En una democracia, a buen seguro el régimen más sobrestimado de la historia, predomina el carácter divisor (el famoso «nosotros y ellos»).

  Un régimen que ve en la «voluntad de la mayoría» un ejemplo de modernidad, prosperidad y respeto a los derechos individuales es, en la mejor de las hipótesis, incoherente; en la peor, representa un atentado a los derechos de propiedad, inclusive de los más pobres.

  En la democracia, siempre habrá aquellos que querrán que sus estudios, su salud, su seguridad, su transporte, sus subsidios, su asistencialismo sean pagados «por el estado», lo que, en la práctica, significa «por otros que no sean yo».

  Como explicó Hans-Hermann Hoppe:

Dado que el hombre es cómo es, en todas las sociedades existen personas que codician la propiedad de otros. […]

Cuando la entrada en el aparato gubernamental es libre, cualquiera puede expresar abiertamente su deseo por la propiedad ajena. Lo que antes era considerado inmoral y era adecuadamente suprimido, ahora pasa a ser considerado un sentimiento legítimo. Ahora todos pueden codiciar abiertamente la propiedad de otros en nombre de la democracia; y todos pueden actuar de acuerdo con ese deseo por la propiedad ajena, siempre que hayan conseguido entrar en el gobierno. Así, en una democracia, cualquiera puede legalmente convertirse en una amenaza.

Consecuentemente, bajo condiciones democráticas, el popular – aunque inmoral y anti-social – deseo por la propiedad de otro hombre se fortalece sistemáticamente. Cualquier exigencia pasa a ser legítima, siempre que sea proclamada públicamente. En nombre de la «libertad de expresión», todos son libres para exigir la toma y la consecuente redistribución de la propiedad ajena. Todo se puede decir y reivindicar, y todo pasa a ser de todos. Ni el aparentemente seguro derecho de propiedad está a salvo de las demandas redistributivas.

Peor: en el transcurso de la existencia de elecciones masivas, aquellos miembros de la sociedad con poca o ninguna inhibición en relación a la confiscación de la propiedad de terceros – o sea, amorales vulgares que poseen enorme talento para agregar una turba de seguidores adeptos de demandas populares moralmente desinhibidas y mutuamente incompatibles (demagogos eficientes) – tendrán las mayores oportunidades de entrar en el aparato gubernamental y ascender hasta el tope de la línea de mando. De ahí, una situación mala se hace aún peor.

                 

  Esa mentalidad explica por qué los partidos de izquierda obtienen éxito en las elecciones.

  Sólo que siempre puede llegar el momento en que aquellos que son obligados a sostener ese arreglo se cansen de la espoliación e, impelidos por un eventual deterioro de las condiciones económicas, decidan protestar más vehementemente contra el gobierno, exacerbando aún más los problemas inherentes de la democracia.

  Pero ese fenómeno es sólo un efecto colateral de la democracia. El más grande y real problema de la democracia es que tal régimen representa una forma de control casi total sobre los individuos y sobre sus respectivas propiedades.

  Peor aún: tal totalitarismo se fortalece bajo el barniz de la legitimidad política, lo que permite a aquellos que están en el poder – y, así pues, a sus defensores ideológicos – cometer el mayor número posible de atentados a los derechos de los individuos.

  La democracia del patíbulo.

  Un pequeño jurado de una ciudad condena a un individuo a la muerte por el «crimen» de evasión fiscal. No estaba «compartiendo su riqueza» como debería. La mayoría de la población no aprueba la severidad del castigo, pero nada puede hacer para oponerse, pues es la ley.

  El «criminal» es entonces enviado al patíbulo, para ser ejecutado.

  El verdugo lee su sentencia de la siguiente manera: «El señor será condenado a muerte por medio de una votación, en la cual el señor tendrá el derecho de participar. Hay 4 formas posibles de morir: ahorcado, quemado, decapitado o crucificado. Habrá una primera votación, al fin de la cual las dos maneras más votadas irán a un segundo turno de votación, en la cual será decidida la forma de su ejecución.»

  El condenado piensa: «Prefiero morir decapitado. Es una muerte más rápida e indolora.»

  Comienza la votación. Se obliga a todas las personas de los alrededores a votar en este espectáculo escatológico, inclusive el condenado. También se le da el derecho de hacer lobby e intentar convencer a las personas para que voten por la ejecución que más le agrada – o, mejor dicho, la que considera menos dolorosa.

  Acaba la primera votación:

1ª) Crucificado: 35% de los votos válidos.

2ª) Quemado: 24% de los votos válidos.

3ª) Ahorcado: 22% de los votos válidos.

4) Decapitado: 19% de los votos válidos.

  Muchas personas no votaron, o por estar en contra de la pena de muerte o por considerar cualquiera de las cuatro penas como demasiado cruel. La votación, por lo tanto, se efectúa sólo por aquella parte de la población más adepta a la crueldad.

  La votación se valida y conmemora como la ‘fiesta del pueblo’.

  Y la manera menos dolorosa de morir fue estrepitosamente derrotada.

  Comienza entonces el segundo turno de la votación.

  Sólo que ahora, tanto el condenado como todas las otras personas que no escogieron ninguna de las dos opciones de ejecución que quedaron en la cédula de votación – o sea, el 41% de los electores que votaron (ahorcamiento o decapitación) y todos los otros que no votaron – tendrán justamente que escoger entre dos formas de muerte que claramente desprecian.

  Nuevamente, se le da al condenado el derecho de hacer lobby por la forma de muerte que menos le desagrade. Sin embargo, comprensiblemente, el hombre decide no hacerlo. Ninguna de las dos formas de ejecución «escogidas por el pueblo» es de su agrado, de modo que no ve el sentido en gastar energía apoyando una u otra.

  Realizada la segunda votación, el resultado es el que sigue:

1ª) Quemado: 52% de los votos válidos.

2ª) Crucificado: 48% de los votos válidos.

  Nuevamente, hubo una gran cantidad de personas que no votó, por motivos similares a los de la primera votación.

  Pero, esta vez, el condenado se incluyó entre los no-votantes.

  Se defiere la sentencia es deferida y los medios locales celebran la ‘fiesta del pueblo’.

  Y se comienza a preparar la hoguera.

  El reo, comprensiblemente, protesta contra una clara violación de su derecho de no ser sometido a algo que él no escogió. Más aún: protesta por no estar siendo sometido a la opción «menos mala» que le fue presentada (la decapitación).

  El verdugo entonces le pregunta: «Si el señor no quería ser quemado, ¿por qué no votó por la crucifixión?»

  Él responde: «¡Porque yo prefería ser decapitado! ¡No quemado o crucificado!»

  El verdugo rebate: «Sí, pero la decapitación perdió, fue la elección del pueblo. Y la voz del pueblo es la voz de Dios. Le fueron dadas dos opciones más y usted no escogió ninguna. Por lo tanto, su destino quedó en las manos del pueblo. Y el pueblo siempre sabe escoger lo que es mejor.»

  «Pero yo ni conozco esas personas!», exclama el condenado.

  «Mire: si el señor quiere reclamarle a alguien, reclame a los que no votaron. Esas personas podrían haber cambiado su destino, pero no hicieron nada. Escogieron no votar también. Está en su cuenta la culpa de que usted vaya a ser quemado».

  «¿Su voto me haría ser decapitado?»

  «No, la decapitación perdió en la primera votación».

  «Entonces, ¿me haría escapar de la muerte?»

  «¡No! Usted moriría de todas formas. Sólo tendría que escoger la forma, y de manera libre y democrática. ¡Vea qué privilegio!»

  El condenado explota: «Entonces, ¿cómo diablos cree usted que podrían ayudarme los votos de quienes no votaron en una elección ‘libre y democrática’ para decidir algo en contra de mi voluntad?»

  El verdugo le mira de forma incisiva y dice: «Escribiré eso en su lápida».

  De la metáfora a la realidad.

  Lo más terrible de la metáfora anterior es que es mucho más blanda que nuestra realidad democrática.

  En la metáfora anterior, tanto las personas que no votaron como aquellas que votaron, pero cuya opción fue derrotada, no sufrieron ninguna consecuencia. Sus vidas continuaron rigurosamente siendo las mismas, pues el único afectado fue el condenado.

  En nuestro sistema democrático, tanto los que no votan como aquellos que votan y pierden sufren las consecuencias de la elección de algo que no querían. No sólo su propiedad se ve afectada, sino que también se ven obligadas a vivir bajo políticas con las cuales están en desacuerdo y que muchas veces consideran abominables.

  Es difícil imaginar un arreglo político más inestable, anti-social y propenso a explosiones que ese.

  Las personas que van a la calles a protestar contra el gobierno son aquellas que se sienten como el condenado de la metáfora: mientras que el condenado fue obligado a aceptar una ejecución que no quería, tales personas están obligadas a vivir bajo un régimen comandado por un verdugo que no fue escogido por ellas y con cuyas políticas están en desacuerdo.

  Sólo que, así como el condenado sólo intercambia el método de la ejecución, buena parte de esas personas sólo pide el cambio de verdugo. Y de nada sirve cambiar al verdugo si el patíbulo democrático continúa intacto.

  La única manera de que el patíbulo democrático deje de producir resultados que van en contra de la voluntad de la mayoría de las personas (teniendo en cuenta que el número de abstenciones, de votos blancos y nulos y de votos a otro verdugo es siempre mayor que el número de votos obtenidos por el verdugo vencedor) es convenciendo a esas personas para separarse de ese régimen.

  Y la solución más viable para ello es la secesión.