Durante los últimos años se han visto en los medios de comunicación de prácticamente todo el mundo manifestaciones en EE.UU. entre partidarios y detractores de la denominada «bandera confederada». Dichas manifestaciones, y la tensión entre manifestantes, han ido en aumento últimamente, en especial tras el tiroteo sucedido en Charleston (Carolina del Sur), el 17 de junio de 2015, en el que fallecieron nueve personas. Sin embargo, lo que más trascendió de dicha noticia fueron algunas fotos que algunos medios de comunicación publicaron del responsable de la matanza en el que portaba una bandera confederada y que provocaron un aumento de la animadversión en contra de dicha bandera y, por lo tanto, en contra de lo que originalmente representaba: los Estados Confederados de América. Una animadversión alentada ya desde el periodo de «La Reconstrucción» (1867-1877) hasta nuestros días y motivada por una narración falaz y tergiversada de las causas y consecuencias de la Guerra de Secesión; junto a una posterior apropiación ilegítima y poco coherente de la simbología confederada por parte de grupos de supremacistas blancos o del propio Ku Klux Klan (KKK).
Para comprender lo que ha sido y representa la Confederación cabe comenzar recordando una regla de hierro que se siempre repite: la historia la escriben los vencedores, y en el caso de la Guerra Civil estadounidense esto no es una excepción. Todos los escritos sobre las causas y consecuencias de la Guerra de Secesión, y todo lo que se enseña al respecto en los colegios e institutos de EE.UU. y hasta en muchas de sus universidades, provienen de narraciones oficiales y oficialistas del bando vencedor de la contienda; una versión, en la mayoría de los casos irreal, en la que se ensalzan las hazañas de la Unión y se ocultan o modifican las verdaderas razones del conflicto; envuelto todo ello con un halo de misticismo cuya máxima expresión fue la figura de Abraham Lincoln, al cual podríamos considerar como el primer gran mito de los EE.UU. Por otro lado, y como es habitual en estos casos, los perdedores de la contienda quedaron olvidados, demonizados y condenados por un relato histórico de los hechos no ajustado a la realidad, que le es hostil y les deshonra.
Es, pues, necesario hacer un ejercicio de objetividad y revisión de la historia contada hasta hoy por los vencedores de la Guerra en cuanto a las verdaderas razones de la misma, y también sobre la apropiación indebida que posteriormente hicieron grupos de supremacistas blancos de la simbología de La Confederación.
La razón que esgrimen gran parte de los historiadores contemporáneos, siguiendo la versión histórica oficial del bando unionista, establece que los once Estados del Sur se escindieron de la Unión e iniciaron una guerra como reacción a las pretensiones de abolir la esclavitud por parte del presidente Abraham Lincoln. Esta versión considera que al Sur le interesaba mantener a toda costa la esclavitud, ya que el poder disfrutar de una gran mano de obra prácticamente gratuita resultaba enormemente productiva en una economía principalmente agraria, como era la del sur de los EE.UU. en la primera mitad del siglo XIX.
Sin embargo, un análisis histórico y económico de lo mencionado nos desvela la gran falsedad que supone tal afirmación.
En primer lugar, resulta ciertamente sospechoso, cuando no inimaginable, que en pleno siglo XIX en los EE.UU. unos políticos blancos de Washington inicien una guerra fratricida por una causa que no les es propia, como es la mera abolición de la esclavitud, y de la que no sacarían ningún provecho ni personal ni económico. Si nos fijamos en la historia de prácticamente todas las revoluciones y guerras civiles, éstas suelen ser llevadas a cabo (o cuanto menos lideradas y/o apoyadas) por la clase social, etnia, grupo político, etc., al que pretende beneficiar (véase la Revolución francesa, la Revolución rusa o la Guerra Civil española); sin embargo, y en este caso, resultaría totalmente extraordinario que unos políticos blancos, de clase media/alta y alta (capitalistas, terratenientes y profesionales liberales, en su mayoría) arriesgasen su patrimonio y vida por unos esclavos de ascendencia africana. Y es que la realidad es mucho menos romántica y heroica que la versión que ofrece la narrativa oficial.
En segundo lugar, hay que comenzar recordando que el ex presidente Abraham Lincoln no abolió la esclavitud. La Decimotercera Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos, por la que se abole legalmente la esclavitud en todo el país, fue propuesta el 31 de enero de 1866 y aprobada formalmente el 3 de febrero de 1870. Teniendo en cuenta que Abraham Lincoln murió asesinado el 14 de abril de 1865, resulta imposible que fuese el ex presidente el que la propuso o impulsó.
Además, para la aprobación y entrada en vigor de una Enmienda, se requiere que esta sea aprobada por las tres cuartas partes de los Estados. En el caso de la Decimotercera, esta fue incluso ratificada (antes de su aprobación) por Estados sureños (y por lo tanto miembros de la antigua Confederación) como Virginia, Luisiana, Tennessee, Arkansas, las dos Carolinas, Alabama y Georgia. Después de su aprobación otros Estados sureños la ratificaron, como fue el caso de Florida y Texas. Solo dos Estados: Nueva York (Estado del «bando unionista») y Misisipi la rechazaron en un principio, aunque posteriormente también la ratificaron.
Por otro lado, y por sorprendente y extraño que suene, Abraham Lincoln ni siquiera estuvo a favor de la abolición. De hecho, se oponía no sólo al abolicionismo sino también a la igualdad racial. Ello puede observarse en innumerables declaraciones, escritos y discursos del ex presidente y que magistralmente ha recopilado Thomas J. DiLorenzo en su libro El verdadero Lincoln. En dicha obra se mencionan gran cantidad de ejemplos perfectamente documentados, de los que podemos destacar, entre otros, la respuesta que Lincoln dio al senador Stephen Douglas en un debate en 1858 en Ottawa, Illinois, al establecer:
No tengo ningún propósito de introducir igualdad política y social entre las razas blanca y negra. Hay una diferencia física entre las dos, que, a mi juicio, impedirá probablemente siempre su vida en común desde la base de una perfecta igualdad. Y considerando que resulta ser una necesidad que deba haber una deficiencia, yo, al igual que el juez Douglas, estoy a favor de que la raza a la que pertenezco tenga la posición superior. Nunca he dicho lo contrario.
A esto hay que añadir otras declaraciones en las que Lincoln afirmaba que nunca había estado «a favor de que los negros fueran votantes o jurados, ni de que puedan optar a cargos públicos, ni tampoco a favor de los matrimonios interraciales con los blancos» (Abraham Lincoln, Fourth Lincoln-Douglas Debate, Charleston, Illinois). En este mismo sentido, el director de la revista Ebony, Lerone Bennet Jr., afirmó que entre 1854 y 1815, Lincoln declaró públicamente hasta en catorce ocasiones que creía que la raza negra y los mejicanos eran razas inferiores a la blanca, a las que las denominó con calificativos como «mongrells» (chuchos), de forma despectiva (Lerone Bennet Jr., Forced into Glory: Abraham Lincoln’s White Dream. Chicago: Jonson Publishing Co., 2000, p. 132.).
Asimismo, cuando le preguntaban a Lincoln qué había que hacer con los esclavos liberados decía que «deberían de ser enviados a Liberia, a su propio país de origen» o establecerlos en alguna zona o país de América del Sur. De hecho, el ex presidente llegó a tener una reunión en la Casa Blanca con los líderes de los negros libres de la época y les rogó que promoviesen el movimiento «colonialista» de vuelta a África como solución al «problema racial». Esta penosa solución, que proponía e intentaba llevar a cabo Lincoln, fue denunciada públicamente por verdaderos abolicionistas como el ilustre William Lloyd Garrison. (Roy P. Balser, Collected Works of Abraham Lincoln. N. J.: Routers University Press, 1953, pp. 255-256).
Lo único que hizo Lincoln al respecto fue impedir la extensión de la esclavitud a los nuevos territorios de los EE. UU., pero en contadas ocasiones y por motivos meramente político/estratégicos y no morales; ya que consideraba que los esclavos negros quitarían el trabajo a los trabajadores blancos, y también porque creía que extender la esclavitud beneficiaría políticamente al Partido Demócrata (partido mayoritario en los territorios recién anexionados), ya que a más población (incluidos esclavos), más escaños les corresponderían a estos nuevos Estados para el Congreso en Washington.
Además, poco después de declarar la Guerra, Lincoln acordó la Declaración de Emancipación (1863), aplicable solo en los Estados secesionistas con la intención de que los esclavos liberados se levantasen en armas contra sus dueños y ayudasen indirectamente a ganar la guerra a la Unión, y también para que los gobiernos del viejo continente creyesen que el Norte estaba a favor de la emancipación y La Confederación en contra, evitando así que Inglaterra o Francia apoyasen económicamente a los rebeldes del Sur, lo que supondría la derrota definitiva del Norte. Sin embargo, esta medida de guerra no consiguió liberar a ningún esclavo, ya que no era de aplicación para los esclavos del Norte, y en el Sur consideraban que ninguna norma de la Unión tendría vigencia en los territorios de la Confederación, siguiendo la «teoría de la anulación» enunciada años antes por John C. Calhoun, y de la que hablaremos más adelante. La Declaración de Emancipación fue, pues, directamente tachada en la prensa internacional como lo que era, una mera maniobra política para mejorar la imagen de Lincoln en el viejo continente (donde ya habían abolido la esclavitud) y una medida de guerra que le ayudase a derrotar a los Estados Confederados.
Se observa pues que Lincoln, como «buen» político, actuaba y se manifestaba de acuerdo con la opinión pública dominante, pudiendo decir una cosa a sus conciudadanos y al cabo de unos meses la contraria a la prensa internacional, ya que en Europa la esclavitud no estaba bien vista, mientras que en los EE.UU. seguía siendo una institución apoyada por una buena parte, aún que cada vez menor, del electorado. En este sentido, es obvio que ningún candidato que se presentase con un programa abolicionista hubiese ganado la presidencia, ni si quiera en los Estados del Norte. Es más, incluso con respecto al racismo, un observador externo como Alexis de Tocqueville, consideró años antes en su magnum opus, La democracia en América, que éste era mucho peor y más acusado en el Norte que en el Sur. Así pues, por ejemplo, el Norte era tremendamente antisemita, mientras que el Sur llegó incluso a tener como Secretario de Estado de la Confederación a un judío como Judah Benjamin. Hay que recordar también que dos naciones indias, los Choktaw y los Cichkasaw, y muchos cherokees, lucharon voluntariamente en la Guerra como confederados, al igual que otros tantos negros libres.
Por lo tanto la realidad es que esclavistas y partidarios de la esclavitud había tanto en el Norte como en el Sur, y abolicionistas surgieron tanto en los territorios de la Unión como en los de la Confederación. La diferencia entre abolicionistas y esclavistas no era qué unos viviesen en el norte y otros en el sur, sino que se basaba en motivos meramente personales, religiosos, filosóficos y/o económicos.
Así, por ejemplo, desde un principio se manifestaron públicamente en contra de la esclavitud los cuáqueros, que consideraban la esclavitud una ofensa contra Dios; también muchos liberales ilustrados, que defendían el derecho a la vida, a la libertad y a la propiedad y la igualdad ante la ley de todo ser humano, lo que incluía también a los negros y a los esclavos. Sin embargo, los más radicales abolicionistas, fueron anarquistas (individualistas en su gran mayoría) como H. D. Toureau o Lysander Spooner. Por ello, Lincoln odiaba con más ahínco si cabe al abolicionismo, ya que según él «conduciría a la anarquía y a la destrucción de EE.UU.» Por otro lado, se hace necesario recordar que muchos miembros y cargos de la Unión, como el general Ulysses S. Grant (que posteriormente se convertiría en el decimoctavo Presidente de los EE.UU.) fue un partidario acérrimo de la esclavitud e incluso propietario de esclavos; mientras que el general confederado Robert E. Lee fue un declarado antiesclavista. Por lo tanto, es evidente que por lo que luchaban ambos bandos no era precisamente por el tema de la esclavitud.
Finalmente, otra de las falacias económicas que se suelen argüir es que la esclavitud beneficia al propietario de esclavos. Sin embargo, la mera lógica y la ciencia económica nos demuestra, tanto en la teoría como en la práctica, que la esclavitud es y ha sido una institución tremendamente poco productiva, por dos razones: en primer lugar, un esclavo tiene que ser comprado y mantenido, enseñado a hacer su trabajo y cuidado, suponiendo todo ello un gran desembolso de dinero por parte del propietario; y en segundo lugar, todo trabajo esclavo es, per se, muy poco productivo, porque es obligatorio y forzado. Y es que es un hecho que cualquier persona con libertad de escoger y ejercer un trabajo de manera libre y a cambio de un salario es mucho más productiva, lo que genera más beneficio económico a su empleador. Dicho de otro modo, un esclavo tiene pocos incentivos, por no decir ninguno, para trabajar productivamente, ni si quiera para adquirir nuevas habilidades o mejorar sus niveles de productividad, ya que no obtendrá ningún beneficio por hacerlo.
Además, durante el siglo XIX, las innovaciones y avances tecnológicos en maquinaria y nuevas formas de cosechar y plantar conllevaron que el trabajo intensivo (como el trabajo esclavo) fuese todavía menos productivo y competitivo.
Por lo tanto, gracias a los avances técnicos propios del capitalismo, la esclavitud dejó de ser económicamente rentable, lo que ayudó a que empezase a desaparecer en todo el mundo de manera pacífica, normalmente a través de la manumisión y otras formas de emancipación compensada. Solo en EE.UU. la emancipación se asoció a la guerra, pero única y exclusivamente porque en dicho país la emancipación se usó como instrumento de guerra y propaganda para conseguir, mantener y aumentar el poder estatal por parte de políticos con pocos escrúpulos. De hecho, desde años antes de la Guerra, la institución de la esclavitud empezó a resquebrajarse e iba cada vez más en decadencia. Cada vez más ciudadanos, en Estados del Sur como Kentucky, empezaban a apoyar la emancipación gradual y pacífica; además, la población de esclavos en los territorios de la Confederación empezaba a decaer. De hecho, a principios de los años sesenta del siglo XIX, en torno a un 5% de los adultos del Sur poseía esclavos en propiedad y prácticamente todos se concentraban únicamente en las grandes plantaciones. Y es que, en contra del imaginario colectivo, el sureño medio no era propietario de esclavos, sino un mero granjero o comerciante, que creía firmemente en la institución de la propiedad privada y en la libertad para comerciar con sus bienes y productos sin ningún tipo de restricción, por lo que no tenía ningún interés especial en la esclavitud, más bien le era indiferente. En este mismo sentido, hay que recordar también otras medidas encaminadas, años antes de la Guerra, a acabar con la esclavitud, como la ilegalización del transporte, la importación y el comercio de esclavos por parte del ex presidente Thomas Jefferson.
Por ello, es obvio que en EE.UU. acabaría desapareciendo la esclavitud sin necesidad de ninguna guerra, como sucedió en el resto del mundo, independientemente de que la Confederación hubiese ganado la contienda. Simplemente, porque la esclavitud era insostenible tanto desde un punto de vista moral como económico. Es más, acabar con la esclavitud con una emancipación compensada o una manumisión (como en el caso de Francia, España, Portugal, Rusia o en el resto de colonias del Imperio británico) hubiese sido menos costoso tanto a nivel económico como en vidas humanas. A ello cabe añadir que ninguna nación que abolió la esclavitud se hundió económicamente, más bien todo lo contrario: eliminado dicho lastre todas las naciones que la abolieron comenzaron a tener un mayor crecimiento económico y a generar economías tremendamente productivas.
Lincoln hizo pues uso de la esclavitud única y exclusivamente para desviar la atención y silenciar el debate sobre las verdaderas razones que llevaron a la guerra, además de una estrategia para atraer tropas y dinero, y para vender una buena imagen hacia el exterior, por lo que nunca tuvo la intención de acabar con dicha institución; su única intención era, por lo tanto, imponer su idea de lo que debería ser EE. UU., usando para ello sus grandes maestrías en el arte de la retórica y el engaño, recurriendo incluso a una guerra totalmente injusta e innecesaria. Lincoln no pretendía, por lo tanto, liberar a los negros sino «esclavizar» tanto a blancos como a negros, sometiéndolos a una fuerte autoridad centralizada radicada en la capital del país.