EL PROBLEMA DE LA INMIGRACIÓN
– Miguel Alonso Davila –
Como sucede actualmente con la crisis de los refugiados, cada cierto tiempo aparece una noticia que nos recuerda las grandes cantidades de personas que se agolpan en algunos puntos concretos de nuestras fronteras, en las inmediaciones de las mismas o en zonas de países vecinos desde las cuales intentan introducirse en nuestro territorio. Ante el tamaño creciente de esas aglomeraciones nos entra miedo y, bajo la creencia de que la economía propia no podrá absorber semejante cantidad de personas, exigimos el fortalecimiento de las fronteras, la construcción de vallas más altas y la intensificación de los controles. Consideramos el posible maremoto de emigrantes como el problema y las fronteras como la solución al mismo. Así planteado, el problema parece lógicamente anterior a la solución.
¿Pero sucede realmente así? Imaginemos un pueblo situado en un valle atravesado por un pequeño río. Este río fluye de forma natural de las zonas más altas de una montaña cercana hasta el mar pasando por el citado pueblo. Los habitantes se ven enriquecidos por las aguas que transporta. Ahora imaginemos que alguien construye en el río un dique de proporciones gigantescas (da igual por qué motivo). Con el tiempo, el dique acaba por llenarse y el agua comienza a amenazar con desbordarlo, o aún peor, con romper el propio dique inundando todo el pueblo. Ante tal posibilidad, es normal que los habitantes del pueblo sientan miedo, y empiecen a hablar de hacer el dique todavía más grande.
¿Pero en este caso, el problema es el agua o es el dique? Antes de la construcción del mismo el agua fluía de forma natural y no generaba ningún tipo de problema. Es pues, el dique el que genera un problema antes inexistente, y no una solución al mismo. De la misma manera, si no hubiese fronteras habría un flujo natural de personas que emigrarían desde zonas pobres a zonas ricas como ha venido sucediendo a lo largo de la historia.
En las localidades de origen de los emigrantes habrá poca demanda de mano de obra y mucha oferta de la misma, lo que se traducirá en bajos salarios. Estos bajos salarios contrastarán con otros más elevados de zonas más ricas. Este contraste, esta diferencia de precios, será el incentivo que mueva a las personas a emigrar. Pero no todo el mundo estará en las mismas circunstancias, ni tendrá las mismas oportunidades, ni estará dispuesto de igual modo a asumir los costes de un viaje y un futuro inciertos. Quizás primero emprendan el viaje los más desesperados, los más intrépidos, y los que consigan reunir el capital necesario para asumir el coste del viaje. Según más habitantes partan de su localidad y vayan llegando a su destino, la diferencia de precios de la mano de obra entre los dos lugares se irá reduciendo (el precio de la mano de obra en el lugar de origen aumentará debido al descenso de la oferta de la misma, puesto que ahora hay menos trabajadores; y el precio en el lugar de destino disminuirá al aumentar la oferta de la misma). Esta reducción hará que, llegado un punto, el dinero que se podría ganar a mayores emigrando no cubra los costes de semejante aventura. Pero esto no afectará a todos por igual, puede que a algunos ya no les compense, a su juicio, el viaje y a otros sí. Esto dependerá de las circunstancias de cada uno, que estarán continuamente cambiando, así como también cambian las circunstancias en los posibles lugares de destino. Toda esta información, continuamente cambiante, se transmite a través del mercado. Así pues, los habitantes de una localidad podrán adquirir parte de esta información acerca de distintos lugares y valorar la posibilidad de emigrar a uno de ellos.
Hay quien dice que esto último no es cierto, que los emigrantes no tienen ninguna información y que seguirán emigrando a una ciudad concreta a pesar de que ya no haya trabajo en ella y los sueldos sean bajos. Como si actuasen de modo irracional, seguirán emigrando como locos a esa ciudad hasta hundirla por debajo del nivel del mar con su propio peso. Puede que a ojos de los que viven en la ciudad las condiciones de vida sean malas, pero seguramente para los inmigrantes serán mejores que las que tenían en sus lugares de origen. Si los emigrantes no actúan utilizando información para decidir a qué sitios emigrar y a cuales no, sino que lo hacen por azar, ya es casualidad que la mayoría quiera emigrar a Europa y Estados Unidos.
Todo este proceso puede observarse claramente en las migraciones que tienen lugar dentro de cada país. No sucede de golpe que toda la población de un país emigre a una ciudad del mismo. La gente quiere mejorar sus condiciones de vida, y por tanto, dejarán de migrar a una zona concreta en cuanto no le sirva para alcanzar esa mejora.
Observamos así que las vallas y las barreras no son la solución al problema de las aglomeraciones de inmigrantes en torno a nuestras fronteras, sino su origen.
La migración interna nos hace además preguntarnos lo siguiente: si la migración interna no es dañina, ¿por qué sí lo es la emigración de un país a otro? Quizás las dos sean dañinas, pero en tal caso, habría que poner fronteras entre las provincias y también entre los pueblos. Esto es claramente absurdo. A lo mejor la emigración es perjudicial a partir de un tamaño, pero, ¿a partir de qué tamaño?, ¿cuál es la escala correcta? Porque hay países de todos los tamaños. ¿Cómo defender que hay que poner fronteras entre dos países, cuando hay algún país más grande que esos dos juntos sin fronteras internas?
El flujo natural de personas de unos lugares a otros no es dañino, sino beneficioso. Se consigue así que la mano de obra se desplace allí donde es más demandada (nadie diría que es malo que los tomates vayan de donde sobran a donde hacen falta). Al llegar emigrantes a una ciudad aumenta la población, pero los sitios más poblados suelen ser los más ricos. Y esto es así, puesto que un mayor número de personas hará posible una mayor especialización del conocimiento, que junto con la acumulación de capital necesaria, posibilitará un alargamiento de la estructura productiva. Alargamiento que generará un aumento de la riqueza al haber un mayor número de bienes de más calidad a precios relativos menores.