LA MENTIRA DEL MINARQUISMO

 – Martín González Fiallega –  

  Bajo el paraguas del liberalismo, existen diversas corrientes de pensamiento que apuestan por diferentes modelos y medidas en la incansable lucha contra el poder desmesurado del Estado. Una de las más afamadas de estas corrientes es el minarquismo, una teoría que aboga por la implantación de un sistema político donde el órgano planificador basado en la coacción, el Estado, tan sólo se encargue de dos funciones, defensa y justicia, y que suele contraponerse a otro modelo, la anarquía de propiedad privada, anarquismo de mercado o anarcocapitalismo.

  El argumento al que más comúnmente recurren los minarquistas es el de que es necesario un Estado que provea estos dos servicios a la población, basándose en la ineficacia del mercado en estos dos sectores, pero sin argumentar nunca en gran detalle cuáles son las deficiencias a las que el mercado se enfrenta en estos dos casos particulares.

  Esta teoría, sin embargo, adolece de graves deficiencias que normalmente se suelen obviar, o no tratar con profundidad, y que trataré de exponer a continuación.

  El primer problema al que se enfrenta el minarquismo proviene de la subjetividad del concepto de defensa y de las múltiples formas de defensa posibles que demandan los individuos dependiendo de sus valoraciones subjetivas. ¿Por qué han de recibir el mismo tipo y nivel de defensa individuos diferentes con distintas percepciones de sus necesidades? Se trata, en realidad, de una imposición. Es decir, el minarquista pretende imponer a todas las personas la concepción homogénea de defensa que considere oportuna, obviando las valoraciones y necesidades subjetivamente establecidas por los diferentes individuos.

  Normalmente, los minarquistas suelen afirmar que a un Estado cuyas únicas atribuciones fueran la defensa y la justicia le bastaría con una presión fiscal de alrededor del 5% para proveer dichos servicios. Esto lo dicen sin ningún fundamento, de una forma casi arbitraria, pues no pueden ni jamás podrán afirmar de forma lógica y argumentada el tamaño que debe tener un Estado minarquista. Y es aquí donde nos encontramos con otro grave problema: ¿de qué forma recurre el Estado minarquista al cálculo económico que le permita saber qué nivel de gasto necesita para una defensa eficaz? Es imposible para un Estado minarquista saber qué nivel de gasto necesita para proveer de defensa a la sociedad, del mismo modo que le es imposible conocer cuáles son las formas correctas de proveer dicho servicio. Así, el supuestamente omnisciente gobernante minarquista puede decidir a su voluntad el volumen y la forma de dicha defensa, pudiendo establecerlo al nivel que desee. En este punto el minarquismo presenta los mismos problemas de cálculo inherentes a cualquier sistema que pretenda organizar la sociedad a través de mandatos coactivos, es decir, la ausencia de cálculo económico y de función empresarial.

  La principal crítica del minarquismo hacia el anarquismo es la existencia de grupos sociales que, organizándose en base a un Estado y a través de su poder militar, son capaces de conquistar y someter a las comunidades anárquicas debido a la supuesta debilidad de estas últimas. Lo que no se plantea el minarquista es que, según su propio razonamiento, los Estados con un mayor nivel de defensa acabarían conquistando a los Estados con un menor nivel de defensa, como aquellos minarquistas. Es decir, el mismo argumento que utilizan en contra de la anarquía puede ser utilizado en contra de la minarquía para defender la necesidad de un Estado gigantesco con un aparato militar descomunal.

  Otro punto que no se plantean los defensores del minarquismo es la existencia de incentivos perversos que pueden llevar a los planificadores a no proveer la defensa que interesa a los individuos (lo cual, por lo anteriormente explicado, es una utopía) sino a proveer la defensa que interesa a los gobernantes, con los consiguientes problemas de corrupción, ineficacia e incentivos perversos. El incentivo no llevará a ofrecer la defensa que la sociedad demande, sino la que más beneficios le produzca a la clase política gobernante.

  La realidad del mal llamado minarquismo es que es imposible poner límite a su poder, pues, bajo cualquier pretexto, el planificador puede aumentar cuando lo desee el tamaño del Estado hasta límites insospechados.

  Todo defensor de la libertad debería plantearse la siguiente cuestión: ¿aunque el Estado pudiera contribuir a la defensa contra ciertos peligros sería eso una razón suficiente para obligar de forma violenta a los individuos a formar parte de él y a contribuír de manera forzada a dicha defensa? La respuesta es no. Y en este punto el libertario debe ser ortodoxo e intransigente de la misma manera en que debe ser ortodoxo e intransigente en contra del asesinato, el robo o la violación. La propiedad es un principio inviolable y bajo ningún supuesto debemos consentir que se atente contra ella, sean cuales sean las justificaciones que se empleen para legitimar dicha agresión.

  Tras analizar estos puntos débiles del minarquismo, no considero que éste sea superior en ningún aspecto a la anarquía. Es más, resulta evidente que el minarquismo carece de los mecanismos adecuados para funcionar correctamente, es tan inmoral como cualquier sistema basado en la coacción institucional e incluso su mismo nombre es una mentira debido a la imposibilidad de garantizar que se trate de un sistema en el cual el poder esté limitado.

  La conclusión es evidente, el Estado minarquista, siquiera sea minúsculo, es tan ilegítimo, y potencialmente tan liberticida, como cualquier otro Estado.