Habitualmente suele defenderse que es necesario fijar un salario mínimo, e incluso aumentarlo, para incrementar el nivel de vida de los trabajadores menos cualificados. Con las herramientas de la Escuela austríaca podemos deducir que esto es obviamente contraproducente. Sin embargo, no quiero centrarme solo en dichas cuestiones económicas, sino en el hecho de que se argumenta que esas subidas se realizan para proteger a los menos favorecidos.

  Veamos pues.

  Como siempre, no debemos olvidar que vivimos en el mundo real y no en uno imaginario. Los análisis acerca de qué sistema es el mejor para que los menos favorecidos se enriquezcan deben estar basados en supuestos que sean ciertos en este universo, en el cual se da la escasez de los recursos y una desigual distribución de los mismos alrededor del globo, así como también una disparidad en cuanto a las características físicas y psicológicas de los individuos y en los fines perseguidos por los ellos.

  Supongamos que en una zona concreta la oferta y demanda de los servicios, por ejemplo de hostelería, sitúan el sueldo de un camarero en digamos 100 unidades monetarias. Este será el salario de un obrero con el oficio ya aprendido, en cambio los ayudantes cobrarían 80 unidades monetarias, y los aprendices 60 unidades monetarias. Figurémonos ahora que el gobierno decide intervenir dicho sector, y que una de esas regulaciones consiste en decretar que a todos los camareros se les debe abonar 120 unidades monetarias por su actividad. Habrá casos en los que algún obrero ya recibía esa cantidad antes de la regulación, quizá porque laboraba en un restaurante con muchos clientes. El caso es que después del dictamen únicamente los bares que ya pagaban esa cuantía es seguro que seguirán haciéndolo. Entre los que ofrecían una remuneración menor habrá distintos casos. Algunos tendrán posibilidad de asumir el incremento salarial solo que no lo hacían antes por haber gente dispuesta a trabajar por menos. Otros no obstante, a pesar de tener capacidad, probablemente se nieguen a abonar tanto. Finalmente quedarían aquellos establecimientos que sencillamente no pueden asumir esos sueldos. De este modo lo que conseguiremos es dejar a un montón de personas en el paro.

  Las regulaciones gubernamentales no tienen poderes mágicos. Si se prohíben las piedras éstas no se evaporarán de forma espontánea. Las leyes no cambian las valoraciones subjetivas de los individuos. Si, por ejemplo, subimos el precio de los tomates de manera artificial al doble de su importe natural de mercado, el resultado no será que todo quedará igual que antes (es decir, que se realizarán igual número de ventas). Solamente asumirán la nueva tasación los que ya estaban dispuestos a pagarla anteriormente, los demás, sencillamente, no los comprarán y, como resultado, quedarán un montón de tomates sin vender. Algo similar sucede con la mano de obra, tampoco en este caso se puede obrar un milagro y hacer que las valoraciones de los empleadores cambien o que la productividad de los trabajadores aumente. El resultado será que quedarán fuera del mercado un montón de obreros, los menos cualificados.

  Imaginemos que en un pueblo retribuían a los camareros bien preparados con 100 unidades monetarias y a los menos experimentados con 80 unidades monetarias, y que, de repente, se obligase a los hosteleros a pagar 100 unidades monetarias a todos sus trabajadores. En esa situación, el empresario, por el mismo precio, contratará a los mejor formados, es decir, a los que ya cobraban 100 unidades monetarias antes de la regulación, dejando a los menos expertos sin empleo. Siguiendo con otro ejemplo, si en un en un país con inmigrantes se remunera con 100 unidades monetarias por los servicios de un camarero local, y 80 unidades monetarias por los de uno foráneo, esto no tiene porqué deberse a una menor capacitación de los expatriados. Quizá, simplemente, la población es racista y los clientes de los restaurantes prefieran a los compatriotas, o les dé la sensación de que tienen menos categoría los establecimientos con mano de obra extranjera. Aunque puede que este sentimiento de superioridad solo se dé hacia los inmigrantes de algunas naciones, normalmente más pobres y no a los de otras. Sea como fuere, esto se traducirá en una diferente remuneración. Pero si el gobernante obliga a pagarle a todos los camareros 100 unidades monetarias, lógicamente los hosteleros ficharán solo a los nativos. Si los extranjeros cobraban menos era porque los restauradores calculaban que serían menos productivos por trabajar peor o por el racismo de sus clientes. Entonces solo estarán dispuestos a contratarlos en caso de que la rebaja salarial sea lo suficiente como para hacer creer al empresario que compensará la menor productividad esperada. Al imponerles ingresar 100 unidades monetarias a todos sus empleados, no tendrán ningún motivo para darles ocupación a los inmigrantes. Los sustituirán a todos por mano de obra local o simplemente cerrarán.

  En el caso de que una persona llegue a un país extranjero y no sepa su idioma, no conozca su cultura, y no disponga de conocimientos técnicos específicos de algún oficio, ¿cómo va a competir con los obreros nacionales? Bajarse el sueldo es la única herramienta que le queda para sobrevivir, es la única herramienta de los pobres. Si le quitan eso, le condenarán a la miseria. Sin embargo, medidas tales como el salario mínimo se venden siempre como una defensa de las personas en peores circunstancias. Y esto es totalmente falso, es un embuste. Esas medidas son sostenidas por gobernantes y trabajadores ya posicionados que pretenden impedir la competencia. No quieren que vengan otras personas para hacer idéntica labor que ellos ingresando la mitad, porque esto haría descender su remuneración; así que presionan al gobierno para que promueva dichas leyes. Y tienen la desfachatez de decir que es para proteger a los más desfavorecidos, que lo hacen para que no les exploten.

  Supongamos que yo ahora me voy a Noruega a trabajar de camarero por una paga de 2500 euros, cuando los noruegos ganan 3000 euros por esa actividad, y me dicen que me están explotando y que debería exigir igual estipendio. Está claro que si pido la misma cantidad contratarán a un noruego, por no hablar de que ese comentario deja entrever que quien lo enuncia piensa que soy tonto, pues me están explotando y ni siquiera me doy cuenta. No, no me están explotando, y sé muy bien lo que estoy haciendo. Puede que para un noruego ese importe sea pequeño, pero para mí es suficiente, si no, no me desplazaría hasta allí. Todos estos argumentos realizados por los trabajadores locales, en la mayor parte de los casos, no son más que un intento de mantener su estatus por medio de la violencia. Y digo bien, violencia, puesto que el gobierno impedirá que una persona ofrezca sus servicios por menos de lo estipulado, aunque tanto él como su empleador estén de acuerdo en las condiciones del contrato, poniéndole multas que tendrá que abonar forzosamente o ir a la cárcel obligado, o simplemente retirarán al camarero del local también por la fuerza.

  Para mantener nuestro estatus económico o mejorarlo debemos utilizar los medios económicos, esto es, el esfuerzo y el trabajo bien hecho. Si no queremos que un extranjero compita con nosotros, podemos formarnos más, aprender a hacer algo que ellos no sepan, de modo que ya no puedan competir con nosotros. Pero no deberíamos impedir con violencia que la gente se gane la vida con su trabajo.

  Por supuesto que, para solucionar el problema, cabría sugerir más intervenciones, como por ejemplo, aparte de fijar los sueldos, obligar a los empresarios a contratar a los trabajadores que un gobierno bien intencionado dicte: inmigrantes, gente excluida socialmente, etc. Desgraciadamente así taparemos un agujero a costa de crear otro más grande. La Escuela austríaca demuestra que cualquier otro método que no sea una anarquía de mercado libre hará que las capas más bajas de la sociedad sean menos prósperas de lo que podrían ser.