Resulta fácil definir o entender las políticas estatizantes.

  El aumento de impuestos tiene lugar cuando los políticos se apropian de una mayor parte de su dinero – afectando sus decisiones de ahorro, inversión y consumo – y la dirigen hacia el engorde de la máquina pública o para favorecer a sus grupos de interés favoritos. (Grandes empresarios, funcionarios públicos y personas que reciben ayudas).

  El proteccionismo tiene lugar cuando los políticos utilizan tarifas de importación y otras barreras no-tributarias para restringir su libertad de comprar bienes y servicios producidos en otras naciones.

  La ley del salario mínimo tiene lugar cuando los políticos criminalizan los contratos de empleo voluntariamente establecidos entre adultos, prohibiendo que personas de baja cualificación consigan un trabajo que les pague de acuerdo con su productividad, condenándolas al desempleo.

  Los paquetes de estímulo tienen lugar cuando los políticos toman dinero de una parte de la economía y la gastan en otra parte de la economía y, con eso, fingen que todos son más ricos. Equivale a quitar agua de la parte profunda de la piscina, ponerla en la parte menos profunda y, con eso, creer que el nivel general de agua en la piscina aumentó.

  La lista es potencialmente infinita. Pero hay un tipo específico – y extremadamente amplio – de política estatista que no posee una definición simple. En la literatura económica anglosajona, tal política es conocida como «crony capitalism» o simplemente «cronyism». En Brasil, se tradujo como «capitalismo de estado», «capitalismo de compadreo» o «capitalismo de amigos».

  La palabra «crony» viene del griego «khronios» y significa «de larga duración». En los países anglo-sajones, se convirtió en un término para designar amigos, ahijados, bandidos, cómplices, acólitos, miembros de una banda o hermanos en el crimen.

  Cuando el término «crony» acompaña al término «capitalism», se tiene entonces la referencia al «crony capitalismo» o «capitalismo de compadreo», «capitalismo de estado», «capitalismo corporativista» o incluso «capitalismo de amigos», una alusión a un arreglo económico dominado por el favoritismo, por la arbitrariedad y por la corrupción.

  En este arreglo, sólo hay una apariencia de mercado; en la práctica, todas las transacciones son conducidas por el estado. Se tiene un capitalismo dirigido y desvirtuado por los políticos en pro de sus empresarios favoritos.

  ¿Los subsidios representan capitalismo de estado? Sí. ¿Los paquetes de ayuda a las empresas? Sí. ¿El proteccionismo? Sí. Pero hay mucho más que eso.

  Generalizando, se puede decir que el capitalismo de estado (o de amigos) ocurre cuando los políticos crean privilegios que los gobiernos entonces conceden a empresarios y empresas específicas.

  El capitalismo desvirtuado y mancillado.

  Una de las características más perjudiciales del cronismo es el hecho de que da al capitalismo una mala reputación. A causa del cronismo, muchas personas ya no son capaces de hacer una distinción entre «mercado» y «negocios». Así, cuando los grandes empresarios reciben privilegios y favores especiales del gobierno, las personas acaban concluyendo que el capitalismo es un sistema manipulado. Asocian el término ‘capitalismo’ a monopolios, a privilegios, y a ricachones poderosos manipulando la economía para provecho propio.

  Pero nada podría ser más falso. Comencemos por lo básico.

  Fue Marx quien dio nombre al modelo de organización económica capitalista. El capitalismo, sin embargo, no fue creado por ningún cerebro brillante, ni generado en reuniones de intelectuales que querían cambiar el mundo o la naturaleza humana. Al contrario, surgió como resultado natural de los procesos sociales de la división del trabajo y de los intercambios voluntarias, realizados en un ambiente de libertad hasta entonces pocas veces visto a lo largo de la historia.

  Los economistas clásicos lo llamaban laissez-faire. El gobierno era un mero actor secundario, cuyo papel se limitaba a hacer cumplir los contratos, proteger la vida y la propiedad de los ciudadanos.

  Las mayores virtudes de ese modelo, en la visión de Adam Smith, eran la libertad de emprendimiento y el gobierno limitado – este último un antídoto contra las arbitrariedades, los desmanes y los fraudes inherentes al poder político.

  En resumen, el sistema dependía poco de las virtudes de los buenos gobernantes, mientras los daños causados por los malos eran mínimos.

  Debido a una de esas grandes paradojas de la vida, sin embargo, el libre mercado, aunque hubiera traído volúmenes de riqueza inéditos a los países que lo abrazaron, fue siendo paulatinamente sustituido, principalmente a lo largo del siglo XX, por un nuevo arreglo institucional: sí, el capitalismo de estado.

  El proceso de sustitución estuvo facilitado por el hecho de que muy pocos estaban dispuestos a defender, políticamente, el capitalismo liberal. No es de admirar. El liberalismo, es muy arriesgado, poco previsible y totalmente incontrolable, sea por empresarios, políticos o académicos. Tal modelo, aunque posibilite una acumulación colectiva extraordinaria de riqueza, está lejos de ser un camino seguro para el éxito individual.

  En el capitalismo de estado, por otro lado, el gobierno está capturado por grupos de interés, que lo utilizan para promover la transferencia de riqueza y status. Por medio de un proceso lento, pero ininterrumpido, castas influyentes y bien articuladas obtienen privilegios especiales, contratos, empleos, reservas de mercado, créditos baratos y protecciones diversas, siempre a costa del dinero ajeno.

  Hay el capitalismo de estado legal y el ilegal – y ambos son inmorales.

  En el capitalismo de estado, el mercado está artificialmente moldeado por una relación de connivencia entre el gobierno, las grandes empresas y los grandes sindicatos. Los políticos conceden a sus empresarios favoritos una amplia variedad de privilegios que serían simplemente inalcanzables en un genuino libre mercado.

  Por medio del capitalismo de estado, el gobierno insidiosamente crea y protege monopolios, oligopolios, cárteles y reservas de mercado por medio de regulaciones que imponen barreras a la entrada de la competencia en el mercado (vía agencias reguladoras), por medio de subsidios a las empresas favoritas, por medio del proteccionismo vía obstrucción de importaciones, por medio de impuestos altos que impiden que nuevas empresas surjan y crezcan.

  El gobierno, en pro de las grandes empresas ya establecidas y contra los intereses de los consumidores, utiliza sus poderes para cartelizar los sectores bancario, aéreo, telefónico, internet, eléctrico, puestos de gasolina etc., restringiendo la competencia por medio de agencias reguladoras para proteger a las empresas ya establecidas y perjudicar la libertad de elección de los consumidores.

  Esos son los privilegios legales, los cuales también incluyen incluso cosas más parroquiales, como la obligatoriedad del uso de extintores y del kit de primeros auxilios en los automóviles (lo que trae altos beneficios para las empresas que los fabrican y suministran) y la obligatoriedad del uso de pajitas (debidamente suministradas por la empresa lobbista) en bares y restaurantes.

  Pero existen también los privilegios ilegales. Y estos van desde fraudes en licitaciones y sobrefacturación a favor de contratistas (cuyas obras se pagan con dinero público) a cosas más simples como la concesión de licencias de puestos de combustibles a empresarios que pagan propina a determinados políticos (licencias que se niegan a los empresarios honestos y menos poderosos).

  En cambio, los empresarios beneficiados llenan los cofres de políticos y reguladores con amplias donaciones de campaña y propinas.

  La creación de estos privilegios puede ocurrir o abiertamente, por medio de lobbies y de la actuación de grupos de interés, o en la sombra, por medio del soborno directo.

  Tanto en los ejemplos legales como en los ilegales, empresarios poderosos y grupos de interés consiguen obtener privilegios, extraídos de toda la población, mediante el uso del aparato estatal.

  Y eso sólo es posible porque hay un estado grande que todo controla y todo regula.

  Un estado grande siempre acaba convirtiéndose en un instrumento de redistribución de riqueza: la riqueza se confisca de los grupos sociales desorganizados (los pagadores de impuestos) y se dirige a los grupos sociales organizados (lobbies, grupos de interés y grandes empresarios con conexiones políticas).

  La creciente concentración de poder en las manos del estado hace que este se convierta en un instrumento muy apetitoso para todos aquellos que sepan como manejarlo para su beneficio privado.

  Conclusión.

  Cuánto mayor y más poderoso un gobierno, mientras más leyes y reglamentaciones crea, más los empresarios poderosos y con buenas conexiones políticas se aglomerarán en torno a él para obtener privilegios; y más brechas abrirá para que empresarios poderosos se beneficien a costa de los competidores y de la población en general.

   El cronismo – o el «capitalismo de estado» o, mejor aún, el «capitalismo de amigos – es un cáncer que compromete y debilita el genuino capitalismo, el cual nada tiene que ver con privilegios, protecciones y reservas de mercado, sino con competición, apertura y libertad de emprendimiento.

  El cronismo no es más que una variación del mercantilismo. Se trata de un capitalismo regulado en favor de los regulados y de los reguladores, y contra los intereses del pueblo.

  He ahí el camino para luchar contra los grupos de interés, contra los lobbies empresariales y contra toda la corrupción que ellos generan: reducir al máximo el tamaño del estado para que se reduzca al máximo las oportunidades de privilegios. No hay otra forma. Con estado grande, intervencionista y ultra-regulador, lobbies, grupos de interés y sobornos empresariales siempre serán la regla.

  Como bien dijo Jonah Goldberg, en el excelente «Fascismo de izquierda», muchos izquierdistas tienen razón cuando lamentan la complicidad entre los gobiernos y las grandes corporaciones. Lo que no comprenden es que tal sistema conviene justamente a los gobiernos intervencionistas de la nueva izquierda. Una izquierda que no pretende expropiar a las empresas privadas, sino, al contrario, usarlas para implantar su agenda política.

  Esa es la gran diferencia entre los verdaderos liberales/libertarios y los izquierdistas/desarrollistas e incluso algunos conservadores que defienden al estado y sus políticas de «desarrollo»: Nosotros somos pro-mercado. Ellos son pro-negocios.