LEYES Y JUSTICIA EN UNA SOCIEDAD LIBERTARIA

 

    – Tiago Rinck Caveden –   

 

 

 

Muy frecuentemente vemos que personas que aceptan los principios liberales/libertarios, reconociendo en ellos una elevada superioridad ética y económica, no consiguen concebir cómo las leyes y el servicio de justicia podrían existir sin violar tales principios. Estamos tan acostumbrados a las leyes impuestas por un monopolio coercitivo que se hace realmente difícil imaginar cómo podrían existir, y principalmente, ser respetadas, en una sociedad libre de coerción institucional.

Este texto tiene como propósito demostrar que las leyes y la justicia no sólo pueden existir, sino que ya existieron sin que se necesitara ninguna coerción para imponerlas. Comenzaré citando ejemplos históricos de sociedades que tenían leyes y justicia no coercitivas, explicando resumidamente cómo funcionaban, y seguidamente detallaré como ese sistema no sólo podría ser aplicado en las sociedades modernas, sino también como sería más eficiente en la elaboración de leyes de lo que lo es el monopolio estatal que tenemos hoy.

 

La Irlanda y la Islandia medievales.

Tanto Islandia como Irlanda pasaron siglos bajo un sistema de Common Law donde las leyes y los juicios no eran impuestos coercitivamente, pero aun así, eran mayoritariamente respetados. Describiré rápidamente cada uno de los casos. Para mayores informaciones, sigan los links al final del texto.

Islandia comenzó a ser ocupada a finales del siglo IX. Algunas décadas más tarde, ya en el comienzo del siglo X, sus habitantes crearon el Althing, algo que puede ser comparado a un parlamento, compuesto por un número limitado de individuos llamados chieftans. Ese «parlamento» no tenía presupuesto o empleados.

Normalmente se reunían sólo dos semanas por año. Sus miembros no sólo escribían las leyes, sino que también actuaban como abogados y representantes de sus clientes. Eso es lo que hay que destacar, los chieftans tenían clientes, no electores. Un cliente insatisfecho podía cambiar de chieftan, así como hoy podemos cambiar de abogado. Un chieftan sin clientes perdería no sólo su remuneración, sino también su influencia. Otro detalle interesante es que el puesto de chieftan en sí podría ser vendido en cualquier momento. Aunque tal posición naturalmente atrajera a los miembros más ricos de la sociedad, el poder de un chieftan estaba controlado por el riesgo de perder todos sus clientes en beneficio de otro chieftan.

En el caso de una disputa entre individuos, el acusador instaba al acusado a un juicio, para el cual cada una de las partes debería escoger 18 jueces. En ese primer momento, al menos 30 jueces deberían votar en unísono. Si más de 6 jueces votaban en desacuerdo a la mayoría, el caso requería un juicio más complejo, en el cual los chieftans representantes de cada parte escogían a los jueces.

Es importante observar que ambas partes concordaban formalmente en acatar el resultado final del juicio. Había por lo tanto un contrato, que legitimaria, desde el punto de vista de la ética libertaria, un eventual uso de fuerza para garantizar el cumplimiento de la decisión.

Y ¿qué acontecía si el acusado no aceptaba ir a juicio? En lugar de utilizar la coerción para obligar al acusado a responder judicialmente, el acusador tenía como opción exigir a los chieftans que eligieran un cuerpo de jueces que podría decidir declarar al acusado como «fuera-de la-ley». La consecuencia inmediata de ser tachado de fuera-de la-ley era la pérdida completa de la protección legal. Si el individuo no quiere colaborar con el sistema legal, ese mismo sistema no va a protegerlo de ninguna agresión que vaya a sufrir. Además de eso, ese individuo tendría serias dificultades en mantener relaciones sociales – a nadie le agrada la idea de interactuar con personas que no aceptan responder judicialmente por sus actos. El poder persuasivo de esa amenaza de ostracismo era enorme, prueba de eso es el hecho de que Islandia haya pasado casi tres siglos bajo ese régimen.

El ejemplo irlandés es aún más interesante, porque duró mucho más. Durante prácticamente un milenio la sociedad irlandesa vivió libre de un sistema monopolizado de leyes y justicia.

La Irlanda medieval se organizaba en túatha (plural de túath), organizaciones de origen principalmente religioso que tenían algunos aspectos semejantes a los de un club: un individuo podría salir de una túath y entrar en otra con relativa facilidad. Las propias túatha podían fusionarse o escindirse en diferentes túatha. Esas túatha eran regidas por reyes. Esos «reyes», sin embargo, no tenían el poder de tasar fiscalmente a sus súbditos como les viniese en gana, ni tampoco podían elaborar leyes. Servían como líderes espirituales y militares, en caso de guerra. La elaboración de las leyes se daba principalmente por las decisiones de juristas profesionales, llamados brehons. Las leyes se basaban principalmente en tradiciones y costumbres, así como en la religión.

Las disputas judiciales se resolvían de manera semejante a la de la Islandia. Acusador y acusado entraban en acuerdo sobre quién sería el juez de su disputa. Si el acusado no aceptaba ser juzgado o no aceptaba las proposiciones de jueces del acusador, corría el riesgo de ser tachado como un fuera-de la-ley. El sistema de ostracismo irlandés era un complejo esquema basado en contratos llamados sureties, los cuales no pretendo detallar. Sólo confirmo que eran contratos voluntarios que traían reputación al individuo cuando eran respetados, y podían llevar al ostracismo y a la expulsión de la túath en caso de no respetarlos.

Ese sistema irlandés duró hasta la invasión inglesa. En otras palabras, duró hasta que fue violentamente sustituido por un Estado extranjero.

Lo que probablemente permitió al sistema irlandés durar mucho más que el islandés fue su mayor flexibilidad. Cualquier individuo podría ser un brehon, y el número de túatha también era variable. En el sistema islandés, el número de chieftans era limitado, lo que garantizaba un oligopolio a esos chieftans.

Ambos sistemas tenían importantes elementos en común. De entrada, no existían crímenes sin víctimas. Todo juicio era resultado de una disputa entre individuos. No existían prisiones, toda punición se basaba en el resarcimiento e indemnización. Las leyes se derivaban de las tradiciones y costumbres. Y, a buen seguro, el elemento más importante: lo que garantizaba el respeto a las leyes no era una amenaza de uso de la fuerza (coerción), y sí la amenaza de ser completamente ignorado por la sociedad y, principalmente, por todo el cuerpo jurídico que protegía a los individuos de agresiones de terceros. Notemos que eso no es una iniciación de coerción. Tachar y dejar de proteger alguien no viola de forma alguna la ética libertaria.

Nota importante: ninguno de esos dos países podría ser considerado una verdadera sociedad libertaria, o siquiera algo próximo. Aunque el modelo de leyes y justicia adoptado por esas sociedades no estuviera basado en un monopolio coercitivo, no podemos olvidar que estamos hablando de sociedades medievales. Atrocidades como la esclavitud y la servidumbre eran comunes a la época. Muchos individuos ni siquiera tenían acceso a los sistemas jurídicos descritos arriba. Resumiendo, había muchas injusticias en esas sociedades, así como en cualquier sociedad medieval, pero aun así sirven como ejemplos históricos de que las leyes no dependen de la coerción para ser aplicables.

 

¿Cómo podría funcionar actualmente?

Una sociedad capitalista depende fuertemente de los contratos. En una sociedad libertaria, donde las leyes no estarían impuestas y la propiedad privada fuera respetada, los contratos serían aún más frecuentes e importantes. Esos contratos tendrían un papel fundamental en la organización de la sociedad. Contratos de trabajo, de boda, de prestación de servicios de los más variados, y aún entre habitantes y sus condominios – entidades que estarían muy presentes en tal sociedad, ya que constituyen una forma eficiente de proveer servicios de red, tales como redes de transporte, agua, electricidad etc. -, todos esos variados contratos por sí solos ya serían una forma de ley voluntaria.

Para que un contrato formal tenga credibilidad, es decir, para que sea algo más que un pedazo de papel o bits en un ordenador, es necesario que al menos una institución jurídica reconozca ese contrato. Esa institución – o esas instituciones – puede responsabilizarse por la resolución de eventuales disputas entre signatarios de sus contratos, aplicando sus propias leyes. De un punto de vista ético, tales instituciones también podrían utilizar la coerción para hacer valer el contrato. Quién inicia la actitud criminal es aquel que incumple un contrato establecido, y no aquel que garantiza su cumplimiento utilizando el mínimo de fuerza necesario para ello.

Podríamos tener instituciones de justicia con el único propósito de establecer leyes a sus signatarios, sin necesariamente arbitrar acuerdos entre ellos. Individuos o instituciones podrían exigir de aquellos deseosos de interactuar con ellos el respeto a una serie de normas y leyes. Para ello, tendrían que someterse voluntariamente a alguna institución aceptada como una defensora de esas leyes en particular. Eso ciertamente variaría mucho, yendo desde exigencias del cumplimiento de leyes altamente restrictivas (religiosos radicales, por ejemplo) hasta exigencias más cotidianas, como por ejemplo un empleador que exige de sus empleados el cumplimiento de leyes mínimas las cuales considera esenciales para el ejercicio del servicio que él contrata. En la ausencia de un monopolio legislativo, las personas exigirían garantías para prácticamente todo lo que vinieran a hacer, mucho más de lo que hacen hoy.

Pero, ¿y los crímenes que no estuvieran regidos por absolutamente ningún contrato? ¿Cómo serían tratados, ya que no podemos iniciar coerción contra nadie?

Antes que nada, es necesario resaltar que tales eventos serían muy raros. No sólo porque la práctica criminal estaría mucho menos incentivada por el contexto de libre mercado de tal sociedad, sino también porque sería muy difícil encontrar individuos adultos que nunca se hubieran sometido voluntariamente a ninguna legislación. Acuérdese, los contratos serían demandados todo el tiempo, y las personas no sometidas a ningún cuerpo jurídico no tendrían mucha credibilidad para firmar cualquier contrato de peso, como sucedía en Irlanda con las sureties. Un individuo no sometido a ningún cuerpo de leyes tendría dificultades para tener un empleo, para vivir en cualquier condominio, para tener una cuenta bancaria, para prestar cualquier servicio más elaborado, finalmente, tendría que ser prácticamente alguien auto-suficiente, aislado de la sociedad. Si eso ya era indeseable en tiempos medievales, época en que la sociedad estaba menos interconectada, hoy sería una tarea extremadamente ingrata.

Pero, por el bien de la argumentación, vamos a imaginar lo que sucedería en el supuesto de un crimen cometido por alguien no sometido a ningún conjunto legal. La víctima de ese supuesto criminal podría instarlo a juicio. En una situación ideal, víctima y acusado entran en acuerdo sobre quién será el árbitro de la disputa, y por tanto, tenemos nuevamente un contrato en juego. Pero, ¿y si no hubiera acuerdo? En ese caso, como acontecía en los ejemplos medievales, el acusador tendría la oportunidad de demandar la declaración del criminal como «fuera-de la-ley».

Los detalles de cómo tal sistema de ostracismo funcionaría – como, por ejemplo, cuantas proposiciones diferentes de jueces el acusado podría rechazar hasta ser tachado como fuera-de la-ley, entre otros criterios más específicos – no pueden y no necesitan ser previstos. Podrían hasta existir múltiples sistemas de ostracismo, con criterios diferentes. Alguien declarado por un sistema muy estricto, del tipo que considera muy fácilmente a alguien como fuera-de la-ley, tendría menos dificultades para continuar viviendo en sociedad que alguien declarado por un sistema más permisivo, que da varias oportunidades a un criminal.

Lo que es importante notar es que, no sólo ese fuera-de la-ley tendría dificultades para relacionarse con otras personas, sino que perdería la protección de todos los órganos de justicia, una vez que es del interés de esas instituciones que las personas acepten ser juzgadas. El individuo fuera-de la-ley estaría relegado a su propia suerte, pudiendo ser víctima de justicieros violentos sin contar con el apoyo de ninguna institución de protección. Nuevamente, si el poder persuasivo de tal ostracismo era fuerte en sociedades medievales, imagine hoy, con la altísima división de trabajo e interdependencia que tenemos, sin contar con todas las tecnologías que permiten fácilmente identificar la presencia o no de etiquetas asociadas a individuos (piense en el sistema de protección al crédito). La carga de ser tachado como fuera-de la-ley sería en la abrumadora mayoría de los casos peor que cualquier condena que pudiera sufrir.

 

¿Por qué defender tal sistema?

Si la ausencia de coerción institucional no es por sí sólo un motivo suficiente para convencer el lector, hay en ese esquema una otra ventaja enorme en relación a un monopolio legislativo.

Las leyes en tal sistema ya no serían la manifestación de los devaneos de un conjunto de burócratas dotados de poder autoritario. Serían el fruto de la evolución natural, vía proceso de mercado, de las tradiciones, costumbres y reglas de conducta ya existentes en la sociedad. Las leyes ya no serían inventadas, sino que constituirían «descubrimientos». Las instituciones que intentaran inventar leyes sin respaldo de la sociedad no irían muy lejos.

En ese contexto, existirá siempre una altísima diversidad de leyes, para servir a los más variados gustos – como todo tipo de servicio en un sistema genuinamente capitalista. Pero habrá siempre un conjunto mínimo de leyes defendido por toda institución jurídica. Serían las leyes más fundamentales del comportamiento humano, principios éticos básicos como «es equivocado matar, robar, violar».

Una institución que no condenara atrocidades como esas difícilmente se mantendría en el mercado. Ese cuerpo mínimo de leyes avanzaría de la manera más rápida posible para lo que se entiende por Derecho Natural, ya que, como todo en un libre mercado, evolucionaría según el juicio de valor subjetivo de la sociedad como un todo, y no según intereses electorales de una casta de gobernantes. La legislación evolucionaría de manera semejante a la propia evolución natural o a otros sistemas de orden espontánea.

A la vez, ese sistema traería soluciones completamente voluntarias a las varias cuestiones debatidas acaloradamente en grupos de discusión libertarios, como, por ejemplo, ¿debe o no debe existir la propiedad intelectual? ¿Deben la calumnia y la mentira de manera más genérica ser criminalizadas? ¿Las manifestaciones de la libertad de expresión que influencien directamente crímenes violentos son algo a ser condenado? ¿Cuál es exactamente el castigo ideal para cada crimen? ¿Debe existir la pena de muerte? ¿Existe una obligación positiva de los padres para con sus hijos? ¿Y para con un feto – abortarlo o «tratarlo apenas», sería un crimen? ¿Qué es exactamente una agresión? ¿Sería la circuncisión un acto de agresión al niño? ¿El principio lockeano de apropiación original sería el ideal a aplicar en absolutamente todos los casos? ¿Cómo se apropiaría alguien de una reserva ecológica, cuyo objetivo es justamente preservar parte de la naturaleza intocada, siguiendo estrictamente ese criterio? Normalmente estamos de acuerdo en que las externalidades negativas son una violación del derecho a la propiedad, pero ¿todas ellas merecen resarcimiento? Es prácticamente consenso, por ejemplo, que cosas como la polución o el ruido son externalidades negativas dignas de una eventual respuesta coercitiva, pero ¿y actitudes como construir un edificio que bloquea la luz solar que antes alcanzaba una residencia vecina? ¿Eso debe ser condenado? Y si la residencia produjera energía eléctrica a partir de esa luz solar, ¿el veredicto cambia? Hay toda una serie de cuestiones para las cuales no podemos pensar que tenemos la respuesta perfecta en la punta de la lengua, porque implican necesariamente arbitrariedades. La mayoría de edad, por ejemplo. ¿Cuál es la edad ideal? Hoy esas arbitrariedades son todas decididas por burócratas sin ningún criterio de performance. En el arreglo propuesto, las instituciones que agreguen más valor a la sociedad serán las mayores recompensadas, pues tendrían más clientes. Todas esas preguntas serían respondidas por el proceso de competición entre instituciones de justicia.

Y finalmente, si el lector aún considera que no debe defender tal cosa por el hecho de ser «demasiado utópica», extremadamente distante de nuestra realidad contemporánea, reproduzco aquí la argumentación de Stephan Kinsella para avisar al lector que él probablemente ya defiende algunas utopías – sólo que no se dio cuenta de eso. ¿No lo cree? Intente entonces imaginar un mundo sin asesinatos. Un mundo en el que nadie jamás mata a nadie, al menos no intencionalmente. Dada la naturaleza humana, podemos afirmar que tal cosa probablemente nunca existirá. Es incluso más utópico que un sistema de leyes no coercitivo, cosa que ya existió efectivamente en el pasado. Sin embargo, aun así, usted probablemente no defiende la práctica del asesinato, tampoco predica un «nivel mínimo de asesinatos» para que la sociedad continúe funcionando. Siendo ese el caso, usted ya defiende una utopía aún más improbable que la propuesta en este texto. Un mundo sin asesinatos es aún más radical que un mundo sin instituciones coercitivas que monopolicen las leyes de una región.