¿ES POSIBLE UNA JUSTICIA SIN ESTADO? (II)
– Alex Hermida –
En el primer artículo de la presente serie introdujimos, a grandes rasgos, la estructura y dinámica que en líneas generales podrían regir un sistema de Justicia Privada. Conferimos entonces relevancia a una serie de incentivos que operarían como fuerza cohesiva y no coercitiva, en tanto que la voluntariedad de cada individuo terminase rigiendo, a través de un sistema contractual, no sólo el ámbito jurídico sino cuantas interacciones sociales susceptibles de convenio tienen cabida en la sociedad.
Llegados a este punto, se podría preguntar por qué el sistema de incentivos a cumplir la ley que hemos ido describiendo para una Justicia Privada no operaría en un sistema de Justicia Pública. Antes de iniciar nuestros argumentos empezaremos por establecer una afirmación que creemos rotunda: el Derecho Positivo no es justo. Empero tan firme enunciado precisa del entendimiento previo de la lógica bajo la cual operan los sistemas redistributivos del Estado, especialmente en la época contemporánea.
La redistribución de la riqueza y de los derechos jurídicos es diseñada y dirigida por los sujetos encargados de la toma de decisiones políticas, sea en un sistema de gobierno autoritario, sea en uno democrático. El Estado no es un ente sobrenatural omnipotente, sino más bien una idea, un constructo abstracto cargado de simbología que ha arraigado a lo largo de los siglos en el imaginario de una sociedad. Gracias a la parafernalia que lo envuelve encuentra el sostén de legitimidad entre quienes subyuga, llegando incluso estos últimos a visualizar como positiva su presencia y como catástrofe su ausencia. La función principal del dirigente político es la toma de decisiones de manera más o menos unilateral y que afectan, en todo o en parte, a la sociedad. Una de las características básicas de tan pernicioso proceso es la información incompleta con las que se dirimen las políticas públicas, haciendo inevitables el sesgo y la arbitrariedad.
Tal y como sostiene Franz Oppenheimer en El Estado, las élites políticas son por naturaleza extractivas, esto es, se sirven de medios políticos para satisfacer mediante la dominación sus intereses particulares. Por la contra, la mayoría dominada opera a través de medios económicos que permiten generar riqueza y prosperidad. De tal modo, en la medida en que la riqueza económica aumenta, va apareciendo una clase política cada vez más arraigada que vive parasitariamente sirviéndose de la violencia y del engaño. Tanto es así que la desvergonzada violencia de la génesis del Estado fue progresivamente sustituida por técnicas de latrocinio mucho más sibilinas, quedando hipnotizada la clase dominada hasta el punto de interiorizar la benignidad de la rapiña.
En la medida que el supuesto interés general se alinee con el interés privado del gobernante, las políticas públicas en general y en particular las que atañen a la Justicia, podrán ser más o menos perjudiciales para el resto de la sociedad. Sin embargo, no podemos entender la sociedad como un bloque homogéneo, sino como un agregado de individuos que interaccionan entre sí para defender también sus intereses particulares. De lo anterior se desprende la presencia de grupos de presión o lobbies, que ciñéndonos al marco de lo jurídico, influyen también en la toma de decisiones políticas buscando maximizar sus réditos mediante contraprestaciones a veces tácitas, otras descaradamente expresas, para con el legislador. En consecuencia, el alegato de que las leyes positivas son el sostén que asegura el interés general, cae por su propio peso. No existe tal cosa como un interés general, como tampoco la sociedad es un bloque homogéneo de individuos y de igual modo, la información de la que dispone el gobernante es siempre incompleta.
La sibilina tapadera de la redistribución de la riqueza como forma de alcanzar la denominada Justicia social comienza a originarse ya en el Medievo, si bien no será hasta la creación del Estado moderno cuando cobre más relevancia a la par que crecen la administración pública y el cuerpo funcionarial. Históricamente el mayor beneficiario de la redistribución coactiva de la Justicia era el Rey, que de forma arbitraria concedía derechos a unos determinados grupos minoritarios de la sociedad y sobre los otros ejercía un poder extractivo. Hoy en día, bajo la sugestión democrática de la Justicia social, la dinámica se mantiene con la exigua diferencia de la rotación periódica y en el corto plazo de la élite en el poder frente a la lógica a largo plazo del monarca. Pudiendo esto último, en línea con lo sostenido por Hans-Hermann Hoppe en Monarquía, democracia y orden natural, conferir a la democracia un carácter superior en cuanto a malignidad.
En los actuales sistemas democráticos, cuyo diseño institucional y reglas de juego se encaminan de forma irremediable hacia decisiones políticas cortoplacistas, se fomenta la irresponsabilidad. La despersonificación de la toma de decisiones, cuya competencia se traslada a la abstracción del Estado, difumina también las responsabilidades personales de los gobernantes. Lo anterior pudiera explicar la temeridad con la que se despilfarran magnas cantidades de dinero sustraído a la población, empero también la mayor arbitrariedad de la ley que se orienta al corto plazo. La inestabilidad de un entramado legal cambiante según los ciclos electorales, así como la inflación legislativa que pasa a regular casi cualquier ámbito de la vida privada, provoca que la ley positiva pierda gran parte de su valor.
No nos extrañemos de que los actuales sistemas de Justicia públicos representen grandes aparatos burocráticos, anquilosados e infectos por la acción de un parasitismo que perjudica desde el cuerpo funcionarial a los usuarios finales. No es cuestión de dirimir culpabilidades ni de apuntar con un dedo, empero hasta la mejor intencionada de las personas actuando en un marco de lógica perversa se vuelve víctima, cuando no cómplice, del agravio. Esto ocurre así por mucho que se trate de enmascarar bajo subterfugios en forma de derechos sociales, discriminación positiva, igualdad de resultados y un largo etcétera de argucias estatistas. Como consecuencia, el impulso y refuerzo de la interacción social voluntaria queda relegado y se entorpece de forma constante. Aparecen de este modo instituciones que por medios políticos de dominación velan por el cumplimiento de la ley positiva. En este proceso se agranda el distanciamiento entre la Justicia y la moral, volviéndose la primera mucho más arbitraria.
En la medida que la Justicia no está alineada con la moral y la costumbre y además, tiende a la hipertrofia regulativa que le resta valor, desaparecen buena parte de los incentivos para cumplir. Tal es el caso de la Justicia de Derecho Positivo. En contraposición, sistemas legales que respeten en mayor medida los derechos negativos derivados de la propiedad, que sean capaces de alinearse con la tradición y pivoten en torno a unas pocas reglas de alto valor y amplio conocimiento social, tenderán a ser más justos. Tal es el caso de la Justicia de Derecho Consuetudinario. Sin embargo, tan sólo aquellos sistemas sociales que se fundamenten plenamente en los derechos negativos derivados de la propiedad, que operen a través del libre intercambio de los individuos en ausencia de un poder coactivo y que permitan al individuo obligarse a voluntad, podrán superar los anteriores problemas.