La descriminalización de la posesión de drogas – una política adoptada con éxito en Portugal y en los estados americanos de Washington y Colorado – que está siendo analizada por el Tribunal Supremo Federal, acostumbra a ser una bandera de la izquierda.
Pero los mejores argumentos a su favor vienen del otro lado del espectro político.
- El argumento individualista.
Los proyectos colectivos, sean la ciudad sin coches, la cruzada contra los infieles, la sociedad igualitaria o la sociedad totalmente sobria, no deben imponerse sobre la libertad individual. El ciudadano tiene todo el derecho de rechazar contribuir a un proyecto de la mayoría – pues la libertad individual es en sí misma el bien público más valioso.
El propio Ludwig Von Mises ya alertaba del peligro de conceder al estado el poder de estipular comportamientos individuales. Dijo:
El opio y la morfina ciertamente son drogas nocivas que generan dependencia. Sin embargo, una vez que se admita que es deber del gobierno proteger al individuo contra su propia insensatez, ninguna objeción seria puede ser presentada contra otras intromisiones estatales a la privacidad.
Si cedemos en el principio de que el estado no debe interferir en ninguna cuestión relacionada con el modo de vida del individuo, la inevitable consecuencia será la reglamentación y la restricción del comportamiento de cada individuo en sus más mínimos detalles.
[…]
Al abolirse la libertad de un hombre de determinar su propio consumo, todas las otras libertades ya están, por definición, abolidas.
[…]
¿Y por qué limitar la benevolente providencia del gobierno sólo a la protección del cuerpo? ¿Acaso los males que un hombre puede infligir a su mente y a su alma no son más graves que los daños corporales? ¿Por qué no impedirle asistir a películas y demás espectáculos de mal gusto? ¿Por qué no impedirle escuchar música de baja calidad? Más aún: ¿por qué no prohibirle leer malos libros? Las consecuencias causadas por ideologías nocivas son, ciertamente, mucho más perniciosas, tanto para el individuo como para la sociedad, que las causadas por el uso de drogas.
La propensión de nuestros coetáneos a exigir una prohibición autoritaria siempre que ven algo no les agrada, así como su solicitud a someterse a tales prohibiciones aunque lo prohibido les sea agradable, muestra cuán profundamente arraigado está en ellos el espíritu de servilismo. Serán necesarios muchos años de autodidactismo hasta que el súbdito pueda transformarse en ciudadano. Un hombre libre debe ser capaz de soportar que su coetáneo actúe y viva de modo diferente al de su propia concepción de vida. Necesita librarse del hábito de llamar a la policía siempre que algo no le agrada.
Aquel que quiere reformar a sus coetáneos debe recurrir a la persuasión. Esta es la única manera democrática de hacer cambios. Si un individuo no es capaz de convencer a otras personas acerca de sus ideas, entonces debe culpar sólo a su propia incapacidad. No debería exigir la creación de una ley – o sea, no debería pedir que el estado utilice sus fuerzas policiales con la intención de imponer la compulsión y la coerción.
En suma, somos dueños de nuestro cuerpo. La soberanía del individuo sobre el propio organismo le da el derecho de introducir en él cualquier sustancia (incluyendo drogas) que desee. Si el estado limita esta libertad, se estará apropiando indebidamente del cuerpo de las personas, violando su más sacrosanta propiedad privada.
El jurista Lysander Spooner distingue adicción de crimen. En el primero, un hombre se perjudica sólo a sí mismo, mientras que, en el segundo, hace una víctima del prójimo.
El uso de drogas no supone una agresión. Luego, no puede ser considerado un crimen. Puede llevar a la ruina personal, pero una persona no es verdaderamente libre sin la libertad de equivocarse.
- El argumento de la moralidad.
Existen muchas adicciones que no deben ser criminalizadas. Imponer la ley moral contra esas adicciones es función de las familias y de las iglesias, no de políticos.
Los conservadores que valoran la supremacía de la familia deberían tener pavor de la idea de entregar a los políticos el poder de legislar el comportamiento.
No es mínimamente racional que un conservador autorice al gobierno a entrometerse en los hábitos alimenticios, alcohólicos o tabaquistas de los individuos. En efecto, hasta principios del siglo XX no existían leyes contra las drogas en prácticamente todo el mundo. En aquella época, todas las drogas estaban descriminalizadas. La heroína se vendía en las farmacias de la Belle Époque como antitusígeno alternativo a la morfina. Había tónicos y analgésicos a base de cocaína u opio, pero la adicción era rara. El terror que conocemos hoy resulta de la interferencia estatal.
Si las drogas son para uso médico o recreativo es algo que no debe importar a un conservador. Y tampoco debe importar a un conservador si el uso de drogas aumentará o disminuirá. Un gobierno que tiene el poder de prohibir sustancias nocivas o prácticas inmorales es un gobierno que tiene el poder de proscribir cualquier sustancia y cualquier práctica. Ni siquiera debería existir algo como ‘sustancia controlada’.
Un conservador que aprecie familias más fuertes, iglesias más sólidas, una cultura más vigorosa y un orden social más robusto no puede encargar a políticos y burócratas la función de prohibir, regular, restringir o controlar lo que un individuo desea comer, beber, fumar, absorber, oler, aspirar, inhalar, tragar, ingerir o insertar en su cuerpo.
Cuando el estado asume el papel de regulador moral, las instituciones que serían naturalmente responsables de la moralidad se enflaquecen, abandonando sus funciones. El individuo se hace menos celoso y más dependiente, sin hablar del atractivo que adquiere el fruto prohibido. La inhibición moral del consumo de drogas cabe a la familia, la religión y la cultura, no a los burócratas.
- El argumento del mercado eficiente.
Las personas tienen preocupaciones legítimas en cuánto a lo que significaría la descriminalización de las drogas. ¿Aumentaría el consumo? Probablemente sí. Las leyes actuales de hecho detienen a algunas personas – por lo tanto, hay una pequeña fracción de la población que pasaría a tener algún problema con las drogas si la ley saliera al frente y las impidiera experimentar. Eso es innegable.
Bajo ese aspecto, las personas pueden encuadrarse en cuatro categorías: (1) aquellas que no usarían drogas aunque fueran legales y gratuitas; (2) aquellas que pueden experimentar un poco, de manera limitada, pero sin jamás caer en la adicción; (3) aquellas que pueden hacerse usuarias contumaces, pero que también pueden ser ayudadas por medio de consejo moral y educativo; y (4) las adictas «naturales».
Las categorías uno y dos no representan ningún problema social. La categoría tres debe ser el blanco de nuestros esfuerzos anti-drogas, así como de acompañamiento médico y de ayuda moral. La categoría cuatro probablemente no puede ser ayudada por ningún medio humano. (Y como las últimas décadas vienen demostrando, el gobierno no tiene manera de lograr que esos individuos se hagan abstemios. Pero puede muy bien lograr que esos individuos impongan miseria y sufrimiento a las personas inocentes.)
Sin embargo, por el bien del debate, supongamos que el número de adictos se multiplique tras una legalización completa. Eso crearía una enorme oportunidad de mercado.
De un lado, los empresarios competirían entre sí para producir productos con menor peligro – fue lo que sucedió tras la liberación del alcohol, en Estados Unidos. Por el mismo motivo que un Black Label es mucho más seguro que cualquier bebida destilada clandestinamente, las drogas legalizadas serán menos letales que las drogas del mercado negro (ver las causas del surgimiento de la metanfetamina cristal).
El mercado inevitablemente impone calidad a los productos.
Del otro, médicos, bioquímicos y farmacéuticos invertirían billones en investigación para ganar dinero curando adictos. Ya hay diversas iniciativas así.
Por ejemplo, el médico brasileño André Waismann, radicado en Israel, descubrió un método de menos de una semana para reducir la adicción en opiáceos (heroína y morfina).
El combate a la adicción de cigarrillos ya está establecido, a base de antidepresivos y adhesivos de nicotina. En un mundo en el cual el consumo de drogas es libre, habría mucho más dinero para innovaciones como esa. En poco tiempo, resolveríamos la dependencia como si ella fuera una gastritis – comprando un remedio en la farmacia.
En un mercado libre y desregulado los competidores desarrollarían drogas recreativas y medicinales cada vez más seguras, se disputarían certificados de calidad de empresas privadas y estarían sujetos a procesos judiciales en caso de fraude o defecto. Estos sellos privados tendrían credibilidad porque estarían compitiendo en el mercado y dependerían de su reputación para sobrevivir. Una vida perdida por culpa de un producto apenas probado puede significar una suspensión de pagos.
- El argumento de la libre iniciativa.
Atender a la demanda del consumidor voluntario produciendo y vendiendo algo que no causa daños a terceros no es una agresión. Eso es lo que hace un vendedor de drogas.
Afirmar que un comerciante de éxtasis está agrediendo a una persona que voluntariamente le busca y pide el suministro de su producto tiene tanto sentido como afirmar que AmBev agrede a los alcohólicos.
Impedir el libre comercio de drogas, por otro lado, genera guerras y lleva a la muerte de inocentes. Los mercados prohibidos o fuertemente regulados están infestados de ofertantes inescrupulosos y violentos.
Empíricamente, ya debería ser obvio que la violencia va de la mano de los mercados que sufren de amplia prohibición estatal. Los traficantes de drogas no son (completamente) imprudentes; operan por el dinero. Para compensar el alto riesgo de operar en un mercado que fue prohibido por el estado, los retornos monetarios del comercio de drogas tienen que ser astronómicos. Por eso, el beneficio de ganar una cuota de mercado en el comercio de drogas es enorme. Cada nuevo cliente puede significar un beneficio extra de miles de dólares por mes.
Consecuentemente, para los traficantes tiene sentido rondar a las puertas de las escuelas, vendiendo sus productos a adolescentes, o incluso dando muestras gratis para novatos. Mientras que nunca se ve a representantes de Kellogg’s vendiendo cajas de cereales para los niños, pues el cliente adicional no compensa el coste, para un traficante tal estrategia tiene perfecto sentido. Conquistar nuevos clientes, aunque sea sólo uno, es algo mucho más valioso y lucrativo para quien opera en las industrias prohibidas que para quien opera en el sector libre.
Por eso es por lo que matar a un rival – y con eso ganar acceso a sus clientes – es mucho más lucrativo en los sectores prohibidos. Las disputas territoriales de bandas rivales que ocurren actualmente en las grandes ciudades son resultado de la prohibición de las drogas. Esas disputas no ocurren, como piensan algunos, porque el comercio de cocaína sea algo intrínsecamente «loco» o «insensato».
La represión estatal elimina a los productores comunes, haciendo que los precios se disparen. El aumento del potencial de beneficio atrae a personas con habilidades criminales y dispuestas a todo para ampliar su cuota de mercado.
Cuando el estado amenaza con prender a los productores de un determinado bien, acaba alterando los incentivos de mercado, de modo que la violencia pasa a ser mucho más lucrativa para esa industria. Consecuentemente, aquellas personas que tienen predisposición para ser asesinas crueles obtienen un incentivo adicional con la política de ilegalidad de ciertos mercados, lo que permite que prosperen y se hagan muy ricas en una sociedad cuyas leyes antidrogas son rigurosas.
La industria impedida queda dominada por bandas, y la inevitable consecuencia son los conflictos armados entre los competidores. La criminalidad se va extendiendo por toda la sociedad.
Por tanto, las leyes antidroga acaban por hacer que sociópatas puedan ganar millones al año vendiendo drogas – dinero con el que podrán comprar armas automáticas, contratar matones, sobornar policías y hacerse reyes de las calles.
Con la Ley Seca (1920-1933), cuando la producción y la venta de bebidas alcohólicas fueron proscritas en los EUA, los homicidios se dispararon. En 1929, la mafia de Al Capone ametralló a hombres de su competidor Bugs Moran en una disputa por mercados de alcohol en Chicago. Hoy, es inimaginable que Budweiser atente contra Heineken. Por otro lado, vemos la brutalidad de los narcocarteles en México, donde hay 8 mil homicidios anuales conectados con la guerra contra las drogas.
- El argumento políticamente incorrecto.
Prohibir las drogas es nivelar hacia bajo: restringir la libertad de los bravos y fuertes, que sabrían controlarse y tener una relación saludable con las substancias alucinógenas, en nombre de los impotentes que se harían adictos.
Una sociedad puede ser caritativa con los débiles, pero no debe guiarse por ellos. Prohibir las drogas en nombre de potenciales adictos es adorar la mediocridad. Esa no es la postura de un conservador.