El 18 de octubre de 1817, con motivo del tercer centenario de la reforma protestante y del cuarto aniversario de la derrota de Napoleón en la batalla de Leipzig, cientos de estudiantes universitarios de toda Alemania de tendencia liberal y nacionalista, en su mayoría miembros de asociaciones estudiantiles, junto con algunos profesores, se reunieron en el castillo de Wartburg, en el pequeño ducado de Sajonia-Weimar-Eisenach, para celebrar un “festival nacional”. Precisamente en este castillo se había refugiado Lutero tras ser declarado fuera de la ley por el emperador Carlos V y había traducido la Biblia al alemán. Después de las celebraciones oficiales, en las que se pronunciaron incendiarios discursos abogando por la libertad y la unidad de Alemania, muchos de los participantes marcharon en procesión con antorchas desde la plaza de la cercana ciudad de Eisenach hasta el monte Wartenberg. Allí se montaron carpas, se encendieron hogueras, se cantaron canciones patrióticas, hubo más discursos, bebida y fuegos artificiales. Finalmente, trajeron libros de autores considerados reaccionarios o antialemanes, junto con algunos símbolos de la autoridad monárquica y de la influencia francesa, y los fueron arrojando uno por uno a una hoguera. Entre los libros figuraba prominentemente el primer volumen de la Restauración de la ciencia política del suizo Carl Ludwig von Haller.

  ¿Quién era Carl Ludwig von Haller, para que los estudiantes del Festival de Wartburg considerasen su obra digna de la hoguera? Su nombre ciertamente es prácticamente desconocido en la actualidad, y sin embargo durante mucho tiempo fue considerado sinónimo de la Contrarrevolución y la Reacción, y solía mencionarse junto con los de Joseph de Maistre, Louis de Bonald y Edmund Burke. Según el economista decimonónico Wilhelm Roscher, Haller fue “sin duda el más honesto, el más consistente e implacable [intelectualmente]” de todos los reaccionarios alemanes. Ningún otro proporcionó “una reacción tan grandiosa, consistente y sistemática”. Nacido en 1768 en una familia patricia de la Ciudad y República de Berna (su abuelo era el poeta y científico Albrecht von Haller), Haller vivió la Revolución francesa y la invasión por los ejércitos de la República francesa de la vieja Confederación Suiza, que fue sustituida por la centralizada República Helvética, una de las “repúblicas hermanas” de Francia, en 1798. Obligado a huir por sus críticas al nuevo gobierno, pasó varios años en Alemania hasta que en 1806 regresó a Berna, en donde se convirtió en profesor de derecho político en la Academia de Berna. Entre 1816 y 1834 publicó su Restauración de la ciencia política, o teoría del estado social natural, opuesto a la quimera de un estado civil artificial con la que esperaba aniquilar las ideas que habían provocado la Revolución. Por causa de su conversión al catolicismo en 1820 se vio obligado a abandonar de nuevo Berna. Murió en 1854 en el cantón católico de Soleura.

  Horrorizado por los crímenes y el despotismo de la Revolución francesa y su sucesor napoleónico y convencido de que todos los males de la Revolución y la Revolución misma provenían de las doctrinas políticas de la Ilustración, lo que llama el supuesto sistema filosófico, especialmente la doctrina del contrato social y la delegación de poder, Haller se propuso destruir estas doctrinas y poner en su lugar una doctrina alternativa contraria, “que conciliase la experiencia y la razón, y sirviera de tabla de salvación a todos los hombres de bien”. Pero si bien la intención de Haller es explicar y justificar la existencia de los estados (es decir, de las monarquías y repúblicas del antiguo régimen) sin recurrir a un contrato social, el resultado es un sistema que prescinde del estado tal como lo entendemos hoy en día, como un ente público con ciertas funciones y atributos reservados únicamente a él que se ejercen en un territorio definido en el cual su jurisdicción es exclusiva, y que se rige por un derecho distinto al de los demás hombres.

  El estado entendido en este último sentido Haller contrapone lo que llama el orden natural. En este orden natural la desigualdad entre los hombres, la diversidad de medios y necesidades lleva a que unos hombres dependan y obedezcan a otros, y estos tengan autoridad sobre los primeros, sin que haya violencia alguna. Así, el padre gobierna sobre la esposa y los hijos, el dueño de una casa sobre los que la habitan bajo diversos títulos, el patrón sobre sus empleados, el terrateniente sobre un número mayor de hombres: sobre sus criados, sus jornaleros, sus arrendatarios, etc. A su vez, este terrateniente puede que tenga sus tierras no en plena propiedad sino en feudo a cambio de obediencia o de ciertos servicios, o a cambio del pago de un tributo, que simplemente, por estar sus tierras totalmente rodeadas por las de otro terrateniente mayor, sea dependiente de él. Pero es necesario que en toda esta cadena de dependencia y autoridad haya alguien que no dependa de nadie y sea libre e independiente, el cual recibe el nombre de estado. Si esta persona independiente es un individuo se le da el nombre de príncipe, y si es una corporación, una persona jurídica formada por más de un individuo, se le da el nombre de república. Fuera de la independencia no hay ninguna diferencia entre un príncipe y un rico terrateniente, o entre una república y cualquier otra corporación o comunidad. La misma ley natural es válida para un rey o una república como para cualquier particular. Esta ley natural manda no hacer daño a nadie, dar a cada uno lo suyo (ley de justicia) y hacer tanto bien como se pueda al prójimo (ley de amor o benevolencia). Es lícito usar la fuerza para hacer cumplir la ley de justicia, pero no para hacer cumplir la ley de benevolencia.

  Para hacer cumplir esta ley natural e impedir el abuso de la fuerza no son necesarios establecimientos públicos o lo que nosotros llamamos hoy en día estados. La naturaleza, dice Haller, nos ha dado medios suficientes para ello, medios que se reducen a cuatro. El primer medio es observar uno mismo la ley natural e inculcarla constantemente a los demás. El segundo es la resistencia personal, que Haller defiende afirmando que la doctrina que prohíbe absolutamente este derecho hace a sus autores merecedores de una estatua por parte de todos los malhechores, y que el número de crímenes aumentaría hasta el infinito si los culpables no tuvieran nada que temer de sus víctimas. El tercer medio es el derecho de la víctima a pedir auxilio a sus semejantes, y el derecho de estos a prestárselo. Cuando se pide el auxilio de un superior surge la jurisdicción. El cuarto y último medio contra el abuso de la fuerza, cuando los anteriores no han dado resultado, es la huida, ya que normalmente aun el poder del enemigo más poderoso no se extiende a todos los lugares.

  Si un príncipe no es, como ya se ha dicho, sino un gran terrateniente independiente, cuyo poder deriva de sus derechos naturales y adquiridos, es decir, de su libertad y de su propiedad, entonces no tiene más derechos que los demás hombres. Así, por ejemplo, un príncipe no tiene ningún derecho a forzar a sus súbditos al servicio militar, porque la guerra es su propia guerra y no la de sus súbditos. Los súbditos están moralmente obligados a ayudar a su señor, pero esta obligación no es de estricta justicia, salvo convención particular, y por lo tanto no es lícito usar la fuerza para hacer que se cumpla:

“¿Puede [el príncipe] usar la violencia para forzar a sus súbditos al servicio militar, incluso en cuerpos de tropas permanentes? ¿Hacer conscriptos a la fuerza a la manera moderna y extender indistintamente esta violencia a todas las clases y a todas las condicionas de sus súbditos, cambiar de esta manera, por su autoridad privada, los servicios más eminentes, voluntarios y definidos en servicios inferiores, forzosos e indefinidos? Es esta una pregunta a la cual, según la naturaleza del poder soberano y los verdaderos principios del derecho público, no se puede responder afirmativamente. Aun el mayor monarca no tiene más que derechos naturales y adquiridos. Aunque su poder le dé más medios para ejercer los primeros, y los segundos puedan ser muy extensos, ya que posee muchas cosas, sin embargo, el cuerpo de sus súbditos no es de su propiedad; este pertenece por el contrario a cada individuo como el primer don que ha recibido de la naturaleza.”

  Tampoco puede el soberano imponer pesos y contribuciones arbitrarias a sus súbditos sin su consentimiento, pues las posesiones de los súbditos no son suyas, y nadie está autorizado a apoderarse de lo que pertenece a otro. En buena regla el príncipe ha de vivir del producto de sus tierras y de sus propiedades, y de los peajes, aduanas, portazgos, pontazgos y otras contribuciones indirectas que establezca en ellas. En caso de necesidad, el príncipe puede sin duda encontrar auxilio en sus súbditos, pero no puede apropiarse unilateralmente de lo que es suyo, sino que necesita su consentimiento. Pero, ¿a quién debe el príncipe pedir los subsidios que necesita? No tendría sentido que reuniera a todo el pueblo, superiores e inferiores indistintamente, en una sola asamblea, o les hiciera nombrar representantes para aprobar o negar el subsidio a pluralidad de votos. Es mucho más lógico que convoque a su presencia solamente a los grandes propietarios que dependen solamente de él, sean individuos, sean corporaciones. De ahí proviene la composición de los antiguos parlamentos o cortes: la nobleza, el clero y las ciudades libres (estas últimas por medio de procuradores). Estos no son, como se cree vulgarmente, los representantes del pueblo; propiamente no se representan más que a sí mismos, aunque puedan considerarse como los abogados de quienes dependen de ellos. En consecuencia, deben pagar los subsidios que conceden de su propia bolsa, pues de la misma forma que el soberano no puede disponer de sus bienes, ellos tampoco pueden disponer de los bienes de sus súbditos. En esta materia la mayoría no obliga a la minoría, según la justicia natural, pues tampoco puede un súbdito inmediato del soberano disponer de los bienes de otro.

  Otra importante consecuencia de estos principios es que no hay ningún derecho ejercido por un príncipe que no sea ejercido igualmente por los demás hombres. Por ejemplo, el derecho a hacer la guerra y la paz, que la mayoría de los pensadores consideran un derecho de soberanía y una prerrogativa del estado, también es ejercido, en menor escala, por los demás hombres y corporaciones. Tampoco la justicia es una prerrogativa del estado, ni la legislación: todos los hombres hacen leyes en el círculo, mayor o menor, de sus derechos; es decir, manifiestan una voluntad obligatoria para otros hombres:

“¿No vemos a todos los padres, a todos los cabezas de familia, a todos los empresarios o propietarios de grandes establecimientos, dar a sus hijos, a sus servidores, a sus empleados, y a muchos otros hombres preceptos, instrucciones, reglamentos, los cuales a veces se imprimen y dirigen a todo el público? ¿No leemos en todas las gacetas estatutos, ordenanzas, leyes y reglamentos de todo tipo, en virtud de los cuales corporaciones, universidades, academias, ciudades, ayuntamientos y otras sociedades privadas regulan su organización interna, sus finanzas, su policía, etc. y por las cuales, a menos que violen los derechos ajenos, no se pide el consentimiento del príncipe más que para otra acción o voluntad particular? En vano se intentará huir de estas objeciones por medio de disputas de palabras, distinguiendo por ejemplo entre los preceptos paternos o domésticos, consejos, pactos, estatutos municipales y leyes propiamente dichas. Esta distinción es una vana sutileza tan poco instructiva como sólida. Todas estas diversas manifestaciones de una voluntad obligatoria no son en sustancia sino leyes de diverso tipo (…); no son sino palabras diversas para la misma cosa.”

  Todo lo que se ha dicho sobre los príncipes es igualmente aplicable a las repúblicas, es decir, a las corporaciones ricas e independientes que poseen tierras y gobiernan sobre otros hombres que dependen de ellas y que no forman parte de la sociedad o corporación soberana. Este gobierno sobre otros hombres no es algo exclusivo de una república:

“No hay ayuntamiento de pueblo, ciudad provincial o municipal, cuerpo de artesanos, reunión de artistas o literatos, orden alguna, sociedad mercantil alguna, corporación alguna de familias, que no reine sobre otras personas como sobre sus ciudadanos y miembros, es decir sobre todo tipo de servidores y trabajadores, deudores, personas domiciliadas, etc. (…) La servidumbre respecto a las corporaciones como respecto a los individuos tiene su fundamento en esto: que de este modo el poderoso tiene necesidad del socorro del débil, y el débil del del poderoso, y es precisamente mediante este intercambio recíproco de beneficios que se forma la sociedad humana. ¿Por qué no iba una comunidad (una reunión de muchos) a poder tener tan bien como un solo individuo servidores y personas sujetas, las cuales le están obligadas de diferente manera, o viven sobre su territorio, sin ser miembros de la comunidad, es decir, sin ser al mismo tiempo señores como los otros?”

  En una república (y en cualquier otra corporación), además de la relación entre la república y sus súbditos, existe otra relación: la existente dentro de la propia corporación entre sus miembros, que no ha de confundirse con el primero y mucho menos con las relaciones que hay entre los súbditos de un príncipe y el propio príncipe. Esta confusión ha sido, para Haller, una de las causas de la Revolución francesa y del despotismo de esta, pues, al considerarse que todos los súbditos del rey eran ciudadanos de una corporación soberana, entonces era lógico que depusiesen al rey, pero a la vez los impuestos y la conscripción quedaban justificados, pues lo que antes habría sido una guerra real se convierte en guerra nacional o popular, en la que deben participar todos los miembros. Las reglas fundamentales que rigen en el interior de una sociedad son, según Haller, las siguientes: 1º nadie debe ser forzado a entrar en una sociedad; 2º la sociedad o corporación no está obligada a admitir otros miembros en su círculo contra su voluntad; 3º todo miembro tiene derecho a salir de la sociedad libremente. Todos estos principios fueron violados por la nueva República francesa:

“Se había concebido, según la errónea doctrina revolucionaria de nuestros días, la monstruosa idea de obligar a millones de hombres que vivían en países muy alejados los unos de los otros, que no se conocían en absoluto, y que en absoluto tenían necesidades comunes, no solamente a formar una unión o a estar en contacto recíproco, sino a formar una sola, es decir en todos los aspectos una y la misma comunidad, y para llevar al su colmo la extravagancia, se atrevían incluso a llamar libertad a esta horrible violencia. Pero la locura acometida era absolutamente imposible. Aquellas sociedades no habían sido fundadas con el consentimiento de todos los miembros, como debe suceder necesariamente en toda comunidad, sino decretadas ridículamente por la fuerza (…), por lo tanto, existen solamente sobre el papel, pero no en la realidad.”

  Esto es solamente un esbozo de los puntos más importantes y relevantes de la filosofía política de Carl Ludwig von Haller. El interés que puede tener para un libertario y especialmente para un anarcocapitalista es evidente. Pues el orden natural que describe Haller es una sociedad anarcocapitalista, o como dice Hans Hermann Hoppe, una sociedad de derecho privado, en la que todos los hombres e instituciones están sujetos a la misma ley. La base del poder de un príncipe o de una república es precisamente su propiedad (propiedad que para Haller tiene su origen en la misma naturaleza y es un derecho que ha de respetarse), son estados en el sentido halleriano en cuanto que son propietarios. Se puede objetar con justicia que los monarcas y repúblicas del antiguo régimen, o al menos la mayoría de ellos, no eran propietarios legítimos. Pero el mayor interés que tiene la filosofía política de Haller, en mi opinión, no está en el pasado, sino en el futuro, en lo que nos puede decir sobre un hipotético futuro anarcocapitalista, que podría no ser muy distinto del orden natural de Haller.

 [i] referencias

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