LA UTOPÍA POLÍTICA ES EL OPIO DE LOS INTELECTUALES

 

– Bruno Garschagen –  

  La idea moderna del intelectual comprometido y formando parte de un grupo específicamente identificado nació en Francia en la época del Caso Dreyfus. El intelectual, sin formar parte de la estructura de poder de su sociedad, emitía sus opiniones supuestamente en nombre de los más elevados principios éticos e intelectuales, y no de acuerdo con las verdades oficiales, nos cuenta Eric Cahm en su libro The Dreyfus Affair in French Society and Politics.

  Durante el siglo XIX, los intelectuales comenzaron a entrar en las instituciones que componían la estructura de poder ejerciendo las funciones de especialistas y profesores. Y fue una parte de esos intelectuales la que alimentó y difundió diversos tipos de utopías presentadas de forma estructurada, desestructurada o simplemente delirante.

  La utopía no es exclusiva de los intelectuales, pero el pensamiento político utópico y su tentativa de realización histórica son una especie de monopolio natural de una numerosa e influyente parcela de ese grupo.

  Sus ideas políticas utópicas estructuran desde la concepción del poder centralizado hasta la formulación de las decisiones y acciones necesarias para someter a los miembros de la sociedad donde se pretende desarrollar un proyecto de ingeniería social con el objetivo de redimir o perfeccionar la condición humana según una política de perfección y rumbo a un futuro radiante y libre de los sufrimientos, restricciones y carencias del presente y del pasado.

  Tal vez el ejemplo histórico más grandioso de la tentativa de implementación de una utopía política basada en una política de perfección haya sido el periodo del Terror llevado a cabo por los Jacobinos durante la Revolución Francesa. El estado fue estructurado de forma que se permitió que una determinada concepción de poder centralizado se desarrollara y se desplazara de forma permanente para mantener la revolución en progreso e impidiera las eventuales reacciones. Un poder móvil es siempre más difícil de combatir que un poder estático, cuyo mantenimiento y equilibrio acaban por ser su talón de Aquiles.

  La utopía jacobina devoró a sus próceres porque es propio del sistema el que se retroalimente mediante la violación o eliminación sistemática también de sus agentes. Y es interesante destacar, obviamente con la debida distancia histórica y con el cotejo analítico de los diversos relatos y estudios realizados, la grandiosa ingenuidad de los utópicos al ambicionar tener bajo control, desde el inicio, toda la compleja cadena no linear de eventos suscitados por los profundos cambios morales, sociales, políticos, económicos provocados.

  Los raros líderes utópicos que no fueron devorados por la praxis del movimiento o tuvieron suerte o rápidamente percibieron como moverse en las entrañas de la bestia que ayudaron a crear.

 La ingenuidad de Robespierre, un intelectual y hombre de acción, podía ser dimensionada por su ambición desmedida. De abogado pacifista, pasando por revolucionario inflamado hasta auto-coronarse líder del Ser Supremo, Robespierre perdió el control mucho antes de perder la cabeza bajo la guillotina.

 Por más que se presenten sólo como hombres de ideas, exponiendo así un irresoluble oxímoron, un grupo numeroso de intelectuales políticos y económicos construyen mundos utópicos con la expectativa de verlos instituidos y repiten la utopía de Robespierre, aunque desconozcan, ignoren o rechacen su herencia.

  El sufrimiento, los males, las violencias que integran su política de perfección no son consecuencias no intencionales de ideas virtuosas, sino la estructura interna de un método de acción envuelto en una teoría que muchas veces es presentada como una simpática solución para problemas serios y reales. Solucionar tales problemas no es la finalidad para esos intelectuales, de izquierda o no, que buscan la implementación de la utopía para sustituir los antiguos por los nuevos problemas, nunca admitidos como tales.

  Hay, de hecho, una operación para desplazar completamente el buen sentido y el sentido común, para enterrar la tradición en nombre de una novedad progresista que conducirá a la humanidad a un excéntrico paraíso terreno. Es flagrante la definición de un infame sistema de castas basado en la superioridad moral auto-atribuida. El nuevo sistema utópico progresista se crea para operar bajo el mando de una élite superior compuesta por ellos mismos.

  La tan propalada idea de igualdad es completamente fraudulenta porque establece, desde el principio, dos niveles distinguidos de seres humanos, uno superior y otro inferior. Éste debe reconocer su inferioridad y transferir, como quería Rousseau, su voluntad individual a la voluntad colectiva, una estratagema para diluir el poder y los derechos del individuo de forma que se redimensione hiperbólicamente el poder centralizado de la élite integrada por aquellos intelectuales.

  Los hijos de Rosseau también son netos de Robespierre; y la utopía política, el opio de los intelectuales.

 

  El opio de los intelectuales

  El término «el opio de los intelectuales» evoca dos ideas: la primera, de autoría de Raymond Aron, que el opio de los intelectuales era el marxismo[i]; la segunda, escrita por Karl Marx, que la religión es el opio del pueblo.[ii]

  Antes, sin embargo, es necesario hacer un encuadramiento teórico. Los estudiosos del fenómeno no llegaron a un consenso para establecer un concepto definitivo para la utopía. Las definiciones utilizadas dependían de los objetivos específicos de cada estudio. Estaban de acuerdo, sin embargo, en que cualquier concepto debería contener por lo menos uno de estos tres elementos: forma, contenido y función. La posición que considero más adecuada a la interpretación de la utopía política, que clasifico como revolucionaria, es la de Ruth Levitas, para quién la mejor definición debería ser capaz de incorporar forma, contenido y función.[iii] Hay una diferencia entre utopía política revolucionaria y utopía literaria: el hecho de que la versión revolucionaria de la utopía política no sólo describe y prescribe una sociedad ideal y perfecta, sino que tiene un proyecto de poder para realizarla y emprende todos los esfuerzos en ese sentido.

  Una utopía literaria no pretende nada además de ser una descripción detallada de una sociedad o de un mundo idealizado, y su forma y función prácticamente definen un fin en sí mismo. Romances utópicos pueden ser usados por utópicos revolucionarios como base para sus ambiciones, pero no fueron realizados, aunque puedan haber sido idealizados, con tal finalidad.

  Una utopía política revolucionaria, por otra parte, elabora esa prescripción descriptiva, que puede ser explícitamente detallada o estratégicamente pulverizada o diluida de forma que esconda sus verdaderos objetivos, como un plan de institución de un tipo de régimen controlado por una determinada élite que se presenta como la única capacitada para emprender un proyecto de perfección y para conducir a la sociedad hacia un futuro ideal.

  El filósofo húngaro Aurel Kolnai afirmó que la utopía era no sólo el perfeccionismo, sino, concomitantemente, la impostura del ideal de perfección. Según Kolnai, el mundo utópico constituía, en realidad, un campo simplificado de perfección en el cual la sociedad era un organismo armónico y los individuos eran clasificados según una jerarquía científicamente organizada.[iv] Karl Marx, por ejemplo, intentaba esconder el carácter utópico de su pensamiento político bajo un barniz científico.

  Intelectuales a la izquierda y a la derecha manifestaron sus utopías políticas a lo largo de la historia de forma más o menos articulada y esquemática. Los que tuvieron éxito fueron justamente aquellos que, unidos a algún movimiento o grupo, consiguieron que sus ideas fueran usadas como programas de un proyecto de poder.

  Muchos de esos intelectuales utópicos sabían exactamente cuáles serían las consecuencias intencionales de sus ideas y asumían plenamente la responsabilidad por las consecuencias no intencionales. Algunos pocos, aunque profesasen algún tipo de buena fe, preferían ignorar los resultados de aquello que proyectaban para toda una sociedad en nombre de un supuesto bien común, que no tomaba en consideración los modos de vida y los individuos que la componían.

  Ambos combinaban un sentimiento de superioridad moral con el monopolio de la virtud. Estaban tan embriagados con su propia bondad y tan excitados con el sentimiento de la misión a cumplir que harían cualquier cosa para realizar el proyecto de perfección.

 

  El proyecto de perfección

  Tal proyecto de perfección política se fundamenta en una utopía revolucionaria que sostiene un proyecto de construcción futura de una sociedad ideal y perfecta. Los utópicos consideran legítimo, bajo las perspectivas política y moral, utilizar todos los medios y recursos necesarios, incluyendo la violencia, para realizar este proyecto. Sólo así, creen, será posible alcanzar la plenitud de la felicidad, del bienestar, del progreso, de la satisfacción de los deseos, y el fin de todos los sufrimientos y necesidades insatisfechas, o sea, un estado ideal de perfección.

  La creencia de que la política es el instrumento más adecuado para perseguir el estado ideal de perfección, y así con poder para redimir la naturaleza humana de los fallos que imposibilitan el proyecto, parte de la hipótesis utópica según la cual todas las cuestiones genuinas (como la búsqueda de la sociedad perfecta del futuro) tienen una única respuesta correcta.

  Isaiah Berlin observó que el argumento utópico se desarrollaba en el sentido de que la inexistencia de una única respuesta correcta significaría que todas las cuestiones presentadas no eran genuinas. De forma complementaria, era fundamental que todos los fundamentos de la respuesta correcta fueran verdaderos porque todas las otras respuestas posibles se basaban en una falsedad.[v]

  Esa estructura de pensamiento permite convertir la utopía política en un modelo teórico ficticiamente perfecto que no admite contestación porque cualquier crítica a sus fundamentos se refuta con la acusación de que el crítico no formuló una cuestión genuina y, por eso, no alcanza la única respuesta correcta existente.

  La defensa de la idea no se da mediante la fuerza intrínseca de sus fundamentos, sino por una forma peculiar de reaccionarismo, que intenta destruir a los críticos mediante la descalificación sistemática de los argumentos contrarios, no por lo que presentan, sino por lo que no exponen, en resumen, por la acusación de la inexistencia de una cuestión genuina.

  La idea del tiempo en la utopía política es bastante peculiar e importante. Cuando menciono que el proyecto de perfección es un proyecto de futuro es porque la promesa forma parte de la estructura retórica y de la necesidad de mantener el objetivo final en progreso, y no efectivamente siendo realizado. Al verse a sí misma como la realización de la perfección, la utopía política funciona como si su existencia como idea prescindiese de una realización material que efectivamente trajera la felicidad a los individuos.

  Realizar el proyecto extinguiría la utopía y, por su parte, aboliría aquel tipo de poder extremadamente concentrado de la élite política revolucionaria. O sea, realizar la utopía significaría su propio fin y, como consecuencia, el fin de sus artífices. Y no podemos esperar que los agentes de la utopía actúen de forma consciente para extinguir aquello que les garantiza y preserva la existencia.

  La permanencia en el tiempo de la promesa utópica permite que el poder central tenga control sobre los acontecimientos, dirigiéndolos, y, principalmente, que se mantenga al mando de todos los procedimientos y procesos de ese work in progress.

  En su tesis de doctorado sobre la política de perfección, en la cual estudia a Isaiah Berlin y Edmund Burke, el profesor João Pereira Coutinho, define la utopía como una realidad estática que prescinde del futuro porque «ella misma, en su intocable perfección, concilia el pasado, el presente y el futuro. La utopía no desea lo mejor posible porque ella misma es, desde luego, lo mejor y lo posible».[vi]

  Ese tipo de mentalidad se retroalimenta en su no-realización, lo que establece, finalmente, una paradoja extrema: la retórica política utópica está fundamentada en la transformación práctica y efectiva del mundo para maximizar y distribuir los beneficios y privilegios a cada uno de los individuos, pero su realización, sin embargo, convertiría la utopía en cualquier otra cosa que no ella misma, lo que arruinaría los fundamentos estructurales intelectuales y expondría aquello que originariamente es: un poderoso instrumento de ilusión, fraude y falsificación.

[i] Raymond Aron. «O Ópio dos Intelectuais». Brasília: Editora da UnB, 1980.

[ii] Karl Marx. Introduction in «A Contribution to the Critique of Hegel’s Philosophy of Right». Publicado no jornal Deutsch-Französische Jahrbücher em 7 de fevereiro de 1844.

[iii] Ruth Levitas. «The Concept of Utopia», 179.

[iv] Aurel Kolnai. «Privilege and Liberty and Other Essays in Political Philosophy», 124.

[v] Isaiah Berlin, «The Decline of Utopian Ideas in the West», in The Crooked Timber of Humanity, 24.

[vi] João Pereira Coutinho, «Política e Perfeição: Um Estudo sobre o Pluralismo de Edmund Burke e Isaiah Berlin», (Tese de Doutoramento, Universidade Católica Portuguesa, 2008), 272.

*Artículo cedido por el Instituto Mises Brasil (versión portugués)