EL MERCANTILISMO Y LA POLÍTICA INDUSTRIAL
– Óscar Rodríguez Carreiro –
En la actualidad, la política industrial es una de las herramientas de intervención estatal en la economía más en boga. Aunque las experiencias pasadas habían sugerido, acertadamente, que los gobiernos no debían inmiscuirse en la promoción, planificación y regulación de la industria, desafortunadamente, una nueva oleada de aportaciones teóricas y prácticas políticas ha vuelto a situar a la política industrial en la agenda de los gobiernos. Así, como señalan Bailey, Lenihan y Arauzo-Carod
Tras años de desprestigio oficial, la política industrial (PI) está de nuevo de moda a nivel regional, nacional y de la UE impulsada por las preocupaciones sobre competitividad, globalización, desindustrialización, desempleo y el comparativamente lento crecimiento de la economía de la UE, especialmente en esta fase post recesión. Al mismo tiempo, la PI ha sido un catalizador para el diseño de estrategias de recuperación económica a nivel regional, nacional y de la UE […].[i]
En esta nueva oleada de política industrial se suele afirmar que las intervenciones de los gobiernos no tienen un carácter anti-mercado, sino que sirven para eliminar fallos de mercado y facilitar su funcionamiento. Sin embargo, y como veremos a continuación, el carácter estatista y contrario al libre mercado de la política industrial se revela en la genealogía de su origen.
En opinión de Julien Mendoza y Stéphane Rouhier, la aparición de la política industrial se puede situar en la época del mercantilismo; es decir, la primera manifestación sistemática de política industrial habría tenido lugar en la Europa del siglo XVI. La política industrial del mercantilismo se basaba en cuatro ideas principales: que el comercio era una fuente de obtención de riqueza; que la industria es una fuente de poder económico; que el Estado debía estructurar la industria, o bien controlando directamente el desarrollo industrial o bien ofreciendo protección a las industrias; y, por último, que debería existir una sinergia entre el Estado y los agentes económicos. En el mercantilismo y el colbertismo, estos autores encuentran tres pilares comunes a cualquier política industrial desde una perspectiva histórica: primero, la necesidad de un Estado fuerte que coordine las prioridades de desarrollo de la política económica; segundo, la intervención del Estado para ordenar la estructura de la economía; tercero, la cooperación del Estado con ciertos agentes económicos con la intención de crear sinergias. Según Mendoza y Rouhier, estas tres condiciones son necesarias y suficientes para establecer la existencia de una política industrial.[ii]
De manera similar, Erik Reinert, defensor y seguidor de las teorías mercantilistas, ha señalado los principios fundamentales que guiaban la política industrial del mercantilismo. Estos principios incluirían la identificación de las manufacturas como el determinante principal del aumento del output y de la productividad, como un sector con la capacidad de absorber trabajo y como un sector con la capacidad de aliviar los problemas de la balanza de pagos; la selección de actividades y sectores con retornos crecientes; la creación de monopolios temporales para proteger los progresos en ciertas áreas clave (sistema de patentes); el establecimiento de cuotas, tarifas e impuestos para penalizar la exportación de materias primas; el reconocimiento de la necesidad de formación del capital humano; la provisión de apoyo financiero a tipos de interés inferiores a los del mercado para la inversión en producción; el reconocimiento de la importancia de los mecanismos de creación de sinergias para el desarrollo; el apoyo directo al sector agrícola; y, la atracción de personal cualificado del extranjero para facilitar la transferencia de tecnología y el desarrollo del conocimiento.[iii]
Para entender la política industrial mercantilista, es importante recordar que el objetivo declarado de los escritores mercantilistas era aumentar el poder del Estado. Como explica Eli Hecksher, lo que buscaban los mercantilistas era poner la vida económica al servicio del interés de poder del Estado. Así, se utilizaba la política económica como un medio al servicio del poder y el bienestar de los súbditos tenía únicamente como finalidad sentar una base sólida y necesaria para el poder del Estado.[iv] Como política de poder, el mercantilismo seguía dos métodos diferentes. El primero consistía en desviar la actividad económica directamente hacia los fines particulares demandados por el poder político. El segundo método consistía en crear una reserva de recursos económicos que el Estado pudiera usar cuando así lo requiriera. Estos métodos exigían la utilización de amplios controles a lo largo de la economía nacional, por lo que el mercantilismo perseguía la regulación completa de la vida económica.[v]
Los mercantilistas asociaban la riqueza con la posesión de metales preciosos, mientras que sus sucesores (laissez faire) consideraban la riqueza como los bienes y servicios que la gente consume y los medios con qué producirlos. Ya que los mercantilistas daban tanta importancia a la posesión de metales preciosos, uno de los objetivos que buscaban era conseguir un exceso de exportaciones sobre las importaciones como un medio de obtener flujo de oro y plata. Debido a que los movimientos de metales preciosos sólo podían tener lugar si un país perdía algo de su stock en beneficio de otro, los mercantilistas consideraban que el comercio que iba en beneficio de un país necesariamente tenía que ir en perjuicio de otro. Como recuerda Michael Heilperin, la noción del comercio como algo mutuamente beneficioso sólo puede surgir del reconocimiento de que lo que importa en el comercio es el intercambio de bienes, no la adquisición de dinero.[vi] Los mercantilistas estaban animados por un “miedo a los bienes”, creyendo que comprar era malo y vender era bueno. La formulación más extrema de este miedo se encuentra en los escritos del mercantilista alemán Johann Joachim Becher, uno de cuyos axiomas decía: “es siempre mejor vender bienes a otros que comprar bienes de otros, pues lo primero conlleva una cierta ventaja y lo último un daño inevitable”. Lo absurdo de esta afirmación resulta evidente. Sin embargo, parece que cuando el punto de vista se traslada desde el individuo a los países, el absurdo resulta más difícil de detectar, ya que la defensa del proteccionismo es la expresión a nivel nacional de la afirmación de Becher. Como dice Heilperin
¿Es menos absurdo que un país intente expandir sus exportaciones por medio de subsidios, depreciación del cambio y otros medios, mientras al mismo tiempo levanta barreras más altas e insuperables a las importaciones?[vii]
El miedo mercantilista a los bienes estaba alimentado, entre otras cosas, por la idea de crear empleos y de tomar medidas contra el desempleo. Entre estas medidas se encontraba la lucha contra las importaciones, pues se creía que los bienes importados podían eliminar la producción nacional y destruir puestos de trabajo.
Una de las manifestaciones más sistemáticas y organizadas del mercantilismo se dio en la Francia de Luis XIV de la mano del ministro de finanzas Colbert. El colbertismo se basaba en los siguientes puntos: la existencia de un Estado fuerte que buscaba el poder a través de medios económicos; la asunción por parte del Estado de un papel líder en el desarrollo industrial, interviniendo por medio de la regulación; la combinación de un fuerte proteccionismo de los bienes manufacturados con la importación de materias primas; la búsqueda del aumento del surplus del comercio; el desarrollo por parte del Estado de industrias de alto valor añadido; el control de los movimientos de moneda.
Según dice Paul Mantoux, Colbert pensaba que la gran industria no podía existir sino por la intervención del Estado. En el mercantilismo de Colbert los establecimientos industriales estaban divididos en tres clases: en el primer grupo estaban las manufacturas del Estado que, fundamentalmente, se dedicaban a la producción de objetos de lujo para el rey. El segundo grupo era el de las manufacturas reales, que pertenecían a particulares y fabricaban para el consumo público. A estas industrias se les prestaba un apoyo continuo: subvenciones directas del Tesoro, préstamos sin intereses, exención de los impuestos más pesados, exención del cumplimiento de los reglamentos industriales a los que permanecían sujetos los pequeños fabricantes, etc. El tercer grupo lo formaban las manufacturas privilegiadas, que estaban incluso más favorecidas que las anteriores, gozando de un monopolio absoluto para fabricar y vender ciertos productos.
Según Mantoux, las manufacturas francesas del siglo XVII recuerdan, a primera vista, a las fábricas modernas por el número de obreros empleados, su división en equipos especializados, la disciplina a la que estaban sometidos, etc. Pero hay una característica que las diferencia fundamentalmente de las fábricas que surgirán en la Revolución Industrial.
Si la mano que ha elevado y que sostiene el edificio se retira, todo se quebranta y amenaza ruina. Estas empresas no vivían sino de protección y privilegio: abandonadas a sí mismas, muchas no habrían tardado en desaparecer.[viii]
Lo mismo se puede decir de los monopolios industriales de la Inglaterra del siglo XVII, que únicamente fueron posibles gracias al sostén activo y continuo del Estado. Según Mantoux, el apoyo mismo del que se beneficiaban explica su impopularidad, así como las campañas dirigidas contra sus privilegios desde la época de Cromwell, y su ruina tan pronto como les fueron retirados tales privilegios.[ix]
En nuestros días, la herencia mercantilista de la política industrial se manifiesta en elementos tales como los siguientes: 1) la preocupación por la balanza de pago y el intento de gestionarla; 2) la promoción del empleo nacional por medio de la restricción de importaciones y de la promoción de exportaciones; 3) la acción estatal deliberada para controlar la estructura y el volumen de las importaciones, las exportaciones y las operaciones financieras; 4) las prácticas proteccionistas y la idea de que es mejor vender al exterior que comprar del exterior; y, 5) el concepto de que lo que debería guiar las relaciones económicas es la razón de Estado y no las decisiones individuales.[x]
[i] David Bailey, Helena Lenihan y Josep-Maria Arauzo-Carod, “Industrial Policy After the Crisis”, en Industrial Policy Beyond the Crisis, ed. David Bailey, Helena Lenihan y Josep-Maria Arauzo-Carod (Oxon y Nueva York: Routledge, 2012).
[ii] Mendoza y Rouhier, “European Industrial Policy”, pp. 3-4.
[iii] Ver Erik Reinert, How Rich Countries Got Rich and Why Poor Stay Poor, (Londres: Constable, 2007); Erik Reinert, How Rich Nations Got Rich. Essays in the History of Economic Policy (Oslo: Centre for Development and the Environment, 2004), pp. 7-9; y Erik Reinert y Arno M. Daastol, “The Other Canon: the History of Reinassance Economics”, pp. 21-70 en E. Reinert, ed., Globalization, Economic Development and Inequality (Cheltenham y Norhamptom: Edward Elgar, 2004), pp. 32-34.
[iv] Heckscher, La época mercantilista, pp. 461-466.
[v] Heilperin, Studies in Economic Nationalism, p. 74.
[vi] Heilperin, Studies in Economic Nationalism, pp. 70-71.
[vii] Heilperin, Studies in Economic Nationalism, p. 76.
[viii] Mantoux, La Revolución Industrial en el siglo XVIII, p. 9.
[ix] Mantoux, La Revolución Industrial en el siglo XVIII, p. 10.
[x] Heilperin, Studies in Economic Nationalism, p. 81.