Sólo una pequeña parte de la izquierda mantiene un discurso más conectado a la raíces de los movimientos socialistas y continúa apelando a términos poco utilizados del diccionario marxista y revolucionario. En la actualidad, la mayoría de ese espectro político – aquella parte que aún tiene algún poder de seducción sobre las mentes más jóvenes – centra su discurso fundamentalmente en cuestiones de género y sexualidad, apelando a una idea de deconstrucción que pasa inevitablemente por un cuestionamiento de los valores morales y de la tradición.

  Así, es de destacar que, mientras que el marxismo ponía en duda los valores morales calificándolos de valores burgueses, la izquierda progresista continúa ese proceso de descalificación por otros medios, y uno de ellos consiste en centrar sus esfuerzos en la construcción de un discurso afirmativo y glorificador en relación a cualquier desvío de la sexualidad normal, inclusive problematizando, por medio de la creación de neologismos, la existencia de esa normalidad.

  Se habla, por ejemplo, de ‘heteronormatividad’, palabra cult que busca cuestionar el presupuesto de que somos, y de que los otros son, naturalmente heterosexuales o que esa sería, por lo menos, la llamada normalidad sexual. Ocurre que el hecho de presuponer alguna normalidad, naturalidad o regla no significa que no tengamos en mente la existencia de excepciones y, principalmente, no impide que respetemos, que acojamos y que afirmemos la dignidad de la persona homosexual, bisexual o transexual.

  El problema es que, por la preocupación excesiva de no ser acusados de defender prejuicios, nos dejamos subyugar por una visión del mundo que, de tan autoritaria, hasta quiere imponernos un lenguaje creado por ellos mismos. Quiere imponer, por ejemplo, una absurda modificación en la lengua intercambiando las terminaciones de género por una «x» o «@» que designaría justamente la ausencia de presuposición heteronormativa, sugiriendo que todo, incluyendo el género, es una construcción social.

  Se trata, obviamente, de una rebelión contra la naturaleza y explicita el carácter totalmente materialista e inmanentista de la visión de mundo de la izquierda progresista.

  No sería una vana digresión acudir a la Grecia Clásica, pues allí veríamos que la concepción naturalista, hedonista y reduccionista del ser humano ya era combatida por Sócrates, cuya originalidad fue justamente la de sugerir que no es por medio de la expansión y de la satisfacción de su naturaleza física que el hombre puede encontrar la armonía con el ser, sino por el dominio completo sobre sí mismo, de acuerdo con la ley que se descubre en el examen de la propia alma.

  Ahora bien, ningún materialista cree en esa alma inmortal que, para Sócrates, era la fuente de los supremos valores. Los materialistas no creen en valores eternos. Consecuentemente, piensan que es posible crear e imponer valores y verdades por medio del discurso y de la práctica social. Los sofistas, otrora vencidos por la dialéctica socrática, están hoy dominando la cultura, los medios y las aulas. Los sofistas de hoy (que no llegan ni a la altura de los zapatos del peor sofista de la antigüedad) están educando a nuestros hijos e intentando hacerles creer que la moralidad humana es algo puramente convencional.

  La disputa cultural de hoy sigue siendo, pues, como en la época de Platón, una disputa entre dos tipos de humanismo o dos concepciones distintas acerca de la naturaleza humana:

  1. a) Un lado parte de la concepción de la naturaleza humana como mero instinto, y su ideal coincide con el ideal de los tiranos – aunque se recree en los espacios democráticos y desvirtúe la palabra democracia a su placer como hacen con las otras.
  2. b) El otro lado no juzga apetecible el poder del tirano y, por eso, tiene otra concepción de felicidad y de naturaleza humana. Subordina el poder a la Paidéia, o sea, al perfeccionamiento gradual del hombre conforme al destino de su propia naturaleza, concebida aquí de la manera más elevada posible.

  Hoy, como antes, se trata de escoger entre la filosofía del poder y la filosofía de la educación; entre el ideal de la kalokagathia (de kalos kai agathos – bello y bueno) y el ideal tiránico. Se trata de escoger entre la lucha que se prolonga por toda una vida como una batalla del alma para liberarse de la ignorancia y la lucha para ejercer el poder externo y subyugar mentes a la concepción dañina e infantil del materialismo y de las prácticas políticas que lo tienen por base.

  Mujeres y feminismo.

  ¿Y donde entran las mujeres en nuestra reflexión? En la necesidad apremiante de vincularse a la política por otra vía que no sea la pautada por las feministas.

  Las pautas del feminismo actual son las pautas de la izquierda progresista, y ese movimiento tiende a querer imponer de arriba hacia abajo leyes que, en vez de limitar el poder – que es lo que nosotros, liberales, libertarios o conservadores defendemos -, quieren exactamente ampliarlo.

  Peor: quieren hacerlo incidir sobre nuestras relaciones interpersonales y cotidianas.

  Tómese como ejemplo los proyectos de ley y, específicamente, la ley aprobada en Fortaleza que prevé una multa de R$ 2.000 para quién sea hallado culpable de piropear a una mujer. Las feministas de hoy se dedican a problematizar los elogios y los descuentos que las mujeres reciben en las discotecas, las propagandas de las cuales participan, y los juguetes infantiles que las tiendas ofrecen a sus hijas. Y, al tiempo que problematizan hasta el (raro) comportamiento caballeresco del hombre, atribuyen a la «sociedad» y a su supuesta «cultura machista» la culpa por un crimen repulsivo como la violación, el cual es de responsabilidad enteramente individual, de esta forma lanzando sobre todos los hombres una culpa hipotética.

  Actuando así, cometen el equívoco de considerar que entre un simple piropo y un asedio real o aún una violación no hay una distinción de naturaleza, sino sólo de grado.

  El resultado de esa forma equivocada de enfoque es que, en vez de concentrar los esfuerzos en el castigo ejemplar del individuo que cometió el horrendo crimen de violación, se pasa a criminalizar, a vigilar o simplemente a patrullar el habla, el gesto, el mirar.

  Ese ejemplo nos muestra como las pautas feministas están absolutamente desplazadas de la realidad y muy raramente se enfocan en las reales y concretas necesidades de las mujeres. Por observar el mundo bajo una óptica reduccionista y, como tal, equivocada, las militantes feministas, así como los militantes LGBTs sirven a causas y proyectos políticos que, si salieran victoriosos, resultarían en un retraso significativo en relación con las conquistas de esas llamadas minorías.

  ¿Cómo no ver la paradoja de una «marcha de las mujeres contra Trump», ocurrida en Enero de 2017 y organizada por la islamista Linda Sarsour, una activista a favor de la implementación de la ley islámica (sharia) en los EUA? ¿Cómo no extrañarnos de que los activistas de los derechos LGBT apoyen explícitamente a los regímenes socialistas o sean profundamente simpáticos con los musulmanes cuando sabemos que, sea en las dictaduras socialistas, sea en los países islámicos esas personas no tienen sus derechos y sus libertades mínimamente respetados y protegidos?

  La explicación es que tanto las pautas que dicen respetar a la diversidad sexual como las pautas que dicen respetar a las mujeres fueron instrumentalizadas por los movimientos sociales progresistas, teniendo como resultado el alejamiento de la realidad por medio de una manipulación del lenguaje. Con esa manipulación del lenguaje, la izquierda progresista intenta callar cualquier disidencia, la cual pasa a temer su propia expresión como si habitáramos realmente ese mundo imaginario en que todo hombre que piropea a una mujer es un violador en potencia, en que toda persona que no quiere que se hagan experimentos de ingeniería social con su hijo está llena de prejuicios, en que todo hombre que no quiere ver a su hijo jugando con muñecas es machista, en que toda mujer que no sea ruin y problematizadora es analfabeta política, en que todo aquel que no quiere se encuadrar en esa visión del mundo obtusa y disolvente es fascista.

  Se necesita coraje para enfrentarse a esa violencia que nos es cotidianamente impuesta. La violencia de ser acusados de lo que no somos simplemente porque la izquierda usa el lenguaje como instrumento de poder, de manipulación, sin ningún interés por la verdad, por la realidad, por los hechos. No odiamos a los pobres: eso sería patológico e inhumano. No queremos retroceso: eso sería estúpido. No tenemos prejuicios: luchamos por la libertad. No somos fascistas: queremos menos estado. No somos mujeres sin conciencia política: somos mujeres cuya conciencia moral no fue anulada.

  Si no confrontamos las narrativas totalitarias de la izquierda y si no rechazamos el silencio obediente que nos quieren imponer, no conseguiremos actuar eficazmente en aquello que realmente importa.

  Queremos luchar contra las injusticias y no perder tiempo con trivialidades. Por eso es tan importante que comencemos a tratar la cuestión del femenino fuera de las categorías capturadas por el discurso feminista. Somos mujeres, pero nuestro discurso brota de una experiencia directa, concreta, real. Y esa experiencia nos dice que no es pisoteando al hombre como nos liberaremos de los supuestos grilletes que aún nos atan.

  Política y «empoderamiento» femenino.

  Elevando nuestra voz y forzando el pasaje con constancia y rectitud habremos de lograr éxito en ese ambiente tradicionalmente masculino que es la política. Mujeres en la política para elevar la política a la sutileza y a la experiencia estética y amorosa propias de la mujer, y no para degenerar a la mujer en un instrumento manipulable al placer de las ideologías.

  La condición de ser mujer es totalmente compatible con la posibilidad de mejora propia, de engrandecimiento intelectual, moral, espiritual. Eso no significa que no se constate las particularidades y dificultades de la condición femenina, pero, en muchos aspectos, sería posible ver las dificultades bajo un prisma positivo. Si tenemos en cuenta que una de las mayores realizaciones del ser humano está en su capacidad de servir, en la donación de sí, en el auto-sacrificio, entonces la mujer encuentra en la maternidad la gran oportunidad de ese ejercicio y en eso lleva ventaja en relación al hombre, pues la naturaleza le favoreció sobremanera en ese camino, proporcionándole esa experiencia que es natural y a la vez sobrenatural por su grandeza potencial.

  Bien sé que esa reflexión será tachada de conservadora, como si reservara a la mujer sólo el lugar común de la maternidad, pero no se trata de eso. Se trata de afirmar que la capacidad de auto-entrega y de donación de sí puede, e incluso debe, ser tenida en cuenta como esfera de la realización y que, si el criterio de emancipación o de existencia auténtica pregonada por las feministas se limita al llamado «empoderamiento femenino», eso no deja de ser el síntoma de una civilización profundamente egoísta que, a despecho de afirmarse cristiana, ya no ve el sacrificio como virtud.

  Es preciso reconocer que, en la civilización occidental, la mujer ya se ha alzado a niveles elevadísimos en la esfera social, material y cultural. Por eso es por lo que es absurdo y contraproducente para las propias mujeres que sus cuestiones sean pautadas por un movimiento social que sirve a una visión del mundo que reniega del propio mundo que le asegura la libertad y que flirtea abiertamente con modelos de sociedades cerradas y dictatoriales.

  Ese feminismo, cuya pauta fundamental es la descriminalización del aborto, no nos sirve porque nosotros servimos a la vida y no a la muerte; nuestro aprecio es por la libertad y nuestra lucha es por la protección de la vida, desde la concepción. De hecho, uno de los problemas del pensamiento político que se autodenomina progresista es paradójicamente su incapacidad de progresar, pues insiste en trabar batallas ya vencidas en vez de fluir con el dinamismo social y observar los nuevos campos de lucha que aparecen.

  Si la cuestión de la mujer permanecer circunscrita a ese concepto esdrújulo de «empoderamiento femenino», la supuesta emancipación sólo se dará a través del rechazo de la moralidad, del orden, de la tradición, de las instituciones, lo que redundará en una rebeldía loca e inconsecuente que podrá fácilmente ser cooptada por un espíritu revolucionario cuya cosmovisión es claramente materialista y, por eso, limitada y sectaria.

  Hombre y mujer.

  La tarea de la mujer, sin embargo, no es sólo sublimar valores. Es eso y es más que eso. Su tarea es elevar la cultura con su sensibilidad, es innovar en la política con su bravura y es, también, conciliar el ser humano con aquello que le es más noble: la búsqueda de justicia y de verdad.

  Eso no significa dictar «directrices de conducta», sino apuntar qué es, en sí mismo, un valor y asumir ese valor como brújula de nuestras estrategias, sean cuales sean, así se den por medios culturales, políticos o religiosos.

  El mismo ímpetu debe acompañar a aquel cuya lucha se expresa en el liderazgo doméstico o en el liderazgo de una empresa. Los mismos valores ético-morales deben dirigir a aquel que trabaja la tierra o el intelecto. Y los mismos valores deben dirigir la conducta de aquel ente que está naturalmente más familiarizado con la fuerza y de aquel ente cuya fuerza se expresa también en la sutileza de sus impresiones singulares y superiores.

  La mujer y el hombre se equiparan cuando, juntos, buscan elevarse a sí mismos y su descendencia, a la cual servirán de ejemplo; cuando, juntos, conquistan terreno de concordia y pacificación; cuando, juntos, reniegan del discurso totalitario que los segrega, como si fueran dos combatientes enfrentados y no seres humanos unidos en el campo de batalla terrenal.

  Cada uno con sus cualidades propias, cada uno con sus singularidades, cada uno con sus características que, conjugadas, pueden aumentar exponencialmente la capacidad emprendedora y creadora de la sociedad.

  Conclusión.

  El ámbito político es un campo abierto para la participación femenina. Que esa participación, sin embargo, venga en forma de incremento de fuerza y de moralidad, y no de intransigencia y disolución.

  La ausencia de madurez moral de los integrantes de cualquier grupo los transforma en una especie de enfermedad inesperada y extraña que se incrusta en el tejido social.

  El feminismo, como toda organización política que se inmanentizó totalmente, ha perdido sus características y hoy raramente traduce un anhelo real y espontáneo. En la mayoría de las veces es un conjunto de lugares comunes, clichés y palabras carentes de valor y sentido. Su meta es la disolución de aquello que deberíamos anhelar por medio de la conjugación entre los iguales para metas superiores.