Franz Oppenheimer decía que existían dos formas de obtener riqueza. Una consistía en crearla por medio del trabajo y del intercambio; la otra, en apropiarse de la riqueza creada por el trabajo de otros, es decir, robar. A la primera forma la llamaba “los medios económicos”, a la segunda, “los medios políticos”. Según Oppenheimer, el Estado es una organización de los medios políticos. Su propia existencia necesita de la previa creación de riqueza por parte de los medios económicos, de la cual se apropia posteriormente a través del uso de la fuerza.[i] La creación de los Estados conlleva, necesariamente, la creación de distintas clases sociales, la de los productores y la de los ladrones:
Todo estado en la historia fue o es un estado de clases, una forma de gobierno de grupos sociales superiores e inferiores.[ii]
En un análisis similar, Alexander Rüstow hablaba de la creación de los Estados como un fenómeno de “superestratificación”, en el que un estrato superior, militar y organizativamente cualificado, se impone y explota a un estrato inferior económicamente productivo.[iii]
Charles Tilly, por su parte, definía a los Estados como organizaciones con poder coercitivo, distintas de los grupos de familia y parentesco, que ejercen prioridad sobre cualquier otra organización en un territorio extenso.[iv] El origen de los Estados se encuentra en el uso de la fuerza por parte de un grupo de personas sobre otro grupo en un territorio determinado con vistas a apropiarse de sus recursos. Para Tilly, la única diferencia entre un Estado y una mafia es el éxito del primero en lograr el monopolio de los medios de coerción.[v]
Pero, como indica Rothbard, una vez el Estado se ha establecido, su principal problema consiste en mantener el poder. Aunque el uso de la fuerza es su habitual modus operandi, necesita a la larga el apoyo de la mayor parte de los gobernados, aunque dicho apoyo no consista más que en una aquiescencia pasiva. El principal medio por el que la clase predatoria gobernante consigue el apoyo de la clase explotada gobernada es ideológico:
La mayoría debe ser persuadida por la ideología de que su gobierno es bueno, sabio y, al menos, inevitable.[vi]
Establecer esa ideología será la tarea de los intelectuales al servicio del Estado. El principal método de establecimiento de una ideología que justifique el poder estatal será el de la sacralización del Estado. Como apunta C. C. Pecknold:
El estado requería de las masas que pusieran su fe en la nación, y usaron la fe religiosa para hacer esto.[vii]
Así, los Estados europeos recurrirán a la sacralización para justificar su poder rodeándose de una aureola sagrada. Uno de los medios que emplearán para conseguir esta aureola será la transferencia de doctrinas teológicas cristianas a la teoría política y de Estado. Serán los intelectuales al servicio del Estado los que desarrollen y propaguen las doctrinas sacralizadoras.
Según Emilio Gentile, la sacralización de la política tenía como objetivo afirmar la superioridad de la soberanía estatal en relación con la Iglesia y la glorificación del Estado como la entidad ideal suprema a la que el ciudadano debe lealtad, devoción y compromiso:
El concepto de la soberanía desarrollado por los teóricos modernos del estado absoluto sentó los cimientos para la sacralización de la política porque fue creado a partir de conceptos teológicos secularizados que transferían los atributos de la divinidad al estado y que así le conferían una sacralidad que ya no dependía de la consagración por la Iglesia.[viii]
Una de las más importantes transferencias de conceptos propios de la teología cristiana a la teoría política está relacionada con un cambio ocurrido durante la Baja Edad Media en la noción de la omnipotencia de Dios. Este cambio tendrá una gran relevancia para el Estado.
Jean Bethke Elshtain, que ha estudiado dicho cambio,[ix] comienza describiendo la teoría de gobierno dominante en la cristiandad occidental durante mil años: la doctrina de las dos espadas establecida por el papa Gelasio I (pontífice entre el 492 y el 496 d. C.). Las dos espadas eran el regnum y el sacerdocium. La doctrina afirmaba que existía un gobierno secular o imperial (regnum) y otro espiritual o episcopal (sacerdotium) y definía la naturaleza respectiva del dominio terrenal y espiritual. Gelasio insistió en que tanto el papa como el emperador (y, por extensión, cualquier gobernante secular) tenían sus propias esferas de responsabilidad, pero que la “espada” espiritual de la autoridad papal tenía una dignidad mayor que la que podía reclamar el poder imperial o real. El papado tenía la auctoritas, y el emperador o rey, la fuerza, la potestas. La auctoritas tenía una dignidad superior.
La ortodoxia cristiana, siguiendo a San Agustín, afirmaba que el gobierno terrenal y el oficio espiritual tenían fines diferentes y estaban dirigidos a propósitos distintos, lo espiritual se orientaba hacia aquello que era eterno, miraba hacia el éschaton; lo secular estaba limitado por el tiempo, era algo que estaba destinado a terminar. Sólo Cristo era Rey de Reyes y nadie más podía hacer tal proclamación, de la misma manera que nadie podía imitar completamente a Dios encarnado. Por ello, los objetivos políticos no se podían expresar en un lenguaje finalista definitivo.
En relación a la idea del poder divino existían dos conceptos principales: el de potentia dei absoluta y el de potentia dei ordinata. El poder absoluto de Dios se refiere a las posibilidades de las que Dios dispone antes de actuar, limitadas sólo por la contradicción (es decir, Dios no puede actuar en contradicción directa consigo mismo). El poder ordenado de Dios se refiere a lo que Dios hace y a la manera en cómo lo hace, manera en la cual se puede confiar y está regulada. En la visión del poder ordenado de Dios de San Agustín o de Santo Tomás (1225-1274), Dios actuaba en el mundo en estricta concordancia con la ley. En el Dios tomista, por ejemplo, la razón divina ejerce prioridad sobre la voluntad divina. Por ello, también nosotros tenemos acceso a Dios por medio de la razón y no únicamente por medio de la revelación. El acceso a Dios por medio de la razón, a lo que se añade la mediación de la segunda persona de la Trinidad, acerca a Dios a la humanidad. Santo Tomás mantuvo la conexión interna entre la razón, la justicia y el amor de Dios, y su voluntad. Permanece la omnipotencia de Dios pero éste está obligado, limitado, en formas accesibles a la razón humana y por medio de las obras de la gracia. Tomás insistía en que la voluntad de Dios es justa. De ello se sigue que Dios no puede hacer nada contrario a su naturaleza y a lo que ha ordenado. El poder ordenado de Dios ofrece un mundo que es estable y cognoscible.
En contraste, otros teólogos, como Pedro Damián (1007-1072), creían que Dios podría, en cualquier momento, cambiar las leyes del mundo que ha creado, enfatizando una voluntad divina que no tiene necesidad de ninguna criatura. Duns Escoto (c.1265-1308) y Guillermo de Ockham (c.1287-1347) no negaban que existiera un orden creado, pero sí afirmaban que Dios no estaba obligado por el orden que había instituido. Ese orden expresaba la potentia ordinata de Dios que estaba subordinada a su poder absoluto, su potentia absoluta. Desde esta perspectiva ya no se considera al poder absoluto como un reino de la posibilidad desde Estas diferentes concepciones de la omnipotencia divina tenían diferentes consecuencias para la práctica política. Desde la perspectiva tomista, heredera del sistema romano-gelasiano, de la misma manera que Dios estaba obligado por el orden que había creado, los soberanos políticos estaban obligados por la ley natural y no podían hacer lo que desearan. Aquel soberano que no respetara la ley natural se convertía en un tirano y perdía el derecho a su poder. En cambio, desde la perspectiva voluntarista, la que enfatizaba la voluntad omnipotente de Dios, de la misma forma que la naturaleza creada no limitaba completamente el poder de Dios, un sistema establecido de leyes no limitaba a un verdadero gobernante soberano. Elshtain destaca el paralelismo entre el poder absoluto de Dios y la idea de que el soberano puede, si así lo necesita, abrogar todas las leyes. Esta doctrina de la “excepción” o la “prerrogativa”, considerada erróneamente como la innovación de Carl Schmitt, tiene su origen en los juristas medievales que utilizaron el código de Justiniano para defender que el poder del emperador, al igual que el de Dios, no estaba limitado.
Dentro de la tradición de los teóricos políticos que enfatizaron el poder absoluto de Dios y lo equipararon con el poder del Estado se encuentra Francis Bacon (1561-1626). Aludiendo a la distinción entre el poder absoluto de Dios y su poder ordenado, Bacon afirma que es en la guerra donde la soberanía del rey alcanza su plenitud y donde puede desplegar sus poderes extraordinarios sin el control de la ley civil, ya que silent leges inter arma (entre las armas las leyes callan). El rey puede proceder por la ley marcial con autoridad suprema, sin tener que atender a las formalidades de su reino.[x]
Otro de los autores destacados dentro de esa tradición fue Thomas Hobbes (1588-1679). Como señala Elshtain, Hobbes es un reduccionista extremo.[xi] Su hombre es un átomo movido por el apetito y la aversión. En el contrato social se entra por miedo. La justicia, el noble concepto que era central para el entendimiento medieval del propósito de la vida política, se reduce al obedecimiento de las leyes y el cumplimiento de los contratos. La justicia consiste en cumplir las órdenes del soberano. Los conceptos de “justo” o “injusto” ni siquiera existen hasta que existe un poder coercitivo. No hay una ley natural en el sentido escolástico que ofrezca una visión de la justicia a la que aspire la sociedad humana. No hay, por tanto, una ley injusta. Si es una ley (si es una orden del soberano) es, por definición, justa. El Estado, por definición, es justo. Es, además, una persona legal ficticia, un hombre artificial, dotado de razón y de voluntad, que llega a la existencia por medio de la alianza coercitiva. Esta persona legal ficticia, el Leviatán, es presentado en un lenguaje de grandeza y asombro. Es un “Dios Mortal”[xii] que utiliza la fuerza de todos los súbditos y la transforma en una fuerza irresistible. Este dios mortal es una unidad, ninguna parte del poder soberano puede alienarse. Sus súbditos, ahora llamados ciudadanos, habiendo rendido su independencia natural, se han vuelto parte integrante del Estado y, por tanto, pertenecen a él incondicionalmente. Cualquier propiedad pertenece, básicamente, al Estado ya que, sin la protección y el poder del Estado, no habría propiedad.[xiii] Además de la unidad, otro atributo del Estado-Leviatán es el poder. Ya que el soberano dispone libremente, según su propia voluntad, del mayor poder humano imaginable y, ya que sólo a él le son conferidos los poderes de todos los individuos singulares, el soberano puede, por consiguiente, modelar la voluntad de todos los ciudadanos que, en la esfera pública, le deben obediencia absoluta.[xiv]
Por último, mencionaremos a Rosseau (1712-1778), quien describe la soberanía con las características con las que otros escritores describían la voluntad de Dios: es inalienable, indivisible, permanente y no puede fallar.[xv] La soberanía reside en la “voluntad general”, es decir, en la voluntad del cuerpo político entero más que en una de sus partes. Rousseau afirma que el poder soberano que surge de la voluntad general es completamente absoluto, sagrado e inviolable.[xvi] Esta voluntad es “esencialmente un concepto religioso inmanentizado y hecho objeto de devoción sagrada”,[xvii] que da al cuerpo político, un poder absoluto sobre todos sus miembros.
[i] Franz Oppenheimer, The State. Its Development and History Viewed Sociologically (Nueva York: Vanguard Press, 1926), pp. 25-27.
[ii] “Every state in history was or is a state of classes, a polity of superior and inferior social groups”. Oppenheimer, The State, p. 5.
[iii] Alexander Rüstow, Freedom and Domination. A Historical Critique of Civilization (Princeton: Princeton University Press, 1980), p. 12.
[iv] Charles Tilly. Coerción, capital y los Estados europeos. 990-1990 (Madrid: Alianza Editorial, 1990), p. 20.
[v] Ver Charles Tilly, “War-making and State Making as Organized Crime”, en Bringing The State Back In, ed. P. Evans, D. Rueschesmeyer y T. Skopol (Cambridge: Cambridge University Press, 1985): 169-187.
[vi] “The majority must be persuaded by ideology that their government is good, wise and, at least, inevitable”. Murray N. Rothbard, Egalitarianism as a Revolt Against Nature (Auburn. Ludwig von Mises Institute, 2000), p. 62.
[vii] “The state required the masses to put their faith in the nation, and they used religious faith to do this”. C. C. Pecknold, Christianity and Politics. A Brief Guide to the History (Eugene: Cascade Books, 2010), p. 5.
[viii] “The concept of sovereignty developed by modern theoreticians of the absolute state laid the foundations for the sacralization of politics because it was created out of secularized theological concepts that transferred the attributes of divinity to the state and thus conferred upon it a sacredness no longer dependent on consecration by the church”. Emilio Gentile, Politics as Religion (Princeton: Princeton University Press, 2006), p. 16.
[ix] Ver Jean Bethke Elshtain, Sovereignty. God, State and Self (Nueva York: Basic Books, 2008), pp. 11-32.
[x] Silvia Manzo, “Los usos políticos del cuerpo – Los dos cuerpos del rey en la filosofía política de Francis Bacon”, KRITERION, Belo Horizonte, 117 (junio 2008): 192.
[xi] Elshtain Sovereignty, pp. 107-108.
[xii] “Mortall God”. Thomas Hobbes, Leviathan, ed. Richard Tuck (Cambridge: Cambridge University Press, 1996), p. 120.
[xiii] Frank van Dun, “Human Dignity: Reason or Desire? Natural Rights versus Human Rights”, Journal of Libertarian Studies, 15, 4 (Otoño 2001): 22. Carlo Altini, La fábrica de la soberanía. Maquiavelo, Hobbes, Spinoza y otros modernos (Buenos Aires: El cuenco de plata, 2005), p. 93.
[xiv] Altini La fábrica de la soberanía, p. 96.
[xv] Jean-Jacques Rousseau, El contrato social, trad. J. Carrier Vélez (Barcelona: Edicomunicación, 1994), pp. 47-51.
[xvi] Rousseau, El contrato social, p. 54.
[xvii] Elshtain Sovereignty, p. 131.