LA EDUCACIÓN EN UN MERCADO LIBRE
– Miguel Alonso Davila-
Las personas desean alcanzar ciertos objetivos y para ello buscan los medios que les permitan hacerlo. Estos fines anhelados varían de unas personas a otras e incluso en la misma persona en distintos momentos del tiempo; así pues, los recursos adecuados para alcanzar tales fines también serán diversos. Sería absurdo intentar determinar un medio que sirva para conseguir todos los objetivos de todas las personas en todo momento posible, ya que desconocemos dichos objetivos; y sería todavía más absurdo establecer que ese medio es además necesario. Sin embargo, esto es lo que se pretende con el sistema educativo, donde se propone especificar los conocimientos necesarios para todo ser humano sean cuales sean sus objetivos. Puesto que ignoramos las metas de las personas es imposible concretar qué medios y qué saberes necesitan todos ellos, y eso sucederá independientemente de quien pretenda discernir cuáles son: el Estado, una ONG, una asociación, un grupo de expertos, una empresa, etc. La única alternativa posible es dejar que los contenidos impartidos sean especificados por las demandas individuales de las personas en un mercado libre. Veamos algunas características que se darían en este caso.
Lo primero que hay que remarcar es que el mercado libre es el único caso en el que lo que ha de producirse (la oferta de contenido educativo) se dilucida únicamente a partir de las demandas de los consumidores. Cualquier otra alternativa al mercado libre supondría que serían otras personas las que determinasen qué es lo que hay que producir (qué asignaturas hay que ofertar). Es decir, se estaría sustituyendo las preferencias de los consumidores por las preferencias de una persona o un grupo de personas. En un mercado libre tenderán a aparecer cursos donde se aporten las materias que la gente demande y no los que decidan un grupo de burócratas. Si en una ciudad hay gente que quiere aprender a tocar la pandereta y también gente que quiere aprender botánica, estas serán las habilidades que tenderán a ofrecerse; si un empresario se propusiese enseñar otras tendría pérdidas. Sin embargo, supongamos que unos expertos designados por el alcalde concluyen que todo el mundo tiene que saber latín, por ejemplo; en dicho caso, a los ciudadanos se les extraerán por la fuerza parte de sus recursos para pagar el coste de unos estudios en los que no están para nada interesados.
En un mercado libre no solo tenderán a elaborarse los productos que los consumidores demanden, sino también en la cantidad que demanden; y, por tanto, tenderá a generarse la cantidad de oferta educativa que los ciudadanos requieran. Imaginemos que hay una subida de la demanda de ingenieros por parte de la industria que genera un alza de sus salarios. Dicho incremento puede hacer de incentivo para que más personas decidan decantarse por estudiar ingeniería. El aumento de la demanda de esta disciplina incrementará su precio, generando más beneficios a los empresarios que la oferten. Estas ganancias harán de reclamo para otros empresarios que, con el objetivo de lucrarse, comenzarán a impartir clases de ingeniería. El alza de la oferta hará que vuelva a descender el precio de dichos estudios y conforme más empresas se apunten a la nueva moda más bajará dicho precio. El caso es que, llegado a un punto, el precio bajará tanto que ya no compensa acometer la inversión para dar esas clases y dejará de incrementarse la oferta.
En el caso contrario, si la demanda de ingenieros decreciese, pasaría lo opuesto. Los sueldos de los ingenieros descenderían, con lo que menos gente querría cursar ingeniería, lo que desembocaría en una bajada de los precios de esos estudios. Esto haría menguar los ingresos de los empresarios que los impartiesen, de modo que las empresas marginales tenderían a quebrar. A medida que más empresas fuesen cerrando, como la oferta está disminuyendo, el precio poco a poco comenzaría a subir hasta que el negocio volviese a ser rentable para las empresas que todavía quedan abiertas. De esta forma se autorregula la oferta educativa.
Lo que no podemos predecir con exactitud son las futuras preferencias de las personas, ya que no sabemos qué metas querrán alcanzar, y por tanto qué forma concreta adoptará el mercado, qué productos se fabricarán, en qué cantidad y de qué modo. Esta tarea forma parte de la función empresarial que intenta anticiparse a las demandas de los consumidores.
Lo que sí sabemos es que serán los consumidores los que decidan qué educación se oferta y no un gobernante paternalista actuando a través de la coerción. Efectivamente, las preferencias de los consumidores se traducirán en acciones, las cuales repercutirán en los precios a través de los cuales los empresarios dirigirán sus inversiones hacia la fabricación de los productos más deseados por los consumidores con la finalidad de lucrarse. En una sociedad que respete el principio de no agresión, la única forma de enriquecerse es servir a los demás, creando productos que se puedan vender a un precio que los demás estén dispuestos a pagar. Guiándonos por los precios (siempre que no estén intervenidos) adaptamos nuestro comportamiento a las necesidades de los demás.
Del mismo modo se soluciona el problema de cuánta gente con formación es necesaria en una localización dada. En un mercado libre la oferta tiende a igualarse con la demanda; siguiendo con el ejemplo anterior, si el mercado demanda una cierta cantidad de ingenieros, tenderá a aparecer esa cantidad de ingenieros. El aumento de la demanda de ingenieros derivará en una subida de su salario, y eso hará de aliciente para que más gente estudie ingeniería. Cuantos más ingenieros accedan al mercado, más se reducirá su remuneración, y como estudiar ingeniería tiene un coste que no será igual para todos, llegará un momento en que no sea tan interesante estudiar ingeniería. De esta manera se autorregula la cantidad de ingenieros que hacen falta, de la misma manera que sucede con cualquier otro producto como las barras de pan o los coches. No existe ningún Ministerio de las Panaderías o Ministerio de la Automoción que determinen cuántas panaderías y concesionarios tiene que haber y cómo tienen que funcionar. Sin embargo, nos parece normal que haya uno de Educación dirimiendo los mismos interrogantes. El problema es que sus soluciones son necesariamente arbitrarias, lo que conlleva que se desperdicien recursos escasos que no estarán invertidos en satisfacer las necesidades más acuciantes de los consumidores.
A la hora de defender la intervención estatal en la educación a menudo se argumenta que es necesario aumentar la formación de la población a mayores niveles de lo que sucede en un mercado libre porque eso repercutirá positivamente en el proceso de creación de riqueza. Mas ese razonamiento contiene un error: no puede aparecer riqueza sin la previa acumulación de capital. Ésta hará posibles más inversiones y el alargamiento de la estructura productiva, que además será más capital intensiva, lo que provocará que aumente la demanda de gente con conocimientos técnicos. Si no se produce antes ese desarrollo, los ingenieros no valen para nada: si, con los poderes mágicos de un demiurgo, trasladamos a 4000 personas a una isla desierta y los convertimos a todos en ingenieros, esos conocimientos adquiridos mágicamente no los van a sacar de la pobreza en la que se encuentran en la isla: las casas no caerán del cielo ni los coches saldrán de la tierra. Usualmente, aquellos que defienden la importancia de la formación en el proceso de creación de riqueza se saltan un paso, el más desagradable, el de la acumulación de capital, que exige ahorrar, restringir el consumo y trabajar duro sin concedernos ningún lujo pensando en una futura mejora de nuestras condiciones materiales. Desgraciadamente no hay atajos en el camino hacia la riqueza.
Podría argüirse, como otra crítica a un sistema de mercado libre, que en dicho sistema solamente los ricos podrían estudiar, pero esto es falso. Las leyes económicas son las mismas para cualquier producto y, por tanto, habrá educación para todos los bolsillos del mismo modo que hay zapatos, ropa, o comida para todos los bolsillos. Si ciertos bienes, por ejemplo la comida, fuesen producidos solo por el Estado probablemente nos escandalizaríamos ante la posibilidad de su liberalización. Los críticos dirían en ese caso que en un sistema de mercado libre solo habría comida para los ricos.
Es cierto que algunos productos son, en un principio, muy caros, y que a ellos sólo pueden acceder inicialmente las personas más pudientes. Pero rápidamente se abaratan, como ha sucedido por ejemplo con los coches, los viajes en avión, los ordenadores, los teléfonos móviles, etc. En el proceso de producción capitalista aparecen continuamente productos que nos hacen más ricos, y que se van extendiendo desde las capas más adineradas hasta las más pobres. A pesar de que lo deseable (si viviésemos en un mundo de fantasía) sería que todos tuviésemos todos los productos que ansiásemos, a este respecto en el mundo real sólo hay dos opciones: que los pobres accedan a estos productos más tarde que los ricos o que no accedan a ellos nunca.
En todo caso esta no es la situación de la educación. Actualmente, con el desarrollo de internet y de las tecnologías de la información, el acceso al conocimiento es prácticamente gratuito. Por no hablar, además, de aquella educación disponible fuera del mercado, como la que se recibe en el hogar, con familiares, con amigos, en clubs, etc.