LA ESCUELA AUSTRIACA Y LA COMPLETA REFUTACIÓN DEL SOCIALISMO. (I)

 

 

    – Alceu Garcia –   

 

  Introducción.

  El fracaso del socialismo como principio de ordenamiento social es hoy evidente para cualquier persona sensata e informada – lo que excluye, claro está, a los socialistas. Estos, sin embargo, insisten en que el fracaso colectivista fue un mero accidente histórico, que la teoría es fundamentalmente correcta y que puede funcionar en el futuro, si se presentan las condiciones apropiadas. Intentaré demostrar en este texto, recurriendo en la medida de mis limitaciones a las enseñanzas de la escuela austríaca de economía, que absolutamente no es ese el caso, que la teoría económica (¡por no hablar de los fundamentos filosóficos, éticos, sociológicos y políticos!) del socialismo es insostenible en sus propios términos, y que de hecho los resultados calamitosos constatados por la experiencia histórica son, y siempre serán, una consecuencia inevitable de un orden (rectius: ¡desorden!) socialista. No es preciso enfatizar la importancia de tener plena conciencia de la naturaleza perniciosa de esa corriente política y de sus funestas implicaciones.

 

  El error de los clásicos.

 El núcleo del pensamiento económico socialista está en la concepción del valor como resultado del volumen de trabajo necesario para la producción de las mercancías, y eso no sólo en Marx sino también en otros teóricos como Rodbertus, Proudhon, etc. Esa teoría del valor constituye la premisa elemental de la cual se deducen los conceptos de la plusvalía y la explotación.

  Marx, como se sabe, no inventó la teoría del valor-trabajo. Fue expuesta anteriormente por Adam Smith y David Ricardo y, dada la autoridad de esos maestros, ganó foros de ortodoxia. Es difícil entender como esos dos pensadores notables, cuyos descubrimientos fueron realmente magníficos, pudieron fracasar tan completamente justamente en la cuestión crucial del valor. Tal vez a causa de los avances de las ciencias naturales, que estaban revelando propiedades antes insospechadas en las cosas, imaginaron que era más «científico» considerar el valor también como un atributo de las cosas.

  Varios pensadores antes de Smith ya habían tenido la percepción correcta: el valor de las cosas depende de la evaluación subjetiva de su utilidad. El valor está en la mente de los hombres. Hoy se sabe que los filósofos escolásticos y los primeros economistas franceses, Cantillon y Turgot, habían concebido una teoría económica superior en muchos puntos a la de los clásicos británicos, sobre todo en cuánto al valor. Smith y Ricardo, sin embargo, pusieron la economía en la pista errada con una teoría del valor falaz y, en ese aspecto, causaron un grave retroceso en el pensamiento económico.

  Pero no por mucho tiempo. Mientras Marx y otros pensadores socialistas hacían de la teoría objetiva del valor la piedra fundamental de su doctrina, diversos estudiosos ya habían constatado el desacierto de esa teoría y, independientemente, buscaban alternativas. En todo caso, no sería exagerado afirmar que Marx fue un economista clásico ortodoxo y que sus maestros, Ricardo en especial, pueden ser considerados los fundadores honoríficos involuntarios del socialismo «científico». Irónicamente, el «revolucionario» Marx fue un extremo conservador en teoría económica, mientras que los economistas «burgueses» austríacos emprendieron una verdadera revolución en ese campo científico.

 

  El redescubrimiento de la subjetividad del valor.

  Varios economistas, entre ellos el austríaco Carl Menger, llegaron básicamente a la misma conclusión que sus olvidados antecesores pre-clásicos: el valor es subjetivo. La teoría subjetiva del valor – o teoría de la utilidad marginal – resuelve el problema satisfactoriamente, sin dejar lagunas. El valor nada tiene que ver con la cantidad de trabajo empleada en la producción de una cosa, sino que depende de su utilidad para la satisfacción de un propósito de una determinada persona. La utilidad decrece a medida que más unidades de un bien concreto son adquiridas, aunque la primera unidad es empleada en la función más urgente según la escala de valores de cada uno, la segunda unidad ejerce la función inmediatamente menos urgente, etc.

  Para un sujeto que ya tiene una televisión, por ejemplo, tener otra ya no tiene la misma urgencia – dicho de otra forma, las televisiones son idénticas, exigieron la misma cantidad de trabajo en su producción, pero no tienen el mismo valor. Cada individuo tiene una escala de valores diferente, y lo que es valioso para uno puede no valer nada para otro. Hasta para el mismo individuo la utilidad – y qué el valor – de un determinado bien varía el tiempo.

  Es fácil verificar que los precios reflejan la interacción entre ofertantes y demandantes, cada uno con su respectiva escala de valores. Compradores y vendedores potenciales expresan sus preferencias en el mercado, condicionadas por sus valoraciones personales e intransferibles, y de esa interacción surge una razón de cambio, un precio, que va variando para igualar oferta y demanda a lo largo del tiempo, de modo que en un determinado instante todos los que valoran lo que quieren adquirir (en este caso la televisión) más de lo que se proponen a dar a cambio (en este caso un precio monetario x) consiguen comprar el producto.

  El fabricante de televisiones, según Marx, primero fabrica el producto y de la cantidad de trabajo por unidad sale el valor y, consecuentemente el precio. Eso es precisamente lo opuesto al proceso real. En la realidad, el fabricante inicialmente hace una estimación de un correcto precio que él espera que atraiga compradores y agote el stock – compradores que valoren más la televisión que el dinero correspondiente al precio. Posteriormente, calcula el coste de producción a los precios corrientes y, si fuera lo suficientemente inferior al coste final previsto, ahí sí él contrata y combina los factores de producción para obtener el producto. No es pues el trabajo o de modo general el coste de producción lo que determina el valor y el precio. Es justamente el contrario: el precio proyectado determina el coste de producción.

 

  La maraña de falacias marxistas.

 Buscando definir el valor con más rigor de lo que lo hizo Ricardo y llevar la teoría a sus últimas consecuencias lógicas, Marx acaba demostrando involuntariamente la invalidez de las proposiciones pertinentes. Como sus antecesores, Marx distingue entre valor de uso y valor de cambio. Para él, los cambios sólo ocurren cuando coincide la cantidad de trabajo empleada en lo que se da y en lo que se recibe. Sólo hay cambio, pues, en los términos marxistas, cuando hay coincidencia de valor, que por su parte es función del volumen de trabajo utilizado. Ocurre que esa línea de razonamiento inmediatamente tropieza con un obstáculo insuperable: el trabajo es heterogéneo. En ausencia de homogeneidad, no hay manera de tomar el trabajo como unidad de cuenta y medida de valor. Marx intenta superar el problema con los conceptos de trabajo «simple» y trabajo «complejo», fijando una proporción entre ellos, pero fracasa totalmente. Como los precios fluctúan, Marx decreta que esas variaciones son ilusorias; lo real es un correcto «precio medio» que equivale al valor, que equivale al volumen de trabajo utilizado en la producción del bien.

  Al buscar huir de la red de falacias que va tejiendo, Marx incurre en una obvia petición de principio que hasta hoy engaña a los ingenuos: la medida del valor sería la cantidad de trabajo «socialmente necesario» para la producción de determinada mercancía. Ahora bien, sólo podemos saber lo que es «socialmente necesario» investigando lo que lleva a los individuos que componen una sociedad a valorar una cosa lo suficiente para que su fabricación sea «socialmente necesaria». ¿Por qué se producen más CDs de axé que de música clásica? ¿Por qué el pagode es más «socialmente necesario» que la música erudita?[i] Porque hay mucha más gente a la que le gusta el pagode que la que prefiere música erudita.

  Queda claro que lo que fue dado como probado, que el valor depende de la cantidad de trabajo «socialmente necesario», es precisamente lo que se necesita probar. ¿Qué es «socialmente necesario»? Es aquello que los individuos desean. Siendo así, es evidente que tenemos que buscar el valor de las cosas en las preferencias individuales, no en el coste de producción. Además, el trabajo no es el único factor de producción. Marx evidentemente sabe que el trabajo sin el factor tierra – los recursos naturales – es inútil y viceversa. Él asevera que sólo el trabajo humano crea valor, pues la naturaleza es pasiva.

  Pero si el trabajo aislado es incapaz de crear valor, ¿qué nos impide afirmar que el valor depende de la cantidad de recursos naturales «socialmente necesarios» para la producción de esto o de aquello? Y, como toda producción demanda tiempo, ¿por qué no puede ser el valor definido como la cantidad de tiempo «socialmente necesario» para la fabricación de una mercancía? En ese orden de ideas, más lógico sería concebir el valor como función de la cantidad de trabajo, tierra, tiempo y capital «socialmente necesarios» para la producción de un bien. A fin de cuentas, es eso lo que Marx hace en el vol. III de El capital, relacionando el valor con el coste de producción, contradiciendo su propia concepción del valor-trabajo expuesta en el vol. I.

  Para la teoría subjetiva, sin embargo, no hay misterio y no hay excepciones: el «valor de cambio» no es función del trabajo o del coste de producción, y jamás presupone igualdad de valor. Si yo doy tanto valor a lo que me propongo intercambiar como a lo que me es ofrecido, simplemente no hay intercambio. Sólo hay intercambio cuando los valores son diferentes, cuando cada parte valora más lo que recibe que lo que da. El contrato de trabajo no supone excepción a la regla. Cada contratante valora más lo que recibe que lo que da, luego no hay explotación. De hecho, probándose la falsedad de la teoría del valor-trabajo, se invalida inexorablemente la explotación y la plusvalía, y todo el edificio teórico deducido de esa teoría cae como un edificio de Sergio Naya.[ii]

  Además, basándose en la «ley de hierro de los salarios», según la cual siempre que la remuneración del trabajo subiera por encima del nivel de subsistencia los «proletarios» aumentarían su prole, trayendo los salarios de vuelta al nivel de subsistencia original, Marx aseguró que el capitalismo engendraba la pauperización creciente del proletariado. Se trata de una tesis contradictoria en sus propios términos, toda vez que si la tendencia fuera a que la remuneración del trabajo permaneciera estancada en un nivel de miseria no habría una pauperización «creciente», sino una «pobreza constante».

  En realidad, el nivel de vida de los trabajadores no cesó de aumentar en los países capitalistas avanzados, lo que es el resultado natural de la libertad individual de maximizar la utilidad – el valor – en los intercambios libres, voluntarios y mutuamente benéficos realizados en lo que se llama economía de mercado. La consecuente acumulación de capital invertido per cápita en grado mayor que el aumento demográfico de la fuerza de trabajo hace que el trabajo sea cada vez más escaso en relación con el capital – y los salarios reales cada vez más altos.

  Marx, como es común entre los intelectuales, odiaba la división del trabajo. Pero fue la profundización de la división del trabajo lo que permitió el aumento de la productividad del trabajo y el consecuente aumento del poder adquisitivo real de los salarios. El obrero «alienado» que aprieta tornillos en la línea de montaje es recompensado por el hecho de que la productividad de su trabajo es tal que le permite adquirir productos antes ni siquiera existentes y tener un nivel de vida muy superior al artesano autónomo del pasado que controlaba todo el proceso de producción.

  Marx creía que la libre competencia llevaría a una súper-concentración del capital. En realidad, la competencia fuerza sin parar la reducción de costes y precios, resultando en una mejor utilización de recursos escasos y liberándolos para empleo en nuevas líneas de producción. Marx no distinguió al capitalista del empresario. En realidad, capitalista es todo aquel que consume menos de lo que produce – que ahorra. Hoy, en los países civilizados, los trabajadores son capitalistas y sus ahorros reunidos en grandes fondos de pensiones e inversiones capitalizan empresas en el mundo todo. El empresario es todo aquel que vislumbra un desequilibrio entre la valoración corriente de costes y precios futuros de un producto cualquiera, y percibe una oportunidad de ofrecer a los consumidores cosas que ellos valoran más que su coste de producción. La figura del empresario es insustituible – el estado no puede ejercer ese papel. Eso los comunistas (¡y no sólo los comunistas!) lo pudieron verificar en la práctica, para su tristeza.

  En el sistema de Marx, como hemos visto, los intercambios presuponen igualdad de valor entre los bienes negociados. Acontece que, como hemos demostrado arriba, los cambios presuponen precisamente lo contrario: desigualdad de valor. O no hay intercambio alguno. Así, si la realidad se comportara como en la teoría de Marx, no habría intercambios. En la realidad, nadie trabajaría, ni siquiera para sí mismo, ya que tal actividad implica una sustitución de un estado actual considerado por el agente como insatisfactorio por un estado futuro considerado como más satisfactorio. Es decir, hasta el trabajo autónomo supone un cambio y valores desiguales. El mundo de Marx estaría poblado por seres autárquicos, autísticos y estáticos. Un mundo muerto. No resulta extraño que los regímenes socialistas sufran invariablemente de una tendencia hacia el completo estancamiento y paralización de la actividad económica.

[i] Nota del editor: El axé y el pagode son estilos de música popular brasileña.

[ii] Nota del traductor: Sergio Naya (1942-2009) fue un ingeniero, empresario y político brasileño implicado en un escándalo político por la muerte de ocho personas en el hundimiento de un edificio construido por la empresa en la que era el principal accionista.

*Artículo cedido por el Instituto Mises Brasil (versión portugués)