LA INCOHERENCIA DE ESPERAR QUE EL GOBIERNO DECRETE EL LIBRE MERCADO
– Mariana Diniz Lion –
Cuando Uber llegó a Brasil, en los primeros meses los grandes tiburones de los otros medios de transporte presionaron a los gobiernos por una efectiva prohibición.
O, al menos, por la reglamentación del sector.
Muchas personas, inclusive liberales, hicieron coro a esta exigencia regulatoria, creyendo que una eventual regulación sería encarada como una autorización para su existencia y operación – y que, por lo tanto, sería positiva.
El resultado fue que, en muchas ciudades, la aplicación está tan regulada que posee tasas, impuestos y gravámenes excepcionales que encarecen el servicio y perjudican al consumidor a punto de hacer su prestación desventajosa.
Los libertarios saben que el ideal sería que no hubiera ninguna reglamentación, y que la empresa pudiera tener la libertad de decidir con sus compañeros y consumidores los mejores métodos y tarifas, siempre corriendo el riesgo de perder sus clientes por una buena competencia.
Pero hay algunos libertarios, sin embargo, que creen que ese mismo razonamiento no se aplica a un ambiente global.
La reciente polémica del TPP (Trans-Pacific Partnership) es un buen ejemplo.
Para varios libertarios, entre los cuales me incluyo, el TPP es lo opuesto de libre comercio. Se trata de un mamotreto de más de mil páginas que especifican incontables regulaciones para los participantes. Hay capítulos específicos para nada menos que 22 asuntos, de entre ellos leyes ambientales, patentes, compras gubernamentales, nuevas regulaciones para el e-commerce, políticas específicas para el sector de textiles, políticas específicas para el sector de fármacos, reglas sobre el origen de productos, exigencias de verificación y la imposición de leyes laborales (a Vietnam se le obligaría a la creación de sindicatos).
Los acuerdos de «libre comercio» como la TPP no son más que acuerdos que implantan un comercio regulado y dirigido por los gobiernos en pro de grupos de interés poderosos (grandes empresarios conectados al gobierno y grandes sindicatos). Estos acuerdos comerciales sólo amplían el poder regulatorio de los gobiernos y su capacidad de conceder más privilegios.
Un genuino acuerdo de libre comercio, si dependiera de la aprobación del gobierno, necesitaría sólo de una ínfima legislación, declarando que:
Por medio de ésta, el gobierno [inserte el nombre del gentilicio] elimina todas las vigentes barreras, restricciones y prohibiciones a la libre e irrestricta exportación e importación, compraventa y venta, de todos los bienes y servicios entre [nombre del país] y toda y cualquier nación del mundo. El gobierno [inserte el nombre del gentilicio] declara que todas las formas pacíficas y no-fraudulentas de comercio y cambio son cuestiones exclusivas del foro privado de cada individuo, y atañen sólo a los ciudadanos de [inserte el nombre del país] y del resto del mundo envueltos en la transacción. Esta ley entra en vigor inmediatamente.
Pues bien.
El gobierno de Trump rechazó el TPP, aunque por otros motivos. Muchos liberales y libertarios están defendiendo que el acuerdo, por ser un «acuerdo comercial», lo que tendría al menos un punto positivo, siendo en realidad un impulso en la dirección del libre mercado.
Tal razonamiento se asemeja a aquel que defiende la regulación de Uber y de otras aplicaciones de transporte individual privado como símbolo de aceptación gubernamental y del mercado.
La globalización es la personificación del libre comercio, el cual consideramos esencial para el mercado verdaderamente capitalista. El gran problema es que gobiernos, empresarios corporativistas y políticos observaron en la globalización y en las innovaciones de mercado la oportunidad perfecta para beneficiar a sus propias camarillas.
El mercado abierto crea riqueza, aproxima personas y culturas distantes, incentivando un mundo más próspero y seguro. El argumento anarcocapitalista de que las guerras se reducirían al mínimo en ausencia de gobiernos reside justamente en la certeza de que el comercio y el movimiento de riquezas libremente acordados pueden ser más ventajosos para las diferentes personas que el conflicto de la guerra en sí. Sabiendo eso, nada más deseable para gobiernos y burócratas que, por una parte, se establezcan regulaciones específicas que aparentemente resguarden el buen funcionamiento de esta libertad de mercado, y, de otro, que esencialmente manipulen diversos aspectos de las negociaciones para favorecer a sus políticos, empresarios amigos y esquemas de recompensa.
Al fin y al cabo, se insertan tantas reglas, tasas, condiciones y arbitrariedades, que se hace evidente que no existe la más mínima preocupación por la preservación real de la libertad de quien más importa – el individuo, el consumidor final en esta cadena económica.
Si la regulación de un gobierno es capaz de paralizar una economía, imagine la combinación de la regulación de diversos gobiernos a la vez. Eso no es liberalización, es centralización de poder.
Tenemos como ejemplo el NAFTA – North American Free Trade Agreement.
Sobre él, Rothbard escribió:
El NAFTA no es más que un acuerdo comercial dirigido por las grandes corporaciones. Es parte de una larga campaña para integrar y cartelizar a los gobiernos con el objetivo de fomentar una economía intervencionista. […] Las negociaciones del NAFTA han innovado al centralizar el poder gubernamental para todo el continente, disminuyendo aún más la capacidad de los pagadores de impuestos de oponer alguna resistencia a la acciones de sus gobernantes.
Así, el canto de sirena que los defensores del NAFTA utilizan es la misma melodía seductora que los eurócratas socialistas usaron para hacer que los europeos se rindieran al estatismo gigantesco de la Comunidad Europea: ¿no sería maravilloso hacer que América del Norte fuera una vasta y poderosa «unidad de libre comercio» como Europa?
La realidad es bien diferente: intervención socialista y planificaciones hechas por una Comisión supra-nacional del NAFTA o por burócratas de Bruselas que no necesitan prestar cuentas a nadie.
El verdadero libre comercio es espontáneo; se lleva a cabo entre individuos de común acuerdo, aunque estos estén en diferentes naciones.
A partir del momento en que apoyamos que los gobiernos endosen, por medio de su coerción, la supuesta existencia de un libre comercio, estamos rindiéndonos a la lógica estatista.
Aunque la conclusión (libre mercado) sea un objetivo claramente libertario, el razonamiento que busca legitimarlo por medio de acciones del gobierno es intervencionista y, por lo tanto, capaz de distorsionar la economía y comprometer el verdadero capitalismo.