CONTRA LA LEY DE MATRIMONIO HOMOSEXUAL

 

    – Miguel Alonso Davila- 

 

 

  La aprobación de las leyes de matrimonio homosexual en distintos países suele ir acompañada de una ola de celebraciones y vítores por gran parte de la sociedad. Se vive como un adelanto, como un paso hacia la modernización y la justicia de la sociedad. Pero, antes de unirnos a la fiesta, haremos un pequeño análisis de la cuestión.

  Primeramente, habría que detenerse para hacer una aclaración terminológica. Porque, obviamente, las conclusiones dependerán de qué entendamos por “matrimonio” y qué por “homosexual”. La segunda palabra no trae demasiados problemas. Designa a personas que sienten atracción sexual por otras de su mismo sexo; y, en relación con la primera, con respecto al matrimonio, se refiere a la unión entre dos personas del mismo sexo. El primer término ya es más problemático, porque por “matrimonio” podemos entender diversos tipos de uniones. “Matrimonio” puede ser el nombre de un ritual religioso. En este caso, si estamos hablando de la religión católica, el matrimonio sería la unión ante Dios de un hombre y una mujer. En este sacramento no cabría la posibilidad de enlaces de dos personas del mismo sexo. Así pues, si por matrimonio entendemos el sacramento católico, un matrimonio homosexual es sencillamente imposible.

  Si con matrimonio aludimos a un ritual de cualquier otra religión, entonces dependerá de si esa religión concreta acepta las bodas de parejas del mismo sexo o no, para que la expresión “matrimonio homosexual” tenga un significado. De todos modos, en estos casos en los que nos referimos a rituales religiosos y no a simples contratos, el rito conlleva que los participantes comparten ciertas creencias. Si dos personas, del mismo sexo o distinto, realizan una ceremonia, como una boda en una iglesia, pero ninguno de ellos cree en Dios, eso obviamente no constituye ningún rito. Sería simplemente teatro. Evidentemente, los protagonistas de tal evento son libres de llamarlo como les plazca, por ejemplo matrimonio, sin embargo, en tal caso, aunque compartan nombre, ese evento y el rito católico serían cosas bien diferentes. Es como si alguien comienza a bailar y declara que está realizando la danza de la lluvia. Está claro que, si no comparte las creencias de las tribus que realizaban ese rito, como pudiesen ser creer en el dios de la lluvia, o los espíritus de los antepasados, ese no será el ritual llamado danza de la lluvia; será simplemente un baile. Por supuesto que somos libres de llamar a ese baile como más nos guste. No obstante, aunque le pongamos el mismo nombre que al rito, serán dos cosas bien diferentes. De esta forma, si con “matrimonio homosexual” nos referimos a un ritual de una religión concreta que permite nupcias entre homosexuales, entonces la expresión tiene un significado claro. Si la unión no concuerda con ningún ritual religioso, entonces aunque utilicemos la misma palabra para nombrarlo, se tratará de un acto totalmente diferente. Podemos concluir que se trata, por ejemplo, de un contrato, mas no que se trata de un rito en el cual no está contemplado ese tipo de enlace.

  También cabe la posibilidad de que una religión como el catolicismo llegue a aceptar este tipo de bodas en el futuro, en cuyo caso la expresión “matrimonio homosexual” sí tendría sentido. De todas maneras, los integrantes de una religión son libres de no acceder a cambiar su tradición, nadie nos obliga a formar parte de ella. No veo nada malo en que una religión concreta no contemple ese tipo de uniones, siempre que nos refiramos a actos voluntarios. Para entender esto imaginemos a un grupo de individuos que, de forma libre, deciden juntarse e inventarse un conjunto de creencias, con sus ritos incluidos; sería lícito que otras personas pretendiesen formar también parte de ello, pero no que obligasen a los primeros a cambiar sus ritos para que encajasen en sus gustos o creencias personales.

  Si la expresión que estamos analizando no tuviese cabida en ninguna religión existente, es decir, si no se tratase de un rito, entonces estaríamos hablando de un contrato. Dicha unión podría ser, por ejemplo, un contrato privado entre dos personas, con ciertas especificaciones y cláusulas a cumplir por las dos partes. En este sentido, la expresión tiene perfecto significado siempre que no la confundamos con un ritual religioso. Y por supuesto cabría la posibilidad de que el contrato estuviese firmado por dos individuos del mismo sexo.

  El asunto es que, si se trata de ritos religiosos, el Estado no tiene nada que regular. Las personas son libres de profesar las creencias que les dé la gana, y nadie tiene derecho a coaccionarles. Así, la religión católica no tiene que cambiar su ritual si no lo desean, nadie obliga a nadie a entrar a formar parte de dicha religión. Y lo mismo vale para la religión que sí acepta dicho tipo de nupcias. En ambos casos no veo que haya nada que legalizar ni legislar.

  Si en cambio no se trata de ningún rito, y por tanto nos referimos a un contrato, si este se cierra de forma libre y voluntaria por las dos partes, entonces será éste un contrato justo. Dos personas adultas pueden unirse con quién les parezca, sea de su mismo sexo o no. Y el contrato puede adoptar la forma que mejor les convenga. No veo tampoco en este caso que el Estado tenga nada que legislar. Que nos alegremos porque el Estado dicte una ley según la cual dos ciudadanos del mismo sexo pueden unirse, es como alegrarse de que dicte una ley según la cual se nos permite respirar. Porque si aceptamos una ley que nos permita respirar, estamos aceptando que es legítimo que el estado legisle tales cosas; y, una vez conseguido ese poder, nada le impedirá decretar en sentido opuesto y proclamar que no se nos autoriza a respirar. Por supuesto que podemos respirar, pero no porque nos lo conceda el estado. Es por esto que estoy en contra de la ley de matrimonio homosexual, porque al aceptar una ley que permita dichas uniones estamos aceptando que es al Estado a quien le corresponden esos menesteres, y que, además, es legítimo. Sin embargo, una vez concedido esto, ¿quién nos garantiza que no dirán lo contrario en el futuro y nos lo prohibirán? Mas quiénes son los gobernantes y los burócratas para decirnos qué creencias debemos profesar, o cómo debemos cambiar la tradición de la religión concreta en la que creemos, o la forma que tienen que tener los contratos que de forma libre decidamos cerrar.

  Existe un último caso en el que con matrimonio designamos un tipo de contrato establecido por el Estado, una unión civil, que concede ciertos derechos. El caso es que estas uniones deberían ser contratos privados y esos derechos, como poder adoptar o la pensión de viudedad, tampoco deberían ser legislados por el Estado. No veo, pues, ningún motivo de alegría. Puedo entender que alguien afectado se alegre en el sentido de que mejoran sus condiciones personales, porque quizá ahora empiece a cobrar la pensión de viudedad (como un esclavo al que le aumentan el período de recreo), pero no como si eso supusiese un avance hacia una sociedad más justa; como si el Estado pudiese conceder derechos, como si tales derechos no nos perteneciesen de forma inalienable sin que nadie nos los tenga que conceder.