COMENTARIO CRÍTICO A LA INGENIERÍA SOCIAL EN MATERIA SANCIONADORA: LA PROSTITUCIÓN DE LAS LEYES
– Fran Novoa Juiz –
“Pretium iustum mathematicum licet soli deo notum”
Xoán de Lugo
La Potestad Sancionadora que ejerce la administración, es quizás con la potestad expropiatoria y recaudatoria en sus diferentes expresiones, el mayor ejercicio de supremacía general que se manifiesta en los múltiples ámbitos de actuación administrativa en relación con las competencias atribuidas por la CE y por la legislación y normativa sectorial a las administraciones respectivas.
Estamos ante el ius puniendi del Estado que, si atendemos a una estricta división de poderes, debería recaer en el poder judicial como así ocurre con el derecho penal sancionador. De dicho derecho de carácter consuetudinario y ancestral se trasladan los principios al ámbito burocrático para crear la llamada Policía Administrativa.
Es el reflejo preventivo, punitivo y, sin embargo, indemnizatorio del Estado en una de sus facetas intervencionista que impide la asunción de manera natural de la responsabilidad en el ejercicio de los actos en una comunidad que, en la concepción teórica austriaca, debería de ser dinámica, subjetiva, espontánea y basada en la función empresarial y la creatividad del individuo para el desarrollo libre de la misma, como se colige del estudio de la ciencia económica como algo mutable y esencialmente social en la búsqueda del capital a través del ahorro y la experiencia.
En el sistema español, la potestad de imponer sanciones, siempre de oficio por parte de las administraciones actuantes, se caracteriza por seguir un sistema similar al de países de nuestro entorno, ya que el poder judicial se erige como poder revisor pero no como poder impositivo en el ámbito contencioso-administrativo.
La crítica a este sistema en el que la administración es juez y parte, deriva de la supuesta finalidad teleológica de las sanciones de carácter administrativo, que no es otra que la punitiva y ejemplarizante y en algunos casos reponedora del objeto a su estado inicial.
Mas, y sobre todo en materia de tráfico y movilidad, se transmuta dicha finalidad por otra mucho más tangible bajo una simulación, justificada en indicadores fraudulentos, que es la económica.
Esto es así porque facilita la confección de presupuestos, incrementando las aplicaciones presupuestarias del capítulo 3 del presupuesto de ingresos de modo que permite mantener un equilibrio económico que, a diferencia de otras previsiones, se ejecuta casi íntegramente por lo que no desestabiliza la liquidación final.
Con la reciente modificación del procedimiento administrativo común a través de las leyes gemelas de 2015 (obvio referencias explícitas pues este no es un artículo de carácter jurídico) la ejecutividad de las sanciones ha dejado de ser inmediata. Es decir, cuando el órgano que las dictase no tuviere superior sin esperar a la firmeza del acto se ejecutaba la misma con una clara vulneración del principio de contradicción en una materia tan sensible como las sanciones de carácter económico. Regía el axioma de solve et repete.
Con las citadas leyes, se da un vuelco a la redacción del ámbito sancionador dentro del procedimiento administrativo común de modo que no se podrá ejecutar la orden hasta que no haya adquirido firmeza la misma, pero únicamente en vía administrativa (1 mes) sin perjuicio de las medidas cautelares que se pudieran solicitar en vía contencioso-administrativo en su caso.
Pero, sin entrar a analizar la doctrina constitucional en relación a lo que se entiende por procedimiento administrativo común sobre el que el Estado tiene la competencia exclusiva, existen especialidades que pueden mantener sus peculiaridades, pues la misma ley que modifica el régimen de ejecución sancionador así lo ampara en su Disposición Adicional 1ª.
Y, casualmente, es en materia de sanciones de tráfico, las más abundantes y fáciles de tramitar dada su uniformidad y cuantía (de hecho, en lo que va de año 3 de cada 10 multas se corresponden con infracciones por exceso de velocidad, ascendiendo el montante total recaudado a aproximadamente 250 millones de euros), donde la premisa de ejecución se mantiene bajo el axioma referido: paga y recurre.
No sólo la liquidez de las arcas públicas se ve inmediatamente satisfecha sino que, en caso de pagar en un plazo estipulado con unas reducciones porcentuales que podrían superar el 50 por ciento del importe de la multa, se coacciona a renunciar expresamente a un derecho que debería de ser irrenunciable, salvo decisión propia, como es el de recurrir en vía administrativa.
Asimismo, si las sanciones han de cuantificarse a la vista de principios de proporcionalidad, oportunidad, reincidencia, daño causado, etc., ¿cómo es que se pueden reducir de manera discrecional por la administración a través de una norma de carácter reglamentario frente a la reserva de ley que rige para el establecimiento de infracciones y sanciones administrativas recogido como “derecho fundamental” en el artículo 25 de la CE? ¿Es el Estado omnipotente y omnisciente para conocer todas las circunstancias personales de los supuestos infractores y ponderar la proporcionalidad de la sanción?
Pues bien, este carácter de recurso financiador de gasto público sin ningún rubor se pone de manifiesto por la cercanía y proximidad al ciudadano en los presupuestos de carácter local en los que, junto con el IBI, se llegan a prever ingresos en el capítulo III en base a infracciones en materia de tráfico de dudosa legalidad, como los desgraciadamente famosos sistemas de semáforo control foto-rojo y, en muchos casos según qué tribunal autonómico, declarados nulos por carecer de las garantías de calibración por organismos oficiales pero no por falta de tipificación o taxatividad.
Todo esto sin mencionar el baile de límites de velocidad a los que nos someten en una sociedad donde los automóviles son más seguros y la pericia al volante ha aumentado, por lo que los daños personales o materiales que se pudieran producir serían reconducibles a vía penal en su caso y a la derivada o única responsabilidad civil. Aspecto éste que pone de manifiesto el intervencionismo en una faceta tan personal como la movilidad, sancionando y prohibiendo en muchos casos la circulación de vehículos objeto del hecho imponible del IVTM por tener una matrícula par o impar o, sin más, prohibir la circulación por supuestos problemas atmosféricos de dudosa conexión con las expulsiones de carbono.
Si analizamos la esencia de la sanciones administrativas no cabe sino referirnos al dogma de fe previsto en la Constitución Española, paradójicamente en el capítulo en el cual se contienen los derechos fundamentales, que, en su artículo 25, fija el principio básico que rige la tipificación de infracciones y sanciones: el principio de reserva de ley.
Así, según dicho principio desde un punto de vista negativo, la administración más cercana al ciudadano por razones evidentes de proximidad física, auctoritas y potestas, la administración local, no estaría facultada para fijar infracciones administrativas y las correspondientes sanciones, ya que carece de potestad legislativa.
Es decir, las administraciones estatal y autonómica, desconocedoras sin ninguna duda del devenir de la vida municipal, se encargan de tipificar y determinar horquillas de sanciones que, a través de los conceptos jurídicos indeterminados de proporcionalidad, reincidencia, gravedad del daño causado, descrédito, etc., el aplicador del derecho debe ponderar, con una clara vulneración, en muchos casos, del principio de seguridad jurídica que es el pilar de la confianza legítima del ciudadano en la estructura administrativa de carácter intervencionista y revisor en la que nos encontramos.
Este poder exorbitante puesto en manos de políticos locales incautos y en muchos casos temerosamente osados, tuvo su puntilla en el año 2003, cuando el legislador no tuvo mayor ocurrencia que abrir un cajón de sastre añadiendo el Título XI a la Ley 7/85 de 2 de abril para poder amparar el ejercicio de la potestad sancionadora municipal pero, en vez de dar cumplimiento al principio de tipicidad y taxatividad proveniente del derecho penal, otorga un amplio margen de determinación a través de ordenanzas municipales para establecer sanciones e infracciones ¡cuando se produzca un perjuicio a la convivencia social y local!, conceptos jurídicos indeterminados y que, por tanto, deberían de tener una única solución válida en derecho so pena de arbitrariedad y desviación de poder.
No parece ésta la mejor forma de amparar una potestad que, de hecho, es una vulgar copia del derecho penal en el que la administración es parte pero también juez, ya que nos encontramos con ordenanzas locales que, de manera creativa y repetidamente en ámbitos competenciales no atribuidos legalmente, tipifican infracciones con cuantiosas sanciones a sucesos como que tu perro ladre después de las 12 de la noche, mendigar en la calle (a ver como paga el mendigo), jugar con un balón, etc. Asuntos que se solventaban con una adecuada educación o bien promoviendo el civismo y el libre albedrío bajo valores de convivencia inmanentes a la sociedad humana desde los tiempos de los cazadores- recolectores hace 200.000 años.
Cambiando de tercio, pero siempre desde el análisis crítico, podemos llegar a una conclusión realmente llamativa en relación con las sanciones y su intrínseca relación con los tributos que, una vez razonada, puede ser que provoque que el lector no dude en llevarse las manos a la cabeza y arrancarse algún que otro mechón de pelo, si lo tuviere.
Y digo esto porque los tributos comparten con las sanciones un evidente rasgo en común: la coactividad. Estamos ante la máxima expresión de lo que se hace llamar la relación de supremacía general de la administración para con el administrado, ese intervencionismo que, en palabras de uno de los escolásticos españoles del siglo de oro que articularon los principios teóricos más importantes que serían posteriormente expuestos por la Escuela Austriaca de economía: “es gran desatino que el ciego quiera guiar al que ve” y que “los gobernantes no conocen a las personas ni los hechos de los que pende el acierto. Forzoso es que se caiga en yerros y graves…”
Asimismo, de manera visionaria teniendo en cuenta la actual diarrea normativa en la que se sustenta el derecho público, y más en materia sancionadora dado el reparto competencial en materias compartidas y ejecutivas con el consecuente afán recaudatorio, dicho escolástico, de manera brillante, manifestó que: “cuando las leyes son muchas en demasía; y como no todas se pueden guardar ni aún saber, a todas se pierde el respeto”.
Si diseccionamos el derecho positivo, observamos cómo en la Constitución Española, norma suprema de nuestro ordenamiento jurídico, el principio sancionador se recoge en el art. 25 como el derecho fundamental a no ser sancionado si no está previsto en ley.
Dicha reserva de ley se encuentra presente además en las prestaciones personales y patrimoniales de carácter público dentro de la cual se encuentran los tributos y las sanciones que son evidentes medios de financiación de manera palmaria en materia de tráfico, como se desprende literalmente del inciso tercero del art. 31 incluido en la sección segunda del capítulo primero, que regula los derechos no tan fundamentales y los deberes del ciudadano.
Hago un paréntesis ya que el legislador en las leyes gemelas con “gran sensibilidad” deja de llamar al particular ciudadano, que suena muy retrógrado, y atenta contra la normativa en materia de género para denominarlo persona…. Añado que faltaría el “persono” si continuásemos con el rigor exigido.
Continuando con la diatriba, es evidente que las sanciones son prestaciones patrimoniales de carácter público y son coactivas, al igual que los tributos. Por tanto, además de las tasas, contribuciones especiales e impuestos, pudiéramos añadir una modalidad nueva de tributos con el nombre de sanciones administrativas, o más bien sanciones de tráfico, pues es la principal fuente de financiación dentro de las sanciones previstas en el Capítulo 3 del presupuesto de gastos.
Sabemos que las autoridades nacionales, cuando lo necesitan para dar cobertura presupuestaria a los créditos, aumentan la cuantía o sustraen a la jurisdicción penal infracciones de este tipo aumentando el rango de alcohol en sangre para considerarlo delito, dando lugar a una vis atractiva hacia el derecho público.
Asimismo, justifican campañas de “imposición de sanciones de tráfico” y continuas reducciones de velocidad cuyo incumplimiento conlleva la realización de la infracción correspondiente, afirmando que de este modo se reduce la siniestralidad y la pérdida de vidas humanas, cuando el verdadero afán es el recaudatorio, ya que tanto la seguridad de los automóviles como la pericia al volante son inmensamente mayores ahora y, si alguna razón hubo en los años precedentes en los que se redujo enormemente la siniestralidad, no fue por las campañas e infracciones establecidas sino que, de manera fraudulenta se utilizaron medidores no fiables y discordantes con la realidad: que no era otra que en épocas de crisis económica, sencillamente, hay menos coches en la carretera.
Por tanto, y terminando esta exposición, no sólo porque la características de los tributos son similares sino también porque así se dispone legalmente, otro de los principios de aplicación es el de la proporcionalidad cuyo reflejo impositivo es la progresividad.
Dicho principio tiene su desarrollo mediante el llamado Test Alemán, según el cual la proporcionalidad se manifiesta en tres aspectos que afectan a la medida adoptada: la necesidad, la idoneidad y por último la proporcionalidad de manera más concreta.
- a)La medida que se adopte ha de ser apta para alcanzar los fines que la justifican (Necesidad).
- b)Ha de adoptarse de tal modo que se produzca la menor injerencia posible (Idoneidad).
- c)Y, además, ha de adoptarse mediante previo juicio de ponderación entre la carga coactiva de la pena y el fin perseguido desde la perspectiva del derecho fundamental y el bien jurídico que ha limitado su ejercicio (Proporcionalidad).
Es decir, que aquellas penas o sanciones impuestas sin ponderar este principio que tiene una importante carga subjetiva según el sujeto infractor, serían contrarias al principio preventivo y no indemnizatorio que postula la administración, y es así que nos encontramos ante dicha vulneración.
Es decir, no es lo mismo una multa de 100 o 200 euros, las más comunes en materia de tráfico y movilidad, impuesta a una persona con una renta de 25.000 euros anuales que a una de 70.000 euros igual que no es lo mismo una retirada de carnet para un transportista que para un informático que trabaje desde casa. Se obvia por tanto, la supuesta finalidad preventiva y punitiva de la sanción administrativa ya que la percepción, la utilidad marginal, de cada individuo es diferente en función de sus circunstancias personales.
De este modo, observamos que el afán intervencionista es incapaz de adecuarse a sus propias reglas de juego vulnerando de forma evidente sus propios principios imponiendo sanciones de carácter público/administrativo que nada tienen que ver con las bases del derecho natural más afín al derecho privado en el que las partes intervinientes se encuentran en igualdad de condiciones.
Concluimos, por tanto, que la sanción penal que sanciona la falta de observancia de un mínimo ético exigible a una persona por la sociedad, tiene un carácter eminentemente subjetivo de percepción social, como la concepción austriaca de la economía, frente a la rígida concepción neoclásica de equilibrio, que sería equiparable a los poderes públicos administrativos y que se correspondería con el ius puniendi de la administración.
Por último, y como reflexión final de este comentario, cabría preguntarse ¿cómo es que el supuesto garante y protector de nuestra seguridad es incapaz de reducir drásticamente o cumplir con su objetivo de supresión de accidentes y sanciones de tráfico? Esto demuestra, por un lado, su total ineficacia y carácter prescindible y, por otro, su verdadera intención de permanencia pervirtiendo el verdadero espíritu natural de la norma e impidiendo el desarrollo espontáneo y dinámico del ser humano en sociedad asumiendo una responsabilidad subjetiva origen de la verdadera y no espuria solidaridad social.