LA MISERIA DE LOS EMBAUCADORES Y LA ÉTICA DE LOS GAÑANES
Mentir bien es una cosa complicada. No sólo es imprescindible seleccionar con cuidado los momentos oportunos para urdir una falacia y escoger hábilmente los ingredientes de la misma para que su sabor no provoque un inmediato rechazo. Además es necesario recordar con detalle todo el cómputo de los embustes pasados para evitar caer en contradicciones, lo que requiere de una memoria afilada y flexible, pues implica evocar los pormenores de cosas que no pasaron. Está tan imbricada la mentira con la astucia que incluso hay antropólogos y psicólogos evolutivos que sostienen la hipótesis de la Inteligencia Maquiavélica, que afirma que la capacidad intelectual de los seres humanos se originó a través de un proceso evolutivo en el que fueron fundamentales la manipulación social, el engaño y la cooperación maliciosa.
Podemos asistir a una demostración espléndida de este tipo de inteligencia en la serie de televisión House of Cards, donde el taimado y sinuoso político Frank Underwood ejecuta su ascenso a las cumbres del poder desplegando un catálogo inagotable de estratagemas, ardides, disimulos y artimañas. Superando en astucia y en sutileza a toda una pléyade de enemigos implacables, este personaje, despiadado y seductor, demuestra un talento admirable para la mentira y aplica con destreza los consejos de ilustres y antiguos maestros en el arte de la política como Kautilya, Han Fei Zi o Maquiavelo.
Así, Frank Underwood tiene un objetivo claro del que no se desvía, pero sabe adaptarse a las circunstancias cambiantes y emplea, cuando conviene, tanto la brutalidad como la astucia. Manipula a los que lo rodean apelando a sus emociones y mezcla en sus engaños la verdad con la mentira para ocultar mejor la perfidia de sus designios. Se muestra afectuoso y franco, cuando le interesa, para ganarse la confianza de aquellos de los que planea su ruina. Oculta una daga detrás de cada sonrisa y se convence a sí mismo, en definitiva, de que la verdad es (como dijo Nietzsche) un ejército móvil de metáforas.
Toda esta actividad incansable demuestra una inteligencia profunda y sutil. Pero, si uno cayese presa de la fascinación por ese refinamiento intelectual, correría el serio riesgo de elevar como modelo de conducta a un personaje detestable. Las tentaciones a las que se ve sometida la inteligencia pueden conducir a la soberbia y a la ilusión de omnipotencia, y éstas llevan al desprecio y a la negación de la moral. No es casualidad que muchos de los mejores villanos del cine y de la literatura sean individuos brillantes, refinados y perversos, porque replican las cualidades de los grandes embaucadores contra los que alertaban la mitología y la religión.
Recordemos, por ejemplo, la descripción de Vicente Risco en Satanás. Historia del Diablo, donde explica cómo el demonio, también conocido con el título del Padre de la mentira, goza “de un entendimiento extremadamente sutil, penetrante, que sobrepasa inmensurablemente al de los hombres más sabios; de un ingenio y una habilidad dialéctica pasmosas, de una fuerza de seducción y una aptitud sugestiva difícilmente resistibles…inagotable en el remedio, en la mentira y en el engaño”
Recordemos también a Loki, el embaucador divino de la mitología nórdica, conocido como inventor de las perfidias y responsable de todo cuanto deshonra a los dioses y a los hombres. Loki es hermoso y seductor pero también maligno y voluble, y será el responsable final de la destrucción de todo lo que existe como padre infame del Lobo y de la Serpiente que traerán el apocalipsis.
Las tradiciones antiguas tenían un punto de vista muy saludable sobre estos embaucadores puesto que, a la vez que reconocían su capacidad como inventores de artilugios e innovaciones muy útiles, nunca dejaban de desconfiar de ellos. Así, la tradición cristiana, aunque abundante en filosofía y en escolástica, estableció como modelo de conducta a los santos y no a los sabios. Al fin y al cabo, no todo el mundo puede ser intelectualmente profundo pero sí tiene la capacidad de ser bueno.
De la misma forma las civilizaciones paganas enfrentaron a esos embaucadores retorcidos con héroes enérgicos que se comportaban como auténticos gañanes. Gilgamesh, Thor o Beowulf son unos energúmenos simplones que se abren paso a cabezazos y derrotan a serpientes y dragones, no con la complejidad de los planes que urden sino con la violencia de los golpes que propinan. Aunque no son sofisticados, o quizá precisamente por no serlo, no se dejan engañar por las apariencias y las seducciones de sus astutos enemigos y se oponen con saludable furia al caos y a la destrucción que ellos propagan.
Muchas películas de acción conservan esta tradición milenaria. Así, por ejemplo, los refinados villanos de las películas de La jungla de cristal tienen planes, intrincados y complejos como un laberinto, con los que engañan y confunden a todo el mundo excepto a John McClane, ese socarrón descamisado que improvisa a guantazos su camino y va dejando tras de sí un reguero de sicarios demolidos. Hay que aplaudir con entusiasmo a ese patán heroico e incontenible que agota la paciencia de sus doctos enemigos y pone fin a sus conspiraciones sin necesidad de razonamientos delicados.
Por eso sueño un final inverosímil para las maquinaciones de Frank Underwood: después de que éste agote el inventario de traiciones y de intrigas y, sintiéndose invulnerable en su poder, John McClane se infiltra en el Despacho Oval arrastrándose ensangrentado por el conducto de la ventilación y le vuela la cabeza mientras dice “Yipi Ka Yei, hijo de puta”. Lo que sería, sin duda, un desenlace narrativamente inconcebible pero filosóficamente irreprochable.