EL ÚNICO CAMINO HACIA LA RIQUEZA. (III)

 

    – Miguel Alonso Davila –

 

 

  En los artículos anteriores de esta serie vimos cómo solamente a base prueba y error en un mercado libre puede saberse qué es lo que los consumidores quieren. También analizamos cómo esto es posible gracias a la existencia de precios no intervenidos mediante los cuales los empresarios pueden guiar su actividad, de modo que la obtención de beneficios coincide con la satisfacción de los consumidores.

  Teniendo en cuenta estos argumentos puede entenderse que un gobernante desde su despacho, que nada sabe de las preferencias de los consumidores, es difícil que acierte sobre qué hay que producir y qué no. Cualquier intervención económica en este sentido nos hará más pobres, puesto que parte de los recursos escasos estarán destinados a elaborar unos objetos por capricho del gobernante. Con respecto a las demandas de los consumidores esto es como fabricar productos al azar. De esta manera al menguar los medios para confeccionar los artículos que los compradores demandan, se obtendrán menos, con lo que seremos más pobres. Hay que recordar que es la abundancia o escasez de aquellos bienes que deseamos lo que nos hace ricos y no el dinero en sí. Este es un medio de intercambio que nos hará ricos si tenemos cosas por los cuales intercambiarlo. Pero si vivimos en una isla desierta y tenemos cien billones de euros seremos pobres (de hecho moriremos de hambre).

  Podría objetarse que, aunque toda esa información ha sido conseguida a base de prueba y error por parte de los empresarios, empero el gobierno podría recurrir también a ese método. Y al ser el Gobierno el que produzca o determine cómo se ha de producir, quizás pueda alcanzarse un reparto más equilibrado de la riqueza (por ejemplo estableciendo precios más baratos para los más pobres y sueldos más elevados para los trabajadores). Veamos pues a donde nos lleva esta opción teniendo en cuenta lo ya visto en los artículos anteriores.

  Para recurrir a este método de prueba y error el problema es que, aparte de pagar los costes, tiene que haber precios de venta para poder comprobar si lo estamos haciendo bien o no, y esto tiene que darse en todas las líneas productivas, y todas las fases de dichas líneas. Si observamos el presupuesto de Sanidad, por ejemplo, no sabemos si es demasiado elevado o muy reducido porque no tenemos ingresos que podamos comparar con los gastos.

  Así pues, si quisiésemos proceder según esta disposición, el gobierno tendría que cobrar por los productos elaborados, y estos tendrían que venderse al costo acordado en el mercado, de forma que según esos importes pudiesen disponer cómo confeccionarlos (recordemos que son los precios los que determinan los costes y no lo inverso). Todos los precios, incluidos los materiales con los que se manufacturan los bienes, deberían estar establecidos por los consumidores, para que al actuar según ellos, estemos adaptando la producción a sus demandas. Obviamente lo que ha de fabricarse no lo dictaría un ministro desde su despacho, que nada sabe de las preferencias de los residentes de un pueblo concreto, si no que en cada pueblo habría varios productores estatales. Cuantos más hubiese, mejor, de manera que puedan especializarse, lo que aumentaría la productividad. Y serían estos los que decidiesen, a base de prueba y error, cuántas unidades generar y qué materiales emplear, guiándose con los precios existentes en dicho pueblo. No deberían tener que responder sobre cómo proceden ante ningún funcionario, puesto que de  otro modo sería dicho funcionario el que, de manera indirecta, estaría decidiendo acerca de tales menesteres; ya que el productor tenderá a ceñirse a sus directrices si no quiere represalias, y recordemos que el funcionario nada sabe de las preferencias de dichos habitantes. Además cada productor del gobierno debería tener libertad para probar a confeccionar cosas que crea que a la gente le gustarán, y no tener que esperar la decisión arbitraria de un burócrata. Para rematar habría que exigir que el productor se hiciera cargo de las pérdidas si las hubiese, evitando que fabrique disparates malgastando los recursos. Y también que le perteneciesen los beneficios si los hubiese, puesto que sino no tendría incentivos para buscar toda esa información sobre qué les puede gustar a los consumidores; puesto que si no se busca, esa información nunca se generará, con lo que los bienes correspondientes no llegarán a fabricarse, lo que nos haría más pobres. Pero si nos fijamos esto es la descripción de una empresa privada actuando en un mercado libre.

  Evidentemente esto es un ejemplo simplista, no se están teniendo en cuenta innumerables problemas y la realidad es mucho más compleja. No se tiene en cuenta, por ejemplo, el papel del tipo de interés a la hora de coordinar las inversiones de los empresarios y el ahorro de los consumidores, lo que determina el alargamiento o encogimiento de la estructura productiva y si esta es más o menos capital intensiva. Lo importante es que la conclusión sería la misma. Si pretendemos crear un sistema que nos evite tener que pasar por el trabajo duro y el ahorro, aparecerán una serie de obstáculos ante los cuales podemos reaccionar proponiendo nuevas soluciones mágicas, que no harán sino tapar un agujero a costa de crear otro más grande, o ir adoptando las soluciones que nos llevarán inexorablemente al mercado libre.  

  Nos quedaría el último recurso de que el gobierno pueda, simplemente, preguntarle a la gente que es lo que quiere, para pasar después a elaborarlo. El caso es que desgraciadamente también este camino está vedado, pues las preferencias únicamente se muestran con la acción. Si, por ejemplo, una persona que desea montar un bar, le pregunta a todos sus amigos si irían a dicho bar y cuánto se gastarían, podría utilizar esa información para calcular si el negocio le saldrá rentable. Sin embargo, quizás le den los números y siga adelante con la empresa, pero eso no quiere decir que sus amigos vayan todas las veces que dijeron que irían. Quizás cambien de opinión, quizás se lo imaginaron más bonito, o abrió otro mejor al lado, o no les caigan bien sus empleados. Si esto no fuese así las empresas no quebrarían, simplemente harían encuestas y ya sabrían cuánto éxito van a tener sus artículos. No obstante la realidad dista mucho de estas suposiciones, las empresas quiebran, algunos bienes no se venden a pesar de que los estudios de mercado señalaban lo contrario. Incluso se llega a dar el caso de algún aparato que supone una mejora tecnológica y de calidad general con respecto a sus competidores a un precio semejante, y aun así se pudre en las estanterías de las tiendas. Quizás no guste su estética, o la moda apunte ahora en otras direcciones haciendo que los consumidores gasten más en otras áreas, y al disponer de recursos dinerarios escasos no les quede metálico para dedicarlo a esos productos tecnológicos. Los consumidores son caprichosos no pudiéndose predecir sus elecciones futuras.

  Las preferencias de los consumidores se demuestran con sus actos y estos quedan reflejados en los precios (qué compran y qué no, y cuánto están dispuestos a pagar). Siendo esta la única guía que tenemos para adecuar nuestro comportamiento a las necesidades de los demás utilizando los recursos escasos eficientemente. Cualquier intervención económica modificará los precios haciendo que nos alejemos de esa eficiencia y nos acerquemos más a la pobreza.