LA ESCUELA AUSTRIACA Y LA COMPLETA REFUTACIÓN DEL SOCIALISMO. (II)

 

    – Alceu Garcia –   

 

   La ley de la preferencia temporal.

  Otro descubrimiento fundamental, hecho por un discípulo de Carl Menger llamado Eugen von Bohm-Bawerk, se relaciona con la influencia del tiempo en el proceso productivo. Él percibió una categoría universal de la acción humana: las personas dan más valor a un bien en el presente que al mismo bien en el futuro, ya que el tiempo es escaso, y por tanto es un bien económico. Los individuos al actuar eligen determinados fines y cuanto más pronto puedan alcanzarlos, mejor.

  Partiendo de ese axioma, obtuvo la explicación definitiva del fenómeno del interés, y aún más, se dio cuenta que el interés en las operaciones de crédito financieras es un caso especial de un fenómeno general. La producción demanda tiempo; desde el inicio de la producción hasta la venta del producto hay una demora, sin hablar del riesgo de que el producto no llegue a ser vendido. Ocurre que nadie quiere esperar hasta que la venta tenga lugar para recibir su parte en el total – eso si la venta realmente tiene lugar, y el precio supone una ganancia. Los propietarios de los factores de producción – los trabajadores, los propietarios del espacio alquilado, los suministradores de insumos, los dueños de los bienes de capital – quieren recibir inmediatamente su parte sin participar de los riesgos. Dicho de otra forma, prefieren bienes presentes a bienes futuros. De ahí que reciban menos ahora de lo que recibirían en el futuro. Quedan libres del riesgo, que es asumido por el empresario y por los ahorradores que le otorgaron sus recursos.

  La parte que un determinado trabajador agrega al producto final – el valor del producto marginal, como dicen los economistas – puede o no ser remunerado íntegramente. Hay frecuentemente casos en que el trabajador recibe más de lo que produjo, cuando el precio no cubre los costes, lo que no tiene explicación por la teoría marxista. ¡El capitalista paga la plusvalía al proletario! Lo que es cierto es que en la economía de mercado hay fuerzas operando incesantemente para igualar el salario al valor del producto marginal. Tanto el beneficio como la pérdida son señales de desequilibrio. Las pérdidas significan que los compradores no valoran un determinado bien en más de lo que cuesta producirlo. Los trabajadores están recibiendo más de lo que su trabajo produce. El empresario tiene que reducir costes para reducir el precio de su producto, o ir a la quiebra.

  El beneficio significa que los consumidores valoran un bien dado a un precio mayor que el coste de producirlo. Los trabajadores están recibiendo menos que el valor del producto marginal. Eso quiere decir que los compradores quieren más de ese producto. Los ingresos altos atraen a la competencia, lo que aumenta la demanda por los factores de producción – incluido el trabajo – y hace caer el precio por el aumento de la oferta del producto. La tasa de beneficio baja y los salarios tienden a igualar el valor del producto marginal, descontada la tasa social de preferencia temporal – el interés.

  Marx nunca comprendió – o no quiso comprender – que el empresario es un servidor de los consumidores y que son éstos quienes determinan indirectamente el nivel de remuneración de los factores de producción – salarios incluidos. La tarea de los empresarios es satisfacer los caprichos de los consumidores. En esa función deben asumir riesgos pues el futuro es siempre incierto. Se nota, pues, el absurdo de la condena de la producción «para el beneficio» por los marxistas vulgares y su veneración por la producción «para el uso». Sucede que toda producción siempre tiene por fin el consumo, es decir, el uso. La producción no es un fin en sí mismo, y sí un medio para alcanzar un fin: el consumo. El beneficio y las pérdidas monetarios son señales fundamentales que orientan a los empresarios para organizar eficientemente la producción de modo que se satisfagan los usos más urgentemente deseados por los usuarios (presuponiendo la ausencia de privilegios concedidos por el gobierno a los productores en detrimento de los consumidores, tales como tarifas, monopolios, subsidios, licencias, etc.).

  La ley de la preferencia temporal ejerce un papel determinante en el proceso productivo. Si todos los propietarios de factores (los empleados dueños de su fuerza de trabajo, los suministradores de insumos, el propietario del espacio donde la fábrica o tienda se sitúa, los capitalistas) decidieran participar del riesgo y aguardar hasta la efectiva venta del producto final para entonces dividir pro rata los ingresos totales, todos ellos serían empresarios. Como, sin embargo, los seres humanos prefieren el mismo bien ahora al futuro (que es siempre incierto), surge la necesidad social de que un individuo, o grupo de individuos reunidos (empresa), ejerza esa función empresarial, que es absolutamente indispensable para el progreso de la sociedad.

  El empresario, así, paga ahora a los propietarios de factores con bienes presentes a cambio de recibir los mismos bienes (dinero) en el futuro, corriendo el riesgo de no cobrar. Ese descuento de los bienes presentes en términos de bienes futuros, como ya señalado, es lo que se llama interés.

 

  La imposibilidad del cálculo económico en el socialismo.

 Habiendo demostrado satisfactoriamente que la crítica marxista al capitalismo es enteramente equivocada, nos resta emprender por nuestra parte la crítica al sistema socialista, tal y como fue concebido por Marx, sus sucesores y otras corrientes socialistas. Ese sistema exige la propiedad pública de los medios de producción – tierra, trabajo y capital – y la consecuente planificación central de todas las actividades económicas.

  La primera objeción que viene a la mente es la cuestión de los incentivos: ¿quién planifica y quién obedece a las órdenes del planificador o planificadores? ¿Quién determina el patrón de remuneración de los servicios y que patrón es ese? En una sociedad que se presume igualitaria, ¿la remuneración debe ser igual para todos los tipos de trabajo? En ese caso, ¿el neurocirujano tendrá el mismo incentivo para ejercer sus funciones que el basurero? Según los marxistas, cada uno contribuye para la colectividad según sus posibilidades y recibe de un fondo común según sus necesidades. Ya es posible hasta aquí imaginar la complejidad del problema.

  Pues un discípulo de Bohm-Bawerk, Ludwig von Mises, fue más allá, alcanzando la raíz del problema del socialismo, que es aún más profunda que lo que la complicación de los incentivos permite vislumbrar. Mises descubrió que la actividad económica en una economía compleja depende de un cálculo previo que tiene en cuenta los precios monetarios de los factores de producción. Si ese cálculo es imposible, la actividad económica es imposible.

  Ocurre que, en una sociedad socialista pura, todos los factores de producción pertenecen a un único dueño: el estado. Sin propiedad privada, los factores de producción no son intercambiados y, por tanto, no tienen precio. La escasez relativa de los factores de producción y sus usos alternativos queda oculta y el planificador central inexorablemente es llevado a actuar a ciegas. Mises admitió, para argumentar, que la cuestión de los incentivos no presentara ningún obstáculo, que todos se empeñaran diligentemente en sus tareas. O sea, aceptó postular que la naturaleza humana es aquella que los teóricos socialistas quieran que sea, no lo que de hecho es. Aun así, en ausencia de precios para los factores de producción, el cálculo económico es imposible y la actividad económica se hace caótica, toda vez que no se puede discernir entre los varios tipos de combinación de factores aquella que es la más económica.

  Dado un determinado estado de conocimiento tecnológico, siempre existen incontables maneras de emprender un proyecto económico cualquiera, digamos una siderúrgica, pero solamente si la escasez relativa de los factores de producción se expresa en precios monetarios será posible escoger de entre las soluciones técnicas posibles aquella que es más económica, o sea, la que representa los costes más pequeños en relación al precio futuro del producto final, y sólo así será posible evaluar ex ante si el proyecto es económicamente viable en un determinado momento.

  Como nada de eso es a priori posible en una sociedad socialista, todos los proyectos emprendidos por el estado no pasan de un gigantesco desperdicio de recursos que a la corta o a la larga lleva al colapso económico. La experiencia comunista probó todo eso, aunque realmente no haya existido nunca una sociedad socialista realmente pura. La URSS podía usar el sistema de precios del mundo capitalista como referencia y copiar sus métodos de producción, y un floreciente y gigantesco mercado negro suplía hasta cierto punto los monumentales fallos de la planificación estatal. Aun así, la economía soviética siempre fue un caos. Funcionó por algún tiempo gracias al uso sistemático del terror como «incentivo». Pero el terror no puede durar para siempre. Cuando remitió, desapareció el incentivo y la economía comunista se anquilosó rápidamente y murió.

 

  La naturaleza dispersa del conocimiento.

  La crítica de Mises publicada en 1920 causó consternación en la intelligentsia socialista. Al menos el desafío fue tomado en serio y se propusieron muchas respuestas. En los años 1930, algunos economistas socialistas (Oskar Lange, Abba Lerner) formularon la teoría del «socialismo de mercado», basada en las ideas del economista del siglo XIX Léon Walras, que concibió un método de ecuaciones matemáticas capaces de permitir la comprensión del estado general de equilibrio de una economía. Todo lo que se hacía necesario, pues, era otorgar cierta autonomía a los gerentes de las unidades productivas de modo que igualaran el precio del producto al coste marginal para que el comunismo funcionara tan bien como el capitalismo.

  Muchos economistas liberales eminentes, como Joseph Schumpeter y Frank Knight, aceptaron la validez de esa solución y se convencieron de que no había obstáculos económicos al socialismo. Sin embargo, otro economista austríaco, Friedrich Hayek, discípulo de Mises, desarrolló ciertos aspectos implícitos en el análisis de su maestro para refutar la «solución» socialista. El esquema walrasiano padece de un defecto fatal: es estático. El conocimiento técnico, los recursos y la información son considerados datos del sistema. Hayek argumentó que el conocimiento está disperso en la sociedad y su utilización racional se lleva a efecto por cada individuo trazando sus propios planes según circunstancias personalísimas e intransferibles. El mercado coordina esos planes espontáneamente, sobre todo a través del sistema de precios, de forma mucho más racional y útil de lo que una planificación central podría esperar hacer. La planificación central supone la supresión de los planes individuales. Los individuos se hacen instrumentos del planificador central, pero éste no puede tener jamás la esperanza de coordinar la producción racionalmente. El estado de equilibrio es una quimera que no tiene lugar en el mundo real, dinámico por naturaleza, y el conocimiento, las oportunidades y la información nunca están «dados». Al contrario, están siendo incesantemente creados y ampliados a través de las iniciativas individuales y sus interacciones.

  Aun así, Mises y Hayek fueron considerados refutados y relegados al ostracismo por la comunidad de los economistas. Mises murió olvidado en 1973, pero Hayek vivió lo suficiente para reír el último cuando el comunismo se derrumbó y los análisis de ambos se revelaron correctos. Murió en 1992, después de ser testigo de la caída del Muro de Berlín y el colapso soviético.

 

  Conclusión.

  Probar que en la economía de mercado no existe plusvalía ni explotación, sin embargo, no significa decir que la explotación no existe. Existe. Ella ocurre cuando somos forzados a dar alguna cosa a cambio de nada, como en el caso de los tributos recogidos por el estado. El estado es la máquina perfecta de explotación. Y el marxismo, por conferir un poder absoluto al estado, es el vehículo insuperable de la explotación sistematizada.

  La doctrina socialista por ser intrínsecamente falsa lleva inevitablemente a una perversión e inversión del sentido de las palabras, como notó Orwell – irónicamente un socialista convencido. Libertad es esclavitud y esclavitud es libertad; democracia es dictadura y dictadura es democracia; cooperación voluntaria es coerción y coerción es cooperación voluntaria. El estado socialista es dueño de todo, lo que traduce la triste realidad de que los que comandan el gobierno son los señores implacables, los propietarios absolutos de los comandados. El socialismo es mucho más que una restauración de la esclavitud; es su perfeccionamiento y culminación.

  Merece la pena recordar que el análisis anterior vale para cualquier especie de socialismo, sea el comunismo (socialismo de clase), nazismo (socialismo de raza) o fascismo (socialismo de nación).

  Todo lo expuesto se conoce desde hace décadas. Pero, poca gente lo sabe pues la intelligentsia de izquierda bloquea su divulgación. Es una vergüenza, pues una de las tareas principales de los intelectuales – los que se dedican al estudio de las ideas – debería ser justamente la de esclarecer las ideas correctas a ser adoptadas para el bien común, y advertir del peligro de aceptar teorías erradas. Pero, infelizmente, no es eso lo que acontece.

  Parece que los intelectuales sufren de una propensión irreprimible hacia el socialismo, ciertamente porque en él vislumbran la oportunidad de utilizar el poder absoluto en beneficio propio. En términos marxistas, el propio marxismo no pasa de ideología, la falsa conciencia, que una clase – la intelligentsia – difunde en función de sus propios intereses. Esas falsas ideas se propagan y engañan – alienan – a las futuras víctimas de la clase «revolucionaria». Es un deber ineludible de todo ciudadano consciente denunciar ese esquema podrido, desenmascarar la falacia socialista y esclarecer la opinión pública en la medida de sus posibilidades.

 

 

*Artículo cedido por el Instituto Mises Brasil