Mi esposa y yo estábamos esperando una mesa en el restaurante del aeropuerto cuando un hombre nervioso salió gritando «¡Esto es América! ¡No debería haber discriminación!» Habían dicho al hombre que no podía quedarse en el restaurante porque estaba viajando con un cachorro. Acto seguido, le pidieron que se retirara. Sólo cerré los ojos, desanimado con la situación, y lamenté la actitud del sujeto.
La verdad es que todo el mundo, absolutamente todo el mundo, discrimina. Lo hacemos no sólo intencionadamente, sino también con total impunidad en la mayoría de los casos. Menos mal.
Todas las decisiones que tomamos implican el rechazo de otras posibilidades. Cuando tenemos que lidiar con el desafío de escoger una de entre varias opciones, un proceso discriminatorio resuelve el problema. Si preferimos A a B, estamos discriminando B.
Analicemos el caso de un consumidor en un centro comercial. En el momento en que se adentra en el recinto, se vuelve un discriminador. Al ver que posee una cuantía limitada de dinero, necesita determinar qué producto será aquel que satisfará mejor sus necesidades. No sólo necesita escoger en qué tienda comprará, sino que también tiene que determinar qué producto será el escogido. Ese heroico discriminador, al optar por unos jeans, por ejemplo, quedará confuso con la cantidad de marcas y estilos disponibles.
Si hubiera un universo de diez opciones y resuelve la compra de una o dos, estará efectivamente diciendo a la otras tiendas y a los fabricantes de los otros pantalones que no les quiere dar su dinero.
Recíprocamente, el gerente del restaurante en el aeropuerto decidió que, de entre su universo de clientes, su establecimiento no ofrecería sus servicios a aquellos que estuvieran acompañados de animales de compañía.
La discriminación no es más que la afirmación de derechos de propiedad. No hay diferencia alguna si la propiedad es su dinero, su tierra, su casa o un restaurante: esas políticas son medios legítimos – y frecuentemente necesarios – para obtener un resultado deseado.
El dueño de una casa está discriminando cuando decide a quién permitir acceso a su propiedad. El banco también está discriminando a sus clientes cuando el gerente decide a quién conceder un préstamo (basándose en el riesgo, en la historia de crédito, etc.). En el caso de ese insatisfecho e irritado cliente del restaurante, el propietario del establecimiento había simplemente adoptado una política totalmente legítima para su propiedad: nada de animales de compañía.
Centrándose ahora exclusivamente en el dueño del cachorro: ¡también podemos también acusarlo de estar discriminando animales de compañía! En algún momento, probablemente tuvo que decidir qué animal comprar en la tienda. Puedo visualizarlo mirando un perro callejero y un terrier, analizando fina e intensamente uno y otro, hasta finalmente optar por uno en contra de todo el resto. Por tanto, ¡ese sujeto debería ser encarcelado por discriminación contra animales de compañía!
Pero no sólo eso. Podemos añadir otras acusaciones. Dado que estaba viajando en avión, tuvo que escoger una de entre varias compañías aéreas. Cuando finalmente compró su pasaje, efectivamente discriminó a todo el resto de las empresas aéreas competidoras. ¡Pobrecitas! Debería haber una ley prohibiendo ese monstruoso tipo de comportamiento.
En vez de demonizar a los discriminadores, deberíamos alabarlos. ¿Por qué? Porque nos beneficiamos de su existencia. Habiendo un mercado competitivo de políticas discriminatorias, aquellos que pongan en práctica las más moralmente correctas serán recompensados con beneficios, mientras que aquellos que implementen las más repulsivas serán penalizados con grandes perjuicios. Al final, la discriminación es una herramienta legítima de revelaciones y descubrimientos.
Vamos a agradecerla.