera seguir, por su parte, implica un coste de oportunidad más indefinido, como hemos visto. De hecho, un ingeniero sólo podría conjeturar lo feliz que sería si fuera un bailarín profesional. Eso ocurre porque no existe la posibilidad de dedicarse simultáneamente a varias carreras. Finalmente, si tomáramos una decisión de política económica, por el hecho de que sólo una de ellas se puede probar a la vez, es mucho más difícil percibir el coste de oportunidad de las elecciones tomadas.

  En los ejemplos de arriba, mientras más alternativas haya para ser exploradas, más definido será el coste de oportunidad de una acción. Eso nos lleva de vuelta a la tesis de este artículo: mientras más profundizamos en el camino intervencionista, más difícil será concebir alternativas liberales. Mientras más intervencionista sea una sociedad, mayor la cantidad de elecciones tomadas bajo ambientes controlados centralmente, quedando menos espacio para que la acción libre intente caminos alternativos no imaginados anteriormente. Cuantas menos soluciones se intentan simultáneamente, más pequeña es la imaginación acerca de alternativas.

  El lector puede probar esa tesis proponiendo, en encuentros con compañeros, la desestatización de cualquier servicio, o una reforma más modesta, pero en la dirección de un menor control. La reacción negativa siempre incluye observaciones sobre la imposibilidad de vivir sin las instituciones presentes. Sin regulación en el sector aéreo, ¿qué garantiza que las rutas menos importantes serían mantenidas? Sin correo estatal, ¿qué garantizaría que las cartas se entregarían en lugares remotos? Sin reservas fraccionarias, ¿qué garantizaría que el ahorro financiara la inversión? Sin bancos centrales, ¿qué garantiza que los precios se estabilicen? Sin faros estatales, ¿qué garantiza que los navíos no choquen con las rocas, ya que sería imposible el cobro a los navíos que usan el servicio pero rechazan pagar por él?

  En todos esos casos, la dificultad de percibir que existirían alternativas resiste incluso a ensayos históricos que muestran como las cosas, de hecho, eran diferentes en tiempos pasados o aún hoy en otras sociedades. Aunque Coase[i] haya mostrado cómo en Inglaterra los faros privados resolvieron el problema del cobro de sus servicios, aun así ese servicio se utiliza en los libros de texto modernos como uno de los principales ejemplos de servicios que no podrían ser ofertados por firmas privadas.

  Resulta siempre muy divertido mencionar la propuesta de Hayek sobre la desnacionalización del dinero y observar la reacción del interlocutor. Éste, invariablemente, quedará irritado con la simple discusión de una hipótesis interesante, pero radicalmente diferente de las instituciones que santifica. Irónicamente, será usted el acusado de dogmatismo.

  Naturalmente, propuestas muy diferentes de las adoptadas en el presente no pasaron por un proceso de selección por tentativas y errores. En ese caso, el conservadurismo tiene un papel crucial para la preservación de la civilización. Pero, eso no sirve como disculpa para justificar indiscriminadamente el monopolio estatal y el status quo. En muchos casos, si las alternativas fueran de hecho inviables, ¿por qué el temor?, ¿por qué se prohíben? Además de preservar privilegios, la garantía del monopolio impide que se vislumbren alternativas.

  En un mundo intervencionista, el estatista es el verdadero conservador. Una crucial tarea «progresista» del liberal será entonces mostrar que existen alternativas al estatismo, por medio de estudios teóricos e históricos que mitiguen la falta de imaginación acerca del coste de oportunidad de las elecciones de políticas económicas.

[i] Coase, R. H. “The Lighthouse in Economics”, Journal of Law and Economics 17, (2): 357—376, 1974.