¿Qué sucede cuando se emplea a personas normales para simular una prisión, colocando a la mitad como prisioneros, a la mitad como guardias?
En 1971, el psicólogo Philip Zimbardo intentó responder a esa cuestión realizando el que se convertiría en uno de los más famosos experimentos de psicología social del siglo pasado: el experimento de la prisión de Stanford.
Su equipo contrató a 18 estudiantes, los dividió aleatoriamente entre prisioneros y guardias, y creó una prisión simulada para encarcelarlos. Se pretendía que el experimento durara 20 días. Sin embargo, no pasaron más que cinco días para que el experimento tuviera que ser abortado por salirse totalmente de control.
Rápidamente, los guardias comenzaron a abusar de su autoridad. Hacían innumerables recuentos de los prisioneros y obligaban a los que no cooperaban de acuerdo con lo previsto a hacer flexiones. En respuesta, los presos se rebelaron, pero fueron inmediatamente dominados por los guardias, que pasaron a tratarlos aún más duramente, obligándolos a evacuar en baldes dentro de sus celdas, a limpiar vasos sanitarios con las propias manos, y a quedar desnudos mientras tenían sus rostros cubiertos.
De acuerdo con la entrada de la Wikipedia:
El experimento quedó rápidamente fuera de control. Los prisioneros sufrían – y aceptaban – tratamientos humillantes y sádicos por parte de los guardias y, como resultado, comenzaron a presentar graves problemas emocionales.
Después de un primer día relativamente sin incidentes, el segundo día tuvo lugar una rebelión. Los guardias se ofrecieron voluntarios para hacer horas extras y trabajar en conjunto para resolver el problema, atacando a los prisioneros con extintores de incendio y sin la supervisión del grupo de investigación. A continuación, los guardias intentaron dividir a los prisioneros y generar enemistad entre ellos, creando un bloque de celdas para «buenos» y un bloque de celdas para «malos».
Al dividir a los prisioneros de esta forma, los guardias pretendían que pensaran que había «informantes» entre ellos. Estas medidas fueron altamente eficaces y los motines a gran escala cesaron. De acuerdo con los consultores de Zimbardo, la táctica es similar a la utilizada, con éxito, en las prisiones americanas reales.
El “recuento” de los prisioneros, que había sido inicialmente instituido para ayudarlos a acostumbrarse a sus números de identificación, se transformó en escenas de humillación que duraban horas. Los guardias maltrataban a los prisioneros y les imponían castigos físicos como, por ejemplo, ejercicios que obligaban a esfuerzos pesados. Rápidamente, la prisión se convirtió en un local insalubre y sin condiciones de higiene y con un ambiente hostil y siniestro.
El derecho de utilizar el baño se volvió un privilegio que podía ser – y frecuentemente lo era – negado. Algunos prisioneros fueron obligados a limpiar los baños sin ninguna protección en las manos. Los colchones fueron trasladados al bloque de celdas de los «buenos» y los demás prisioneros eran obligados a dormir en el suelo, sin ropa. Se negaba frecuentemente la comida, utilizándola como medio de castigo. Algunos prisioneros fueron obligados a desnudarse y llegó a haber actos de humillación sexual.
El experimento pretendía ver cuál sería el comportamiento de personas normales en un ambiente con una rigurosa jerarquía de poder, como la prisión. Acabó sirviendo de laboratorio para ilustrar aquello que toda una tradición intelectual ya había comprobado a partir del mundo real, y que fue excelentemente resumido en la máxima de Lord Acton: «el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente».
Un milenio y medio antes de Acton, otro pensador ya había investigado cómo el ansia de poder del hombre corrompe la sociedad. San Agustín entendía la natural falibilidad del hombre y entendía que existe una predisposición natural para abusar de nuestro poder, la libido dominandi: nuestra ansia de imponer nuestras preferencias al resto del mundo.
Agustín creía en la necesidad de que hubiera un gobierno para restringir la libido dominandi. Lo que el experimento de Stanford demuestra, sin embargo, es que una estructura de poder monopolística y bien definida como una prisión puede corromper aún más al hombre, en vez de atenuar su deseo de dominación.
La idea del estado como un «mal necesario» tiene que confrontarse con la idea de un estado «que necesita el mal»: esa corrupción jerárquica en una estructura rigurosa de poder depende de la corrupción individual.
De ahí la importancia de estructuras de poder externas al estado, como las familias, las iglesias, las empresas, la prensa y las asociaciones civiles. Todas ellas compiten y limitan el poder del estado. Por eso, la tendencia de los gobiernos autoritarios es la de destruirlas (comunismo) o absorberlas (fascismo).
A pesar de no vivir en una sociedad de autoritarismo extremo, la tendencia del estado a aliarse o combatir a otras estructuras de poder sigue siendo muy real. Las empresas aliadas del gobierno consiguen financiación para sus proyectos, los medios reciben patrocinio estatal, y la clase media es seducida por las ofertas de cargos públicos de forma más organizada, pero no muy diferente de las ofertas salariales que el ex-dictador egipcio Hosni Mubarak hizo al funcionariado público antes de su caída.
Cuando se aproximaba el final del experimento, los prisioneros ya no se rebelaban. Por el contrario, intentaban disuadir cualquier manifestación de descontento. Preferían la tranquilidad de la opresión previsible a la incertidumbre del castigo contra la rebeldía. La mayoría de la humanidad encara pasivamente la violación de sus derechos. Los momentos de excepción son aquellos en que el poder político es desafiado y, con alguna suerte, derrotado.
Cuando creemos que cambiaremos esencialmente el gobierno con la elección de personas buenas sólo nos estamos engañando. Lo que necesita cambiar es la estructura de poder – o, siendo más precisos, los incentivos generados por esa estructura.
Vanamente combaten los que se oponen a la corrupción de los políticos por medio de la indignación. Nunca alteraremos verdaderamente el comportamiento de la cima de la pirámide política sin que haya modificaciones institucionales.
Por suerte, no vivimos en penitenciarias. Ni en las pequeñas comunidades agrarias que vendrían a controlar Europa tras la muerte de San Agustín. La historia del poder en Occidente llevó a una mayor inclusión de la participación popular en las decisiones políticas. Es posible influir en las políticas públicas, y realizar reformas políticas y económicas disipadoras de poder.