¿Puede algún estado tener el «derecho a existir»? El profesor Hans-Hermann Hoppe se hace esa pregunta repetidamente en su libro Democracia: el Dios que falló. Su respuesta es un rotundo: no.
Hoppe sólo es el más reciente pensador en la tradición del anarquismo filosófico. Su mentor, el fallecido Murray Rothbard, era otro. Ambos deben sus ideas a un gran americano del siglo XIX, sin embargo muy poco conocido, Lysander Spooner.
La posición de Spooner era simple. Existe una ley moral, cuya esencia aprendemos desde nuestra infancia, aún antes de aprender la tabla de multiplicar. Básicamente es esta: no haga el mal a otras personas; no las agreda gratuitamente. El principio es simple, aunque sus aplicaciones puedan ocasionalmente ser difíciles.
De eso, dedujo Spooner, se concluye que ningún estado puede existir. Nadie puede reivindicar el poder de alterar la ley moral; nadie puede reivindicar el monopolio de la autoridad para colocar esa ley moral en vigor. Sin embargo, el estado reivindica para sí el derecho de hacer ambas cosas. Intenta alterar la ley moral por medio de legislaciones, las cuales (erróneamente) cree capaces de mejorar la moral y la ética de sus súbditos; e insiste en que sólo él, el estado, puede definir, criminalizar y castigar a los errados.
De entre los resultados de esas reivindicaciones del estado están las guerras, la tiranía, la esclavitud y la tributación. La sociedad humana estaría en mejor situación sin el estado.
El mejor argumento para una sociedad sin estado (anarquía) fue el propio siglo XX. Un estudioso del asunto, el profesor R. J. Rummel, calcula que los gobiernos de aquel siglo asesinaron aproximadamente a 177 millones de sus propios ciudadanos – y ese número ni siquiera tiene en cuenta las guerras internacionales. Es inconcebible imaginar que los criminales privados pudieran matar a esa misma escala. Sería interesante saber también cuánto de riqueza los estados han confiscado y desperdiciado. El valor dejaría al mundo apopléjico.
Sin embargo, siempre queda esta pregunta: ¿podría existir la sociedad sin el estado? ¿Es acaso el estado un mal necesario para la existencia humana? ¿Podría incluso ser un bien positivo?
Aristóteles decía que el hombre es un animal político; sin embargo, su concepción de comunidad, o polis, era muy diferente de la concepción del estado moderno. Él imaginaba que la comunidad debería ser lo bastante pequeña como para que todos sus miembros pudieran conocerse los unos a los otros. ¿Eso se parece a algún estado que usted conozca hoy?
San Agustín veía el estado, junto con la esclavitud, como una consecuencia del Pecado Original. Aunque jamás pudiera ser una cosa buena, el estado era concebido cómo algo inevitable para los hombres, todos pecadores y desgraciados (destituidos de la gracia) por naturaleza. Mas debemos preguntarnos si necesariamente debe ser así. En la época de Agustín, la esclavitud parecía ser un mal necesario de la vida social, y un mundo sin esclavitud era difícil de imaginar. Nadie de la época podía acordarse de cómo era – y pocos podían imaginar cómo sería – una economía sin esclavos.
¿Será posible que nosotros, de la misma forma, hallamos asumido que el estado es inevitable sólo porque ya nos acostumbramos a él, y, por eso, difícilmente conseguimos imaginar un mundo sin estado? Así como las tareas domésticas antes ejecutadas por esclavos son hoy distribuidas distintamente entre hombres libres, tal vez, como argumentan los anarquistas, las funciones del estado podrían también ser distribuidas entre agencias voluntarias.
El filósofo renacentista Thomas Hobbes imaginaba que la anarquía – el «estado de la naturaleza» – sería «una guerra de todos contra todos», haciendo la vida humana «solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta». Su solución para evitar todo eso era el estado, el cual reprimiría las interminables batallas entre los hombres. Hobbes sin embargo no previó que el propio estado podría agravar esos conflictos y hacer que el orden social fuera aún más miserable de lo que la anarquía jamás podría lograr.
John Locke, un casi contemporáneo de Hobbes, ofreció una alternativa más atractiva: el estado limitado, el cual tendría el poder de asegurar al hombre sus derechos naturales, sin embargo sin tener el poder de violarlos. Pero tal estado nunca existió durante mucho tiempo. Una vez que el monopolio del poder pasa a existir, tiende a degenerar en tiranía; los anarquistas argumentan que tal degeneración es inevitable, pues la tiranía es inherente a la propia naturaleza del estado.
Por increíble que parezca, el gran conservador Edmund Burke (1729 – 1797) comenzó su carrera con un tratado anarquista, argumentado que el estado era natural e históricamente destructivo para la sociedad humana, para la vida y para la libertad. Más tarde diría que su intención había sido sólo hacer una ironía, pero muchos aún hoy dudan de eso. Su argumento en favor de la anarquía era demasiado poderoso, demasiado apasionado, y demasiado persuasivo como para haber sido sólo una broma. Tiempo después, ya un político profesional, Burke pareció haber quedado a bien con el estado, creyendo que, no importa cuán sangriento fuera su origen, el estado siempre podría ser domado y civilizado, como en Europa, por el «espíritu de un caballero y por el espíritu de la religión». Sin embargo, al tiempo que él escribía, el viejo orden que amaba ya se estaba desintegrando.
Cualquiera que sea la verdad, el hecho es que los anarquistas tienen la razón a su lado. Y la historia.