Según Amazon, fui uno de los pocos compradores de El Capital del Siglo XXI, de Thomas Piketty, que realmente leyó el libro.

  Su programa Kindle registra que, de las más de 80 mil copias vendidas, la gran mayoría de los lectores no pasa de la página 26, considerando que el libro posee casi 700 páginas. Eso me recuerda a muchos socialistas que se dicen influidos por Marx, a pesar de no haber leído nunca sus libros; y que también odian el liberalismo sin tener la más pequeña noción de que se trata.

  Un amigo, al verme con tal libro, no vaciló en burlarse: «¡¿Leyendo la nueva biblia de la izquierda?!». «Pues… Soy liberal exactamente por saber lo que los marxistas piensan», respondí.

  Aun no siendo del área económica, política o del derecho, me siento obligado a leer esas «cosas», ya que me intereso por el asunto.

  El Capital del Siglo XXI no es más que una reedición de algunos devaneos marxistas, con el autor intentando relacionar datos seleccionados con supersticiones ideológicas impregnadas con una de las peores flaquezas humanas: la envidia.

  Entre tantos gráficos, Piketty no esconde su interpretación moral sobre la riqueza y, principalmente, sobre la herencia. Llegan a ser cómicas sus recurrentes citas de las novelas de Balzac para ilustrar y «comprobar» las distancias entre trabajadores y herederos.

  Su libro tiene un único objetivo: juzgar moralmente el derecho de una persona a guardar para sí el fruto de su propio trabajo y decidir, por sí misma, cual el destino de ese fruto. ¡La «moralidad» de Piketty llega al nivel de condenar a los herederos por el éxito de los padres!

  Su razonamiento es muy simple: cuanto más rico, más inmoral. Ejerciendo la arrogancia típica de los socialistas, Piketty ignora completamente la historia, los esfuerzos y los talentos de los individuos, agrupándolos como si formaran una única y homogénea masa de personas de carácter condenable por el simple hecho de haberse enriquecido.

  Piketty intenta incontables veces hacernos creer que cuestiona a Marx, aquel que «escribió poseído por un gran fervor político, lo que muchas veces lo llevó a precipitarse y a defender argumentos apenas fundamentados», en sus palabras, pero enseguida enaltece la coherencia de algunas ideas del padre del comunismo.

  Al comienzo, el neomarxista francés da el tono del libro:

El capitalismo produce automáticamente desigualdades insostenibles, arbitrarias, que amenazan de manera radical los valores de meritocracia sobre los cuales se fundan nuestras sociedades democráticas.

  ¿Hola? ¿Un socialista que defiende impuestos y confiscaciones diciendo que el sistema de intercambios voluntarios entre individuos y empresas es arbitrario? Pues… Oigo y leo cosas parecidas todos los días en Facebook, dichas y escritas por personas que nunca leyeron más que panfletos de la izquierda.

  Piketty, en su tentativa de desmerecer la mejoría en la calidad de vida de la población mundial promovida por el capitalismo, reduce el aumento de la expectativa de vida a un… ¡»hecho biológico»! Insiste, todo el tiempo, que la desigualdad es algo terrible por sí mismo, ignorando, por lo tanto, las diferencias entre los diversos países del mundo en lo que se refiere a estas «desigualdades». Queda bien claro que su preocupación no es con la pobreza, sino con la riqueza. He ahí un socialista.

  En su esfuerzo para distorsionar la realidad, Piketty llega a citar el caso chino del que sería un ejemplo de desarrollo social promovido por el estado. Cita las inversiones en educación y en infraestructura, pero se «olvida» de que ninguna escuela o puente se construye sin dinero, y que ese dinero viene de la recaudación de impuestos, y que la cantidad de impuestos recaudada depende del poder y de la libertad económica de la sociedad como un todo.

  O sea: ignora que centenares de millones de chinos se libraron de la extrema pobreza simplemente porque el estado dio un paso atrás, dándoles la libertad para emprender negocios buscando el beneficio, con derechos de propiedad y con la posibilidad de enriquecerse.

  Piketty se «olvidó» de muchas cosas. Se olvidó de hablar sobre el papel del estado en los problemas sociales y económicos de los países atrasados. Se olvidó de hablar sobre los desajustes fiscales, sobre la emisión irresponsable de moneda, sobre las arbitrariedades de los bancos centrales, sobre las concesiones de créditos y de subsidios a determinados sectores, empresas y hasta personas conectadas a los gobiernos, lo que siempre perjudica a los más pobres. Su única referencia peyorativa al estado se da al afirmar que fue gracias a la corrupción del gobierno mexicano que Carlos Slim se convirtió en uno de los hombres más ricos del mundo.

  Su facilidad en tejer juicios morales sobre la «riqueza excesiva» de empresarios, ejecutivos y herederos es proporcional a su indiferencia con el enriquecimiento de políticos y dictadores.

  Intentando desvirtuar la naturaleza moral del capitalismo, Piketty hace una pregunta: «¿Podemos tener la certeza de que el ‘libre’ funcionamiento de una economía de mercado, fundamentado en la propiedad privada, conduce siempre y en todas partes a ese nivel óptimo, como por arte de magia?».

  Por lo que sé, quienes defienden la «magia» en las soluciones de los problemas del mundo son los socialistas, con sus planes siempre muy poéticos en el púlpito y muy trágicos en la realidad. Los economistas liberales afirman que todo desarrollo depende de un largo periodo de libertad económica, lo que posibilita el perfeccionamiento espontáneo de las interacciones entre mercado y sociedad, sin milagros.

  A propósito, el mismo Piketty que ignora a los autores liberales más importantes, tales como Milton Friedman, Ludwig von Mises, Friedrich Hayek y Carl Menger, insiste en enaltecer a Paul Krugman, el padre de la burbuja inmobiliaria norteamericana, defensor de la inflación como herramienta de crecimiento, ponente en eventos de la revista Carta Capital. A esas alturas del libro, no me sorprendió leer que, en la práctica, la «mano invisible» descrita por Adam Smith no existe porque «el mercado siempre está representado por instituciones específicas, como las jerarquías corporativas y los comités de remuneración». ¿De dónde sacó eso?

  Como todo «buen socialista», Piketty no dejaría de asestar su furor ideológico a la cultura norteamericana, citando media docena de series de televisión como ejemplo del culto a la «desigualdad justa». El francés se conmueve:

La sociedad meritocrática moderna, sobre todo en Estados Unidos, es mucho más dura con los perdedores, pues basa su dominación sobre ellos en la justicia, en la virtud y en el mérito, y, por lo tanto, en la insuficiencia de su propiedad.

  Eso es lo que llamo cretinismo y deshonestidad intelectual, por ignorar los más estridentes datos de mejoría de calidad de vida y de inclusión social registrados a lo largo de los últimos 150 años. No por casualidad, Cuba no está citada ni una única vez en el libro.

  También me provocó estupor algunos términos utilizados por el economista, tales como «extremismo meritocrático», «fortunas indebidas» y «arbitrariedad del enriquecimiento patrimonial».

  Su motivación ideológica, siempre anclada en su propia interpretación moral del mundo, nos ofrece frases dignas de líderes estudiantiles:

El problema es que la desigualdad (…) conduce frecuentemente a una concentración excesiva y perenne de la riqueza (…) Las fortunas se multiplican y se perpetúan sin límites y más allá de cualquier justificación racional posible en términos de utilidad social.

  En el mundo de Piketty, la mayoría de las fortunas de hoy se encuentran en las mismas familias de hace siglos y continuarán así para siempre si el estado no interviene con impuestos progresivos, para que así, sólo así, prevalezca el «interés general en detrimento del interés privado».

  Sin embargo, nada me provocó más espasmos que su confesión de que no le gusta el término «ciencia económica» por parecerle «terriblemente arrogante». Él prefiere la expresión «economía política».

  «Los impuestos no son una cuestión técnica», afirma Piketty; «Los impuestos son, eso sí, una cuestión eminentemente política y filosófica, tal vez la más importante de todas las cuestiones políticas.» Piketty ignora completamente lo que dice la historia política de la galaxia: los impuestos y las confiscaciones benefician principalmente a los burócratas que viven de arbitrar esos mismos impuestos y esas mismas confiscaciones. Piketty ignora también el resultado de todas las experiencias socialistas: mientras más se arbitra sobre la riqueza privada, más se intimida al individuo común a intentar enriquecerse, provocando, así, una desmotivación colectiva. La productividad cae.

  De hecho, la desigualdad disminuye y, finalmente, la sociedad deja de estar dividida entre ricos y pobres y pasa a estar formada sólo por pobres, véase Cuba y Corea del Norte, sociedades trágicamente igualitarias.

  Piketty no aprendió que, en vez de rechazar a los ricos, deberíamos intentar mantenerlos voluntariamente junto a nosotros, para que puedan gastar su fortuna consumiendo nuestros productos y servicios, no los de otros. Piketty parece que no conoce siquiera lo que sucedió en su propio país cuando el gobierno decidió sobretasar a las mayores fortunas: sus dueños simplemente se fueron a gastar sus billones a otros países.

  The Guardian se refirió a Thomas Piketty como el «rockstar de la economía». The Economist lo llamó «icono pop». Coherente. Pero yo prefiero mi descripción: Piketty es el economista que hace que los ignorantes se sientan cultos, los idiotas se sientan inteligentes y los socialistas se sientan honestos