EL ARTE Y LA CULTURA SON MERCANCÍAS COMO CUALQUIER OTRO BIEN DE CONSUMO

 

 

    – Diogo Costa –  

 

 

  Aún quien acepta una buena dosis de mercado en las actividades humanas suele torcer la nariz cuando se trata de cultura. Especialmente los artistas.

 Recuerdo ver a Vaclav Havel – el escritor, intelectual y dramaturgo que se convirtió en el primer presidente de la Checoslovaquia post-comunista – hacer los elogios de costumbre al mercado en un debate con Bill Clinton, para después explicar que, tratándose de arte, la mano invisible no bastaba. Era necesario algún tipo de control del gobierno.

  La producción del artista, sea un cineasta, un músico, un pintor o un director de teatro, por algún motivo oscuro, ya nace con una distinción moral. Parece sucia cuando se hace por dinero, para ser comercializada, intercambiada por otra cosa. El gran artista hace el arte por el arte, no el arte por un coche o un pasaje de avión.

  Pero la comercialización del arte no disminuye necesariamente su autenticidad. Por el contrario, las posibilidades comerciales de una obra de arte acostumbran a conferir más valor al trabajo genuino. No sólo eso: el comercio del arte permite que los artistas sean más independientes, mejor recompensados por su trabajo y, al final, hace que la cultura de una sociedad sea más diversa y de mejor calidad.

  Ese es el argumento de Tyler Cowen en su libro In Praise of Commercial Culture [En defensa de la cultura comercial]. Conforme explica Cowen, grandes nombres que hoy son referentes de la historia del arte, la música, la literatura y el cine fueron en verdad empresarios artísticos.

  Miguel Ángel no dejaba de lucrarse con la venta de su trabajo. Beethoven admitía la necesidad de comercializar su música: «Yo amo una vida independiente, y eso no puedo tenerlo sin un pequeño salario». Shakespeare llevaba una buena vida con la renta que recibía de su trabajo como actor y dramaturgo. El propio Charles Chaplin confesó: «Yo entré en esta ocupación por dinero, y el arte brotó de ahí. Si las personas quedan desilusionadas con esa afirmación, no hay nada que pueda hacer. Es la verdad».

  De hecho, con el advenimiento del capitalismo, los artistas se hicieron más autónomos y menos sumisos a caprichos particulares. Es mejor tener una multitud de clientes a tener un mecenas. En el siglo XVIII, Samuel Johnson se refería a un mecenas como alguien «que apoya con insolencia, y es pagado con vanidad».

  La posibilidad de vender arte para el mercado posibilitó que los artistas sean más experimentales y desarrollen sus propios nichos. La explosión artística de la Amsterdam del inicio del siglo XVII ocurrió por la emergencia de una clase urbana consumidora de arte. Y la diversificación de nichos sin equivalente en la historia que vemos hoy en día ocurre porque la capacidad de distribución y penetración del mercado llegó a niveles impensables con internet.

  La cultura comercial también nos da mayor acceso a obras del presente y del pasado. No es preciso embarcarse para Inglaterra para tener acceso a la mejor actuación del mundo actual. Basta ir hasta el cine más próximo, o ver una película en la pantalla de su ordenador. Si quisiéramos experimentar los clásicos, la música y la literatura del pasado jamás fueron tan accesibles. Cualquier persona que quiera oír a Haydn o leer a Goethe puede comprar un CD o un libro de bolsillo por el precio de una comida.

  Los críticos de la cultura comercial desprecian ese aumento de acceso y variedad alegando que el comercio destruye la calidad. Normalmente, ese razonamiento se basa en una visión romantizada del pasado, en la cual el ciudadano común de la mitad del siglo XVIII sólo oía a Bach y leía a Milton. En cualquier periodo de la historia, las más geniales producciones artísticas nacían en medio a una abundancia de mediocridad. Sólo las perlas resisten la prueba del tiempo y llegan hasta nosotros, pasando una visión distorsionada del pasado.

  Además, no hay razones para creer que hoy día no se producen grandes obras culturales. El cine, el principal medio de comercialización artística del siglo XX, ha producido guiones de fantástica originalidad y profundidad. Grandes éxitos comerciales de Hollywood como El Señor de los Anillos y La Lista de Schindler ofrecen una experiencia cultural difícilmente igualada en cualquier otro momento de la historia.

  La existencia de bandas que apelan al mínimo denominador común no impide la existencia de las composiciones elaboradas del jazz o hasta del rock electrónico. Aún la televisión ofrece series con complejas tramas. Los Soprano, por ejemplo, combinaba varias veces diferentes tramas en una misma escena envolviendo a una decena de personajes recurrentes.

  Aunque el crítico de la cultura comercial acepte la vitalidad de los productos culturales contemporáneos, puede contestar con el significado social de tratar el arte como mercancía. Críticas en ese sentido vienen tanto de la derecha como de la izquierda.

  La izquierda progresista cree que compete al gobierno determinar el éxito de diferentes empresas culturales porque es necesario priorizar el vanguardismo, aunque éste no tenga atractivo comercial. Los artistas quieren que la producción de arte no esté influida por los consumidores, sino por un comité de planificación central. Es difícil imaginar algo más conservador y reaccionario que un comité de burócratas comandando la producción cultural, como si fuera un mecenas actualizado.

  Una regla económica básica dice que, si algo sólo se mantiene porque recibe dinero del gobierno, entonces es que el pueblo está demostrando, de forma clara y voluntaria, que no quiere sostener espontáneamente esa actividad. Si algo es realmente bueno y es demandado, no necesita de subsidios. Si algo sólo se sostiene con subsidios, entonces es porque o es malo o no es demandado. Y se es malo o no es demandado, entonces no merece subsidios.

  Resulta interesante que grandes genios no suelan ser reconocidos como tales mientras están activos. Si la cultura estuviera controlada por el gobierno, Alfred Hitchcock, por ejemplo, no habría alcanzado el mismo éxito y volumen de producción. Sería probablemente despreciado por un comité de las artes por ser demasiado popular y comercial. Si Van Gogh hubiera vivido en un país socialista, decía Mises, lo quitarían del estudio para colocarlo en un manicomio.

  Por su parte, la derecha conservadora equiparó la cultura popular con insalubridad cultural. Los mitos y símbolos clásicos son superiores a sus imitaciones contemporáneas y, por lo tanto, la cultura popular moderna debe ser rechazada en favor del bien de nuestra civilización. Pero piense en los grandes enemigos de nuestra civilización. Tanto el comunismo como el nazismo apreciaban el arte clásico. Era la cultura popular lo que ellos detestaban. Como recuerda Tyler Cowen, «Bach, Mozart y Beethoven eran permitidos en la Unión Soviética. El jazz, el swing y el blues estaban prohibidos». El Rock and Roll y el cine hollywoodiense fueron aliados civilizatorios en la derrota de los totalitarismos del siglo XX. La pieza de Tom Stoppard Rock’n’Roll ilustra esa insurrección artística.

  Por lo tanto, el arte como mercancía, enriquece nuestra vida con un mayor acceso a las culturas del pasado y del presente, da a los artistas más independencia, diversifica y amplía las creaciones culturales y, last but not least, es un arma contra aquellos que quieren destruir las instituciones que permiten el florecimiento del espíritu humano.

  Deje que sea libremente demandada por los consumidores y financiada espontáneamente por esos consumidores deseosos. El instrumento para eso se llama libre mercado.

 

*Artículo cedido por el Intituto Mises Brasil (versión portugués)