CONTRABANDISTAS Y BAPTISTAS
– Adriano Gianturco G. –
Fue el profesor Bruce Yandle, de la George Mason University, quien creó el término «contrabandistas y baptistas» para describir un modelo de regulación en el que grupos de interés que normalmente se oponen unos a otros se unen en pro de un objetivo común.
Durante la Ley Seca, pastores baptistas, contrabandistas y productores de bebidas alcohólicas querían que el alcohol siguiera siendo ilegal. Los baptistas defendían la prohibición por motivos religiosos. Los contrabandistas, porque eso les garantizaría el monopolio del mercado negro, altamente lucrativo.
La Ley Seca fue un caso clásico en que una misma regulación fue defendida tanto por aquellos que defendían su propósito declarado (los baptistas querían la efectiva prohibición de la bebida) como por aquellos que se beneficiaban de esa prohibición (los contrabandistas).
Del mismo modo que la Ley Seca, usted ya habrá notado ejemplos prácticos en los que una regulación estatal que aparentaba ser moralmente bella y perjudicial para un determinado grupo empresarial terminó, en la práctica, favoreciendo a esos mismos grandes grupos empresariales en detrimento del consumidor y del bien común.
En la ciencia política, hay dos conceptos que explican por qué sucede eso y por qué es normal: la teoría de la captura y el fenómeno «baptistas y contrabandistas».
Cambiando el juego.
Cuando una agencia reguladora, el Congreso o incluso un ayuntamiento, crea – supuestamente en la búsqueda del «bien común» – una nueva regulación para un producto o para todo un sector económico, es de esperar que las empresas y los grupos afectados por esa regulación no se queden de brazos cruzados.
Al contrario: harán de todo para evitarla o influir en ella.
Pero el éxito de esta empresa no será igual. Algunos grupos tendrán más éxito que otros. La tendencia es a que las grandes empresas y los grupos económicos más poderosos, más ricos y con mejores conexiones políticas consigan salirse con la suya mejor que las pequeñas empresas.
Consecuentemente, el regulador acabará siendo capturado por el regulado – por medio de lobby, sobornos, cambios de favores, donaciones de campaña para los políticos creadores de la legislación y, en el extremo, incluso amenazas.
Y, una vez capturado, es normal que el regulador pase a operar a favor del regulado, inclusive perjudicando a su competencia directa.
Esa captura sucede por dos motivos: asimetría de información y la teoría de las «puertas giratorias».
Asimetría de información: el regulado, obviamente, conoce el propio sector mejor que el político y el burócrata de la agencia reguladora.
Puertas giratorias: muchas veces, los técnicos y los burócratas son oriundos exactamente del área que está siendo regulada. Consecuentemente, tienen amigos, intereses propios, e incluso recibirán propuestas para trabajar en el área regulada después de abandonar el sector estatal.
Observe, por ejemplo, como casi siempre el Ministro de Hacienda o el presidente del Banco Central son precisamente personas del mercado financiero, y el Ministro de Agricultura viene de los negocios agrarios.
Fenómenos semejantes tienden a ocurrir también en las áreas de la salud y de la educación – los reguladores tienden a ser personas con un pasado en estas áreas.
Ejemplos de consecuencias no premeditadas.
Además de los intereses propios, hay también quién defiende la regulación estatal por puras cuestiones ideales.
Considere, por ejemplo, la regulación de las drogas y de las armas.
Estas medidas pueden ser defendidas por grupos muy bien intencionados de religiosos, pacifistas, padres de víctimas, etc. Sin embargo, a la vez e involuntariamente, acaban favoreciendo a los contrabandistas del mercado informal – los cuales, gracias a la prohibición, pasan a detentar el monopolio del mercado entero.
Lo mismo ocurre en varias otras áreas.
He ahí un ejemplo práctico: inspecciones sanitarias para la acreditación de empresas alimenticias.
Los fiscales fiscalizan tanto a las grandes como a las pequeñas empresas para ver si están cumpliendo todas las normas impuestas por la agencia reguladora.
Tales normas, por definición, acarrean varios costes para todas las empresas.
Las empresas mayores y más ricas consiguen cargar fácilmente con esos costes. Sin embargo, las empresas pequeñas, no – y eso las expulsará del mercado.
Así, de inmediato, esa regulación afectará a la capacidad de las pequeñas de aparecer y competir con las grandes.
Pero la cosa empeora.
Las grandes empresas, precisamente por tener más dinero, tendrán más facilidad para capturar a los fiscales (a través de sobornos directos y otros agrados), y con eso ganar un pase libre de la fiscalización obtener igualmente la acreditación. Las pequeñas no tendrán esa misma capacidad y podrán incluso ser desacreditadas.
Así, las grandes empresas consiguen una segunda ventaja: no sólo se libraron de la fiscalización, sino que consiguieron mantener a las pequeñas estrictamente fiscalizadas (e incluso desacreditadas).
Las consecuencias finales: las grandes pagaron para librarse de la fiscalización, las pequeñas fueron sofocadas por la fiscalización, se creó un oligopolio de las grandes empresas, la población pagó impuestos para financiar todo ese programa de fiscalización, y los precios acabaron siendo más altos de lo que podrían ser, pues tanto las grandes como las pequeñas incurrieron en costes para lidiar con esa fiscalización.
¿Quién ganó realmente? Las grandes empresas y los fiscales. ¿Quién perdió? Las pequeñas empresas, los consumidores y los pagadores de impuestos (que pagan el coste de la fiscalización).
Otro ejemplo: imagine que el gobierno apruebe una ley imponiendo que las lavadoras tengan una mayor eficiencia energética. ¿Quién podría estar en contra, verdad?
Pero hay un problema: crear nuevos modelos, alterar la línea de producción de las fábricas para producir esos nuevos modelos, y cumplir todas las especificaciones impuestas por esa legislación pueden costar millones. Un gigante del sector, con grandes ingresos y significativos márgenes de beneficio, consigue absorber este coste. Por el contrario, un fabricante pequeño, con sólo uno o dos años de mercado, con pocos ingresos y margen de beneficios aún insignificante, no lo conseguirá. Tendrá que cerrar las puertas. Eso significa menos competencia para el gigante ya establecido, que ahora podrá asegurar más cuota de mercado y hacerse aún mayor. Y cobrar precios más altos.
Fenómenos idénticos a esos dos ejemplos ocurren también con las normas de seguridad del trabajo, con las imposiciones mínimas de calidad, con las restricciones a medicamentos y con las legislaciones de protección ambiental (las industrias con buenas conexiones políticas están blindadas y liberadas para contaminar al tiempo que utilizan esas mismas legislaciones ambientalistas para imponer costes prohibitivos a sus competidoras más pequeñas, impidiendo que entren en el mercado).
Todos estos dispositivos legales encuentran varios grupos bien intencionados que los apoyan sinceramente por cuestiones éticas y morales, pero que, a la vez, acaban favoreciendo a aquellos que ya están establecidos en el mercado, pues, al encarecer la oferta del bien o del servicio, acaban expulsando del mercado a los competidores nuevos, más pequeños y más pobres.
Conclusión.
Cada regulación tiene dos tipos de grupos que la apoyan: los baptistas, que cumplen el papel de la retórica, de la fachada, del marketing; y los contrabandistas, que tienen interés material y salen favorecidos.
Los primeros acaban facilitando la aprobación de la medida, aun cuando no están directamente conectados con los últimos, que son los realmente interesados – en efecto, ambos pueden ser incluso rivales ideológicos.
Siempre que se aprueba una nueva regulación, por más positiva que aparente ser, hágase esta pregunta: ¿quiénes son los baptistas y quiénes son los contrabandistas?
Y ahí descubrirá fácilmente por qué se aprobó la regulación.