DISCRIMINACIÓN HOMOSEXUAL: ¿DERECHO O CRIMEN?

 

    – María Marty –  

 

 

  Unos días atrás, una pareja de lesbianas vivió un momento incómodo en el reconocido bar de Buenos Aires “La Biela”, cuando el camarero y el encargado del local les llamaron la atención por acariciarse en público. Según el camarero, la pareja actuaba de manera impropia para el lugar. Según las chicas, no fue su conducta sino su homosexualidad la que, en realidad, les molestó. Sin entrar en detalles, la historia no termina con final feliz, sino con una de las jóvenes amenazando con una demanda por discriminación.

  Historias como ésta se vienen repitiendo en el último tiempo, con diferentes matices. Una que resonó en todos los medios fue la de un matrimonio cristiano del Estado de Oregon, dueños de una casa de repostería, que fue demandada por una pareja gay por negarse a prepararles una tarta de bodas.

  Enseguida las entidades antidiscriminación alzan la voz y ahí comienza el gran debate público entre quienes defienden a los ofendidos y los que defienden a los demandados.

  Dejando de lado las pasiones y, dejando de lado, incluso, lo que dice la ley –que puede variar de acuerdo a la época y el lugar–, considero que hay una respuesta objetiva y universal a la pregunta formulada en el título.

  Es importante recalcar que la pregunta no es si está bien o mal discriminar a alguien por sexo, religión, raza o ideología (que podrá ser tema de otra columna). La pregunta es si tenemos derecho a hacerlo o no.

  Para responder, es importante tener en cuenta dos principios básicos: el derecho a la libertad y el derecho a la propiedad.

  Ser libres significa poder elegir nuestros valores y decidir nuestras acciones. Como cada uno de nosotros tiene idéntico derecho a su libertad, el único límite a mi libertad son los derechos ajenos. Es decir, soy libre de hacer todo aquello que me plazca, en la medida que no viole o ponga en riesgo la vida, la libertad o la propiedad del otro.

  El derecho de propiedad significa que nuestro cuerpo y nuestra mente nos pertenecen, como todo aquello que producimos gracias a ellos (ya sea un cuadro, una canción o una empresa). Eso también significa que tenemos derecho a decidir qué hacer con aquello que nos pertenece. Nuevamente, el único límite es no violar el mismo derecho de los demás.

  Libertad y propiedad son dos principios que están vinculados. Tengo la libertad de generar cosas que me pertenecerán y hacer lo que quiera con ellas, pero no con la propiedad ajena, donde la libertad del otro es la que comanda. En mi casa, yo pongo las reglas. En tu casa, tú pones las reglas. Puedo encontrar tus reglas ridículas y ofensivas y soy libre de abstenerme de ir a tu casa, o una vez dentro, decidir retirarme. Pero en tu propiedad no tengo derecho a imponer mis reglas ni tampoco mi presencia, en caso de que no quieras recibirme o, una vez dentro, decidas echarme.

  William Pitt, Primer Ministro del Reino Unido a fines del siglo 18, lo puso de este modo: “El hombre más pobre puede, en su casa, desafiar a todas las fuerzas de la Corona. Su hogar puede ser frágil, su techo puede temblar, el viento puede soplar a través de él, la tormenta puede entrar, la lluvia puede entrar. Pero el rey de Inglaterra no puede entrar y todo su ejército no se atreverá a cruzar el umbral de su ruinosa vivienda!”

  Uno de los argumentos utilizados en relación a los casos anteriores es: “Tu casa no es lo mismo que tu local comercial. En él tienes la obligación de atender a todos, sin discriminar”. La pregunta es, ¿por qué? ¿Sigue siendo mi propiedad o no? ¿Acaso soy libre en mi casa pero no en mi trabajo?

  Que el público, en general, tenga mi permiso de entrar a mi local –debido a la naturaleza del producto o servicio que ofrezco–, no significa que la propiedad sea pública. Sigue siendo privada. El error que comete mucha gente es creer que porque se atiende al público, uno tiene el derecho a entrar en un local y obligar a su dueño a comerciar conmigo. En realidad, es el dueño el que nos está dando su permiso de entrar. Un estudio privado de abogados no permite entrar a cualquiera que se le ocurra a sus oficinas y elije a quién va a ofrecer sus servicios. Lo mismo un consultorio odontológico privado. Lo mismo un colegio privado.

  Del mismo modo, el dueño de un bar o de una casa de repostería, tiene derecho de decidir libremente con quién desea o no desea comerciar, a quién permite o no permite ingresar, y a quién permite o no permite permanecer en su propiedad. Discriminar, en este caso, es su derecho, porque se trata de su propiedad sobre la cual tiene libertad.

  Pongamos otro ejemplo. Supongamos que soy dueña de un espacio de radio y conduzco un programa. Mis principios a favor de la libertad quedan reflejados en mis opiniones. Un día llama a la radio Fidel Castro para hablar maravillas de su régimen comunista. ¿Estoy obligada a ceder mi espacio para que él promueva valores que no comparto? Claramente no. ¿Tiene él la libertad de buscar un espacio que sí desee sus opiniones? Claramente sí.

  Pero obligarme, a través de una ley o cualquier tipo de coacción, a ceder mi espacio para difundir una idea que va en contra de mis valores, es, en definitiva, discriminar mis valores y privilegiar los del otros. Es violar mi libertad y mi propiedad para favorecer a otros.

  ¿Cuándo discriminar se convierte en un crimen? Cuando quien discrimina lo hace iniciando la fuerza y viola los derechos individuales del discriminado. Los miembros del KKK no era que decidían no comerciar con las personas de color. Los secuestraban, los asesinaban y les quemaban sus propiedades. Hitler no era que no dejaba entrar en su casa a los judíos y homosexuales para tomar el té. Los mandaba a los campos de concentración. Los terroristas islámicos, no es que se nieguen a estrechar la mano de los “infieles”. Les ponen bombas cuando tienen la oportunidad.

  Son casos muy diferentes a los que se dieron en el bar de Buenos Aires o en la casa de tartas de Oregon. Mientras en los primeros se violan derechos individuales, en los segundos se pretendió ejercer los derechos de libertad y propiedad, sin violar idénticos derechos en los demás.

  Claro que las jóvenes tienen derecho a manifestar libremente su desacuerdo con los valores y actitud de “La Biela”, y muchos estaríamos de acuerdo con ellas, dependiendo cómo haya sido el caso (hay dos versiones al respecto). Pero lo que no pueden hacer es ignorar su legítimo derecho de admisión y permanencia y su libertad de comercio. Tampoco hay excusa para aprovecharse de leyes injustas y hacer negocio con el caso. Si se trata de defender la dignidad de las personas, no hay mejor ejemplo que actuar como persona digna.